El arte de cocinar pasa por aprender a combinar sabores, olores, colores y texturas. Es lo que nos diferencia del resto de los animales. No solo cocinamos (hecho antropológico fundamental: el paso de lo crudo a lo cocido) por necesidad: cocinamos por placer y por gusto, porque comemos por placer y gusto.
Como en materia de gustos y placeres no hay nada preestablecido, todos y todas tenemos los nuestros. En tal sentido, en lo que a materia culinaria refiere, entre mis favoritos está la combinación de parchita con chocolate. Por años he sido fanático de una combinación específica: la del pie de parchita que venden –o vendían, tengo mucho tiempo que no voy– en Café Arábica de Los Palos Grandes. Muchas tardes de mi vida las pasé allí solo por esa razón.
Con el tiempo conocí una variante de esa combinación, de la cual también me hice fanático gracias a mi hija: los helados de barquilla que venden –o vendían, quién sabe ya en medio de nuestra nueva “normalidad” venezolana– en la heladería del Eje del Buen Vivir del Teresa Carreño. Incontables tardes la llevé o llevamos casi que exclusivamente a comerlos. Y resultaba todo un espectáculo verla desaparecer el helado en pocos minutos con un gusto infinito.
Pero como no sabemos cuándo volverán esas experiencias, si es que algún día podemos volver a disfrutarlas, tocó aprender a preparar el postre. Lo cual es todo un reto, porque a mi entender la repostería es de las artes específicas más complejas dentro del arte amplio de la cocina. No he aprendido aún a hacer helados: voy por esa pronto. Pero sí a hacer el pie, para no seguir extrañándolo.
Esa es la receta que hoy quiero compartir, que no es tan compleja y solo requiere un poco de concentración y cuidado por los detalles, como exigen todas las cosas importantes de la vida. Si con ella alcanzan al menos la mitad del gusto que a mí me provoca, me daré por satisfecho. Y si les sirve para agasajar y complacer a alguien, pues mucho mejor: nunca quedarán mal.
Primero los ingredientes:
1) El zumo bien concentrado y licuado de cinco parchitas maduras y grandes.
2) El zumo de medio limón.
3) Una taza grande de leche condensada.
4) 300 gramos de galleta de chocolate.
5) Cuatro yemas de huevos.
6) 2/3 de taza de mantequilla.
7) Una pizca de sal.
Ahora manos a la obra:
Lo primero que deben hacer es tener todo a la mano: lo que incluye un bowl y un molde mediano para hornear.
Luego precalentar el horno a 250 grados.
Acto seguido, y mientras lo anterior pasa, agarran las galletas y trituran hasta que queden como arena. Puede ser cualquier galleta de chocolate. Pero, por ejemplo, las Oreo son muy dulces además de caras y no funcionan mucho. Las mejores para esta tarea son las Renata, una marca brasileña que se consigue en cualquier supermercado y bastante económica. Hay una versión sin relleno, y al ser de chocolate algo amargo funciona perfecto.
Lo de triturar las galletas hasta que queden como arena no es un decir: como esa será la base, la idea es que una vez en el horno, no se cuartee. Entonces, tómense el tiempo para triturar cuidadosamente.
Una vez lista nuestra arena de galletas, la vacían en el bowl. Y entonces, en una olla pequeña, derriten la mantequilla. Una vez derretida la agregan al bowl y mezclan con las galletas. Deben hacer este paso bien, muy bien, hasta que la mezcla parezca arena mojada, una mezcla húmeda que puedan hundir con los dedos. Si ven que resulta un poco seca, agregan más mantequilla derretida. Pero, por favor, que no enchumbe.
A continuación, agarran la mezcla y vuelcan sobre el molde. Deben distribuirla de manera uniforme, lo más plana posible, es decir, que no parezca una calle de Caracas. Compactan bien, como albañiles reparando una pared. Lo importante de esto es que si no compacta de manera firme y homogénea, se desarmará al cortarlo. Cumplido el paso, meten el molde en el horno previamente precalentado. Calculen quince minutos. La clave está en ver que los bordes están ligeramente dorados. Obviamente, para poder ver esto no deben tapar el molde y necesitan un horno con luz. No se pongan a abrirlo y cerrarlo porque la ponemos.
Mientras la base hornea, vierten la leche condensada en el bowl, le agregan el zumo de las parchitas, el de limón, la pizca de sal y las cuatro yemas. Se dan a la tarea de batir a mano con un cucharón hasta que resulte una mezcla de un hermoso color amarillo. Si al principio les parece que corta la leche, no se asusten: sigan batiendo hasta homogeneizar.
Llegado este punto, estamos casi listos. Una vez fuera del horno la base, dejamos que repose diez minutos y procedemos a vaciar sobre ella nuestro relleno. Volvemos al horno por unos quince o veinte minutos. La clave aquí es estar atentos de que los bordes del relleno comiencen a burbujear. No se descuiden ni se pasen de cocción, pues de ser así ocurrirá algo muy grave: tomará una consistencia grumosa. Para eso deben vigilar cerca de los quince minutos, sin abrir el horno. Al ver que comienza el burbujeo cuentan noventa segundos y lo retiran. Es posible que hacia el centro de la mezcla todavía parezca algo cruda: no importa, dejan el pie a temperatura ambiente y el calor conservado más la química de los ingredientes terminarán de obrar el milagro. Con café viene fantástico.