“Ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón” reza el refrán castellano evolucionado directamente de la picaresca española. Por eso no es casual el vínculo entre ese subgénero literario y el tono que recorre y constituye la última gran película venezolana del siglo XX. Antes de ver cine criollo de manera sistemática, interrogado sobre cuál era mi película venezolana favorita, la respuesta siempre fue: Cien años de perdón. Hoy, con mucho todavía por ver, pero habiendo conocido bastante más, la respuesta sigue siendo la misma. En esta respuesta coinciden varias personas que he conocido, y estaba decidido a preguntarme por qué nos gusta tanto a los millennials esta película pero no, gusta mucho más allá de mi generación. Entonces, escudriñando en las fangosas arenas de lo subjetivo me pregunto en plural ¿por qué nos gusta tanto Cien años de perdón?
La película
Hacia 1998, una calle del centro de Caracas estuvo prácticamente cerrada durante unas siete semanas. En el interior de la antigua sede del Banco Agrícola y Pecuario, un edificio construido en los años treinta y con una fachada característica, decorada con relieves de Alejandro Colina, se rodaba Cien años de perdón. Según el equipo de producción, se trató de la película venezolana más grande (no necesariamente en presupuesto) realizada hasta entonces, con un reparto coral y la aparición de una decena de estrellas de la televisión y el mundo del cine en pequeños papeles. El proyecto involucró lo mejor del talento dentro la industria para ese entonces, encontrando gente que venía de la publicidad con otros de una larga trayectoria en el cine. Alejandro Saderman venía de realizar Golpes a mi puerta, película que cosechó éxitos en varios festivales del mundo y cuya producción ejecutiva asumió Antonio Llerandi. Ambos, Saderman y Llerandi, tomaron un cuento de cinco páginas sobre la crisis bancaria del año 1994 para convertirlo en el guion de un filme cuyos personajes principales tenían rostro desde el comienzo. Entre los guionistas se encuentran, además de Saderman, Henry Herrera, Carlos González y Luis Zelkowicz. En cien minutos contaron una historia que rápidamente cosechó éxito en la crítica y el público por igual. Cuenta un periodista que la exhibición en Canadá requirió que se colocaran sillas portátiles en la sala para atender la asistencia masiva. Con el paso del tiempo Cien años de perdón no solo se convirtió en el testimonio de una época que vuelve una y otra vez, sobre todo terminó siendo una película a la que se le tiene cariño, y eso no es algo pueda decirse de muchas. Ese cariño es producto de una historia bien lograda.
La historia
Entre 1994 y 1995, diecisiete bancos nacionales se declararon en quiebra, poniendo en riesgo el sesenta por ciento del dinero del sector, dinero que por supuesto incluía ahorros y pensiones. La respuesta estatal fue un ciclo de ayudas financieras que casi inmediatamente fueron sustraídas por los banqueros, para luego recibir un nuevo auxilio. De manera que, gracias a la complicidad entre el sector político y el financiero, millones de personas perdieron lo poco que podían tener ahorrado, a lo que siguió un alza inflacionaria sin precedentes (hasta entonces). ¿Cómo retratar ese fenómeno en la pantalla? Contando la historia de cuatro amigos que, entrados en los cuarenta, deciden salir de la crisis económica personal dando un golpe en un banco próximo a recibir un auxilio y a punto de ser intervenido. Los cuatro, parte de la clase media empobrecida, planifican una falsa intervención en el Banco Panamericano para transferir los fondos a una cuenta que previamente crearon en un paraíso fiscal. El problema aparece cuando, al intentar realizar el robo, se dan cuenta de que el presidente del banco no solo vació las bóvedas, sino que ya sacó del país todos los fondos del auxilio financiero que le dio el Gobierno. Tras ser descubiertos, los cuatro quedarán encerrados en el banco con varios rehenes. A partir de ese momento ocurrirán varias situaciones icónicas, mientras se van transformando de captores en ídolos de los ahorristas que se acumulan afuera. Así, entre realidad y ficción, con un claro humor negro, se retrata la clase política, la banca, los ahorristas y a estos antihéroes que rápidamente se ganan la simpatía de la gente y de los espectadores. Jugando con situaciones reales que marcaron la década, los guionistas crearon escenas memorables, como una en la que lanzan billetes por las ventanas y que evoca a una jueza que, una vez descubierta recibiendo un soborno, tiró el dinero desde la ventana de su apartamento mientras intentaba escapar. Igualmente, algunos personajes están construidos a partir de personas reales de la época, como el comisario Gómez Lira, basado en Iván Simonovis.
