Del poemario La tregua es una ciudad ciega lejos del viento
I Soy poeta pero no quiero estar hablando de poesía, quiero sentarme en cualquier lugar de cualquier paisaje con un café, un vino, una cerveza, y hablar que ayer hice reír a un amigo que estaba triste, que hace calor todos los días, que me resfrió con frecuencia, que me gustan los ojos verdes de una mujer y que hablamos de vez en cuando de las cosas más sencillas del mundo, que la luna por las noches es un artefacto increíble, que la verdad la encontramos en la alegría del pobre. Soy poeta pero no quiero hablar todo el tiempo de poesía, quiero leerle cuentos a mi hijo, preocuparme por él, decirle a mi hermano que no tome tanta soda, decirle a mi otro hermano que no me haga llamarlo tantas veces para obtener su atención, decirle a mi expareja que nuestra historia es una habitación donde las paredes no se detienen. soy poeta y no quiero hablar de poesía, solo quiero hablar de cosas que compensen la cotidianidad, solo quiero ser algunas veces el mapa de una tierra extinta, ser el vapor de una casa abandonada que ya nadie ve en la inmensa ciudad de tres cabezas. La poesía es apocalipsis. Este poeta es un punto invisible en el gran lienzo de la humanidad. No quiero hablar de poesía, quiero ser un olor a candela que atraviesa la montaña y ser respirado por tantos años en que la herida seremos nosotros mismos.
II Las lamentaciones... Siempre le tuerzo el cuello a las lamentaciones, lo hago en días calurosos en que el alba se extiende como un segundo Sahara; ahí donde el horizonte es el engaño inalcanzable. Las lamentaciones me susurran los secretos de los anfibios; de su andar nocturno, de su cotidianidad de agua donde resurge el aguacero como un niño curioso a quien le han negado los umbrales de nuestras manos. Intento entonces borrarles sus rostros, me detienen relatándome una historia hecha de palabras agrietadas, le tuerzo el cuello a las lamentaciones cuando me quieren robar la belleza surreal de una lluvia de comejenes que aprisionan al árbol más inocente de la tierra; en él escriben el rumor de una vida vacilante, de las equidistancias de una fe que se rompe en el fragor de los años. Le tuerzo el cuello a las lamentaciones cuando le mienten a la tristeza acerca de mi desamor; si supieran las lamentaciones que la tristeza es estar vivo muchas veces en varias vidas. Siempre le tuerzo el cuello a las lamentaciones cuando me doy cuenta que los habitantes son la acumulación dadaísta de una ficción que nos engaña, de una trampa que no aceptamos hasta escuchar nuestro primer murmullo; sol de agua que no acepta el oleaje de la sangre.
III Árbol frio, Cruz de hielo, crepitar fugaz de los pensamientos, mango podrido en un invierno con ojos de libélula, una gota de café que mancha mi cuaderno, soy entonces la condena de un verso que jamás existió, luego la lumbre de una ciudad con sonido de mar me revela los laberintos de lo inasible, añoranza mordaz de las anegaciones construyendo un castillo de brisa, una alforja con tierra, una carta con las cenizas de todos los finales; vil salvación de la vida.
IV Estoy cansado de decirles a las páginas de internet que no soy un robot, solo soy el mal de males, soy la muchedumbre espantosa con los ojos de un ídolo traicionado, quiero decirles que soy esa lluvia de octubre que decapita a los menesterosos; habitantes que llevan a cuesta el sacrificio de torcer un destino que los amamanta con el indescifrable golpe de los ayes. Quiero gritarles a los sitios web que no soy un robot, gritarles que soy el que posee la esperanza pecaminosa, que soy el adalid de las cartas negras con su tierno alfabeto que busca los meandros ambivalentes en el acto de ser; ser por siempre el escape de las callejuelas de lodo, de los senderos de hierba, de la trocha agreste con su enternecedor respiro de cocorrones rojos, escapar del cantar de los cantares de aquel pueblo que sobrevive al toque de la aldaba; eco vengativo de las huidas, escapar al jubiloso, trino de un ambiente indistinto, y recoger la última plaga entre las flores que conmueve a la ciudad mustia.
V Edificios foráneos, llama inhóspita que atraviesa los restos de una época descalza, lugares dispersos, campanada lejana que guía al ciego, reverencia pagana que nos regala el mito de la palabra insalvable, la irascible esperanza de vivir sin la memoria de la muerte, trampa inhabitada de la fe.
