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Que el cielo la juzgue (Leave Her To Heaven, en el original) llevó el incipiente cine negro a terrenos del drama psicológico, con una pizca de suspense muy del gusto de Hitchcock. De esta coctelera de géneros salió un retrato devastador sobre el instinto de posesión en el seno de la pareja. El deseo de acaparar a la persona amada hace ver enemigos en cualquier parte, incluso en las brumas del pasado, o más terrible aún, proyectar la rivalidad al futuro en la figura de un hijo todavía no nacido.
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John M. Stahl ya había demostrado querencia por las emociones fuertes con Imitación a la vida. En Que el cielo la juzgue redobló la apuesta. Un denso pesimismo existencial inunda toda la película, reflejando el desnortamiento moral de una época marcada por la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial. La catástrofe se adivina desde el comienzo, a pesar de la luminosidad de unas escenas salpimentadas con el limitado Technicolor de la época.
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Stahl imprime un ritmo milimétrico que hace creíble la caída a los infiernos de la pareja protagonista, un descenso al que lleva de la mano a un público que asiste atónito a un torbellino de pasiones desatadas y violentas sin que sepa a ciencia cierta cuándo se desataron las hostilidades entre ese par de enamorados. No era tarea fácil. En películas que juegan tan al límite, cualquier paso en falso conduce al abismo.
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Los esplendorosos paisajes que prometían una vida feliz —el majestuoso desierto, un lago de alta montaña, las playas atlánticas— se vuelven escenarios amenazadores en los que la muerte parece esperar en cada recodo. La pareja salta de lugar en lugar, aislándose cada vez más del mundo exterior. Las casas que habitan terminan por convertirse en una suerte de cárcel claustrofóbica cuyas paredes se ciernen sobre ellos.
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Gene Tierney comanda toda la función. De belleza turbadora, es una de las actrices más infravaloradas de la Edad de Oro de Hollywood. Scorsese, fan confeso de Que el cielo la juzgue, siempre la reivindicó. Su Ellen Berent no es exactamente una mujer fatal. No la mueven intereses materiales. Tampoco es una representación del mal en abstracto, como tantas otras femmes fatales. Su comportamiento se explica por las angustias que anidan en los recovecos de su atormentada mente. Todos los males de los mitos se encarnan en ella, desde Electra hasta Hipólita, hija de la reina de las amazonas, pasando por las sirenas. Y como en las tragedias griegas, la fatalidad de su destino es inevitable. A quienes la rodean no les queda más que apartarse para evitar ser succionados por el torbellino de desdichas.
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La película cumple con la autocensura de Hollywood que obligaba a castigar el mal, pero a quién culpar, cuando todo es producto de un cerebro maltrecho, desastre bioquímico en estado puro. Conviene ver el final más de una vez. Sin ánimo de spoiler, quizás las sospechas de la malhadada protagonista no estaban tan infundadas como su melifluo marido quiere hacer ver. Pudiera ser que su paranoia no fuera tal. Cabría entonces la posibilidad de que su castigo fuera injusto. Y que el mal terminara por triunfar. Si así fuera, Que el cielo la juzgue constituiría entonces una de las más sutiles y talentosas formas de burlar la censura.