Todos los pronósticos coincidían en que Mank (David Fincher, 2020) iba a ser la gran perdedora de los Oscar. Acertaron: a pesar de ser la película más nominada, con diez candidaturas, tan solo se llevó dos premios de los denominados «técnicos»: diseño de producción y cinematografía. Trofeos de caza menor si se tiene en cuenta que optaba a película, director, actor, actriz secundaria y guion original.
Resulta difícil juzgar Mank con objetividad. La película constituye un festín para el amante de la época dorada de Hollywood. Las peripecias de Herman J. Mankiewicz, el coguionista de Ciudadano Kane, son la puerta de entrada a personajes reales de esos años como Irving Thalberg, Louis B. Mayer, Marion Davies, Orson Welles, Ben Hecht, George S. Kaufman, David O. Selznick, John Houseman, William Randolph Hearst o Joseph H. Mankiewicz, el hermano pequeño del protagonista que a la postre terminaría por ser uno de los mejores directores de la historia, coleccionando Oscars de dos en dos con títulos como All About Eve o A Letter to Three Wives. El cinéfilo nostálgico disfruta descubriendo las referencias históricas pero es difícil saber si otro tipo de público valoraría el filme de igual manera. Se asemeja a los biopics de bandas de rock. El fanático de The Doors se extasiaba con el mimetismo con el que Oliver Stone retrató al grupo pero al espectador medio le aburrían las gamberradas de un divo malcriado. Tampoco ayuda una narración fragmentada donde los flash-backs no son lineales, con continuos vaivenes hacia adelante y hacia atrás. Incluso en Kane, absoluta referencia para la estructura de Mank, los saltos temporales guardaban mayor coherencia cronológica.
Creo sinceramente que Mank es mucho más que eso. Por debajo del ejercicio de cinefilia palpita una historia tan atemporal como éticamente necesaria: la lucha de una persona por mantener cierta dignidad en una época, la de los grandes estudios hollywoodienses, llena de traiciones, falsedades, mentiras y corrupción. No es fácil la posición del atribulado guionista. Sus pretensiones morales chocan con la realidad de que ese mismo mundo que tanto desprecia es el que le paga 5.000 dólares al mes. Como decía Billy Wilder, Hollywood compra tu alma a cambio de una casa con piscina. Toda la progresía literaria que emigró a la Costa Oeste con el objetivo de escribir la gran película americana terminó facturando guiones de género a cambio de sustanciosos cheques. El propio Mankiewicz era el ejemplo arquetípico: de dramaturgo concienciado en el off Broadway a firmar El Mago de Oz. Se comprende que de vez en cuando aflorara la necesidad de redención.
Los amos del celuloide le recuerdan una y otra vez su condición de asalariado de lujo, así como su papel de bufón de la corte. Si le invitan a sus mansiones es para que los divierta con su acerado humor y fina ironía, pero le dejan claro que no es uno de ellos. Él aprovecha ese rol bufonesco en el más puro estilo shakespeariano: desde su lugar de payaso oficial es el único que se permite decirle la verdad al emperador. Pero al final, hasta los bufones tienen su arranque de dignidad y Mank encuentra su salvación en aquello que da sentido a su vida: la escritura. Y está dispuesto a pagar el precio necesario.
La reflexión moral que propone David Fincher –en puridad, su padre, Jack, autor del libreto- no se sostendría sin la presencia actoral de Gary Oldman. El británico despacha su interpretación más sofisticada hasta la fecha. Imposible no querer a ese escritor alcoholizado, ludópata, invariablemente divertido, impertinente vocacional pero siempre dispuesto a reconocer sus meteduras de pata, devoto amante de una mujer que le aguanta hasta lo indecible, un hombre bueno a pesar de todas las contradicciones que acumula, un talento en estado puro cuyo peor enemigo es él mismo… Son caracteres que exigen una actuación al filo del alambre: cualquier paso en falso sería catastrófico. Amanda Seyfried está a su altura como la joven actriz sin brillo, amante del magnate. Solo Mank es capaz de ver la inteligencia natural de esa chica de barrio porque, en el fondo, se está viendo a sí mismo: almas gemelas perdidas en un paraíso que no les corresponde. La cámara de David Fincher los mima y los cuida, algo inusual en un director que suele amar más a sus historias que a sus personajes.
Más allá de la parafernalia de los premios, Mank queda como una fábula sobre los dilemas que todas las personas deben afrontar para sortear las miserias con que la vida los asalta un día tras otro. Batallas que a veces se ganan y muchas otras se pierden sin tener claras cuáles son las victorias y cuáles las derrotas. Probablemente el verdadero Mankiewicz se preguntaría si valió la pena su empeño en reivindicarse como el autor de Ciudadano Kane, por más que le reportara su único Oscar. Nunca lo sabremos. No dejó nada por escrito. Los vapores del alcohol se lo llevaron con apenas 55 años. Como señaló su biógrafo póstumo, su comportamiento era errático hasta para los estándares de los borrachos hollywoodienses. Él mismo lo ratificó: “Cada vez me parezco más a una rata atrapada en una trampa que yo mismo he construido. Una trampa que reparo cada vez que hay peligro de que se abra y pueda escapar”. Solo un talento igualmente descomunal como el de Orson Welles le supo apreciar en su justa valía: “Lo veía todo con claridad. No importaba cuán extraño o acertado o maravilloso fuera su punto de vista. Siempre era de un blanco diamantino”.