Del poemario Los faroles sostienen la noche
1. La Muerte es una repetición de lo constante. Lo constante es el infinito, y el infinito es la madrugada que se extiende como una espada de hielo entre los edificios. La Ciudad es funesta porque tu nombre se ha ido. Ni siquiera el silencio se atreve a posar sus alas en su seno. Tu nombre se ha escapado hacia las montañas longevas. Ahí las luciérnagas erigen sus lamentaciones con la noche taciturna, con el rio mudo y toman la forma de la montaña como la señal de auxilio de un país triste que el cielo va engullendo. Los muertos saloman entre los bejucos. En esta noche se está ciego y de alguna forma los sonidos tropicales son el idioma del amor perdido entre el rastrojo. Está tu rostro con el signo de una palabra explosiva. Los merachos lloran sobre las aguas donde tu espíritu se hunde. Las luciérnagas susurran el secreto angelical que crece en la montaña. Los hombres del otro lado del río están tan vivos como tu muerte y la lluvia perdida no regresara para acariciar sus sombras presidiarias. Estás en la inmensidad, ya ni la penumbra resiste tu silencio. Todo ha acabado: Los caminos de tierra te dan la palmada definitiva, el rio es mudo, la montaña es un haz de luz que las luciérnagas profesan, los hombres perdidos levantan tu hogar de madera y cruzan el rio del nunca jamás, los duendes inclinan la cabeza, la montaña emite el ultimo lamento, Dios calla y a veces sonríe; los hombres cruzan el rio con tu hogar a espaldas, con la certeza mortuoria de que el rio los condeno a la lejanía.
2. Yo soy como el fracaso total del mundo... Pablo de Rokha Soy el demonio que arrojaron del cielo, el que siembra flores en las alcantarillas, aquel que se posa bajo los faroles de la ciudad lastimada por la lluvia. Fantasmas de la noche cuyo credo es un crucifijo de líquenes venenosos echan suerte por mi alma. Camino por veredas pedregosas tratando de sacar los gusanos que se precipitan en mis ojos. Mi cabeza explota como si fuera el último atardecer de la tierra; los pájaros que levitan en los tendidos eléctricos recitan tu nombre como un obituario. Soy el demonio que arrojaron del cielo hacia tu orbe de aguas negras, la magnificencia del dolor impoluto. Perezco resucito me destruyo me redimen y vuelvo con las manos cortadas. Le grito a Él tu nombre, le dibujo tus ojos en forma de grafiti en las azoteas de los edificios. ¡No me escucha! Entonces me olvido de la calamidad, del eco de los árboles que abruma a los cielos; olvido la eternidad con su lenguaje de huesos secos descifrando códices en mi pecho.
8 Es fácil olvidarse de la eternidad cuando no percibo tu sombra en las cantinas pulcras de la divinidad humana. Fui arrojado del cielo con la última luz que parpadeaba en el centro de mis manos. Aún levito en el farol seco donde me encontraste herido por mis fuegos. Soy demonio asesino fugitivo mal consejero enemigo de las muchedumbres. Fui arrojado del cielo para encontrarte. (Silencio de Dios mirando con mala cara)
3. El sol se aglomera sobre la superficie de los edificios. Las calles se hacen largas como pistas para vehículos de carrera. Percibo una hendidura de dolor en cada esquina, en los edificios que parecen hombres ciegos tratando de manotear el cielo. Residuos de atardeceres perdidos se escapan de los árboles. Hay faroles exiguos en los parques. La hojarasca de antaño se cierra a sus luces. Una oscuridad intuida se precipita sobre la ciudad como la profecía cataclísmica de este día en que he decidido poner a media asta mi corazón. Hay una zarza ardiente en mis ojos, mis ojos de pesadez que se sumergen en aquellos suburbios donde alguna vez te hablé de palabras que son una acumulación de maldades; que son arqueología de tu voz Nada estará bien cuando tenga que salir a la ciudad de profetas y demonios, a preguntar en cada sitio sagrado si aún habitas en la madrugada, entre murciélagos e insectos; bajo ese farol donde nunca leímos el mandamiento de la pobreza
4. En una parte secreta de la Ciudad camino por un callejón de lodo. Mis pasos se hunden, mis zapatos están sucios de una tierra callada. Mis pasos no son pasos sino rastros y he dejado en cada uno el susurro de nuestras voces hasta que otros pasos de otros hombres lo borren hasta el infinito y los faroles entonen el cántico de las calles fugitivas. Siempre podré volver a ese callejón, encontrarnos entre la tierra mojada, entre sonidos de luciérnagas y canticos gusánales. Rebuscar en ese callejón nuestro mito, nuestra leyenda de ojos cortados, nuestra profecía de muerte que nos unirá más. Reinventarnos en el punto exacto del génesis, dejar allí la última palabra de nuestro idioma.
5. Te busqué por esta ciudad de cementerios alegres, bajo los túneles donde habitan los desertores. Te busqué bajo ese cielo que es un infierno en caída. Te susurré entre árboles que elevan la última plegaria. Te busqué entre casas deshabitadas y su felicidad de óxido a la intemperie. Nunca te encontré. Ya lo sabía. Me han dicho que estás encerrada en cualquier farol de la cudad.
Excelente Ariel muchas felicitaciones y gracias por compartirlas
Gracias señora Cecilia.
Profe wao que talento. Lo felicito.
Gracias Maestra.
Supremo el de no quiero escribir poesía, en realidad muy fuerte y hermoso. Abrazos porta