Veinte años antes que La odisea de los giles, Cien años de perdón desarrolla una trama que tiene por protagonistas a los jodidos, quienes logran ganarle una al sistema, aunque finalmente este no se vea afectado, y ahí está el tono agridulce que aleja la película de cualquier intento de denuncia o propaganda, porque no se toma a sí misma tan en serio. Además, es el uso de la comedia lo que también marca la distancia con otra película cuya referencia es tan clara que se menciona explícitamente en uno de los diálogos: Tarde de perros. Efectivamente, para los protagonistas las cosas no terminan tan mal como para Sonny y Sal.
Durante el estreno, Saderman comentó que los policiacos generaron mucha empatía entre el público venezolano, y con esta historia buscaba recuperar eso que fue tan importante en la consolidación del cine venezolano durante los setenta y comienzos de los ochenta. Y sí, si algo produce esta historia es empatía por parte de quienes la vemos, pero esa empatía se debe a lo bien construido que está cada personaje.
Los personajes
Antonio Llerandi dice que una de las características de esta película es que no hay ni una sola mala actuación, y acota que es frecuente encontrar que en el cine venezolano algún trabajo desentona. Es cierta esta afirmación, sin embargo me parece que parte del mérito en esta materia, así como de la responsabilidad en general, no solo es de la dirección, sino de los propios guiones. En Cien años de perdón ningún diálogo sobra, cada personaje, por más pequeño que sea, está creado de manera milimétrica y tiene una participación precisa. Los personajes principales son cuatro amigos, cada uno con sus respectivas familias y vínculos. Horacio, Valmore, Rogelio y Vicente se conocen al menos desde la adolescencia, y cuando están juntos en pantalla se transmite claramente el afecto que se tienen entre sí. Eso, de entrada, permite a la película funcionar y mantenerse siempre a flote. Son cuatro personajes que se nos presentan inicialmente a partir de cómo cada uno está padeciendo la crisis: Horacio es un padre recién divorciado que está quebrado, Valmore es un maestro al que le acaban de robar el carro, Rogelio no tiene plata para pagar la cesárea de su esposa, y Vicente es el personaje sobre el que menos sabemos porque guarda un misterio que saldrá a la luz a medio metraje. En los papeles están Orlando Urdaneta, Daniel Luego, Aroldo Betancourt y Mariano Álvarez. Este último merece una mención especial, porque fue uno de los actores más talentosos de su generación.
Acompañando a los protagonistas aparecen numerosos papeles pequeños maravillosos, la esposa de Rogelio, el presidente del banco, el administrador, la secretaria del presidente, el comisario Gómez Lira, don Pedro, Consuelo, el banquero Juan Carlos, y faltaría nombrar a muchos más. La riqueza de estos personajes hace pensar un universo paralelo en el que, veinte años antes de La casa de papel, esta podría haber sino una buena serie. Cada uno de los personajes tiene momentos especiales con líneas que se quedan y comentan al terminar de verla: Pujol y sus acotaciones sobre la pronunciación de su apellido, don Pedro y su reclamo laboral, Consuelo apoyando a su marido cuando cree que participa del robo, Gómez Lira empatizando finalmente con los cuatro ladrones. Eso por mencionar algunos de ellos. Entre los personajes destacables más complejos está Lucía Carvajal, la secretaria del presidente en la piel de Elluz Peraza, quien es de algún modo la conciencia moral que se da cuenta de que ha venido sirviendo como soporte para la corrupción y cambia de bando, legitimando más a los protagonistas. También están las que podrían considerarse “estrellas invitadas”: Cayito Aponte, Alicia Plaza, Mirtha Borges, Francisco Guinot, Armando Gota, Manuel Salazar, Alba Roversi, Luigi Sciamanna. Incluso hay un cameo de Diego Rísquez como director de un comercial.
Las situaciones memorables en la trama funcionan porque se sostienen en personajes que generan simpatía o rechazo por parte de los espectadores, siguiendo lo que quieren lograr los guionistas. Por ejemplo, don Pedro, un extrabajador del banco que viene a reclamar su pensión, termina convertido por la prensa en uno de los ladrones y prácticamente se incorpora como un personaje de primera línea, ante lo cual llega su esposa Consuelo invitada por la policía para llamarlo a que salga del banco y acaba aupándolo a todo gañote. La transformación de los propios secuestradores, que se ganan el afecto de casi todos los rehenes está muy bien trabajada. Cada personaje va cambiando, desde Horacio hasta el propio Gómez Lira. La construcción de personajes sólidos es fundamental, así como la propia dirección actoral. Pero todo esto se evidencia en unos diálogos cuya naturalidad rompe con cierta artificialidad propia de la cinematografía nacional, que busca forzar algunas cosas, creando voces que no se corresponden con los personajes.
Las frases memorables de Cien años de perdón
Pero tienen salud, que es lo que importa.
Si hombre, somos los pelabolas más saludables del país.
En este país hay más choros que gente, y con ese sueldito de maestro ni para una bicicleta te alcanza.
Es que a esos ladrones yo los quiero ver por lo menos arrechos, jodíos. Ahí están, impunes, riéndose de la gente a la que le robaron sus riales. ¿Es que no se merecen por lo menos que les echemos una vainita?
Una pistola sin balas es como tener a una novia pero sin tetas.
Y tú, quítate ese bigote de mierda que no me dejas pensar.
A los secuestradores los matan, siempre.
Podemos negociar la vida, cambiar nuestras vidas por la de esta gente que está aquí.
Claro, como en la película de Al Pacino.
Cierra la boca que esa terminaba muy mal.
Sabes una cosa Pedro. Esos banqueros te quitaron tus riales y ahora tú se los quitas a ellos. Estoy muy orgullosa, al fin puedo decir que tengo un tronco e marido.
Tengo toda la información. Tengo a medio Congreso, tengo a tu ministro, y también tengo hambre.
Será que este es el mejor secuestro de toda mi vida. Quiero decir que me encuentro entre ustedes cómo en familia, que me gustaría que estuviera Consuelo aquí. Y que si alguna vez vuelven a secuestrarme que sean unos muchachos tan buena gente como ustedes.
Hasta aquí te trajo el río. Y si Dios existe, solamente le voy a agradecer una cosa, no ver nunca más en la vida tu cara de culo.
Es que aquí ya los venezolanos no estamos de moda.
La música
En el cine venezolano la música suele no valorarse con la importancia que se merece. Ya en la entrega anterior mencionábamos la composición original en Homicidio Culposo. En esta oportunidad la música estuvo a cargo de Julio d’Escriván. Andy Montañez fue invitado a participar en la película con una versión de “Cambalache” que es una maravilla y prácticamente no existe en internet, además cantó el tema principal, que suena continuamente. Tan importante es la música, que pasé años buscando esa versión en salsa del clásico de Discépolo, porque era sencillamente genial y cerraba de manera perfecta el filme. En el disco con la música se mencionan bandas como Billo, La Dimensión Latina y los aportes del propio Julio d’Escrivan. Sin duda, provocaba salir de la sala de cine y entrar en la discotienda.
¿Por qué nos gusta tanto Cien años de perdón?
Identificación. Esa es una palabra clave para que algo no solo nos guste, sino que permanezca con un lugar privilegiado en nuestros recuerdos. La vigencia de la película tiene que ver con que aquello que narra sigue sucediendo hoy en día, sí, pero además con que está plagada de momentos que se quedan en la memoria, de personajes que seguimos recordando y diálogos que comentar con amigos. Produce una comunidad de sentido en torno a ella a partir de esa identificación. El tono venezolano característico, caraqueño, podríamos acotar, ayuda a consolidar esa permanencia en la memoria. Además, hay una cuestión clave que he mencionado antes de pasada, esta película se toma lo suficientemente en serio a nivel de producción como para cuidar de los detalles, pero no se toma tan en serio lo que quiere contar, y ahí está su fortaleza como producto de humor “agridulce”, como dice el propio Saderman. Es necesario tomar en serio lo que se hace, pero no tan en serio lo que se quiere decir como para terminar siendo moralista y pesado. Por otro lado, para quienes nos acercábamos al cine venezolano con el prejuicio de que siempre retrataba lo mismo y tenía poca calidad, aquí encontramos una demostración de que sí había películas bien hechas, con humor, pero no el de la televisión de siempre, y que retrataban una crisis social desde un lugar menos cansino. El cuidado de la imagen es clave y fue producto de la confluencia en el equipo de profesionales que venían de trabajar en publicidad. De hecho, los créditos iniciales abren con una falsa propaganda de Harina PAN. Por último, al margen de Huelepega, Cien años de perdón cerró el siglo XX venezolano en materia cinematográfica, por su calidad, por quienes aparecieron en los papeles protagónicos y secundarios, y por su retrato de una situación que vuelve y sigue siendo agridulce. ¿Qué golpe darían hoy Horacio, Valmore, Vicente y Rogelio?
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