Esta fue la historia
de la gente sin sentido,
de los pueblos sin sentido,
de los mundos sin sentido,
esta fue la historia
de los soles sin sentido,
de los cosmos sin sentido,
de los dioses sin sentido.
Rockdrigo González
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa
Francisco de Quevedo
El debate sobre la existencia y la amplitud del pensamiento o la consciencia animal es viejo y complejo, todos los días hay nuevos estudios y hallazgos. Sin embargo, está claro que muy pocas especies tienen una inteligencia comparable a la humana. Es muy probable que incluso los animales más inteligentes no puedan concebir cosas abstractas como el tiempo o la muerte. Algunos comportamientos suyos parecen sugerirlo; por ejemplo, la indiferencia que muchos muestran ante sus congéneres cuando perecen, o bien, que algunos persistan en tratar los cadáveres como si tuvieran vida. ¿Por qué un ave insiste en picotear a su compañero caído, buscando estimularlo para que se levante? ¿Por qué una cría de simio sigue aferrada al cadáver de su madre esperando protección? ¿Por qué un perro se echa durante días sobre la tumba de su amo? Una respuesta posible y plausible es que no entienden que han muerto, que no pueden concebir la muerte y, por tanto, para ellos, siguen vivos.
En nuestros primeros años los seres humanos no tenemos la capacidad de abstraer y en buena medida de ahí viene la llamada omnipotencia infantil, ese cándido narcicismo que hace a los niños creer que son el centro del mundo. Sin embargo, a diferencia del animal, conforme los infantes avanzan en su socialización –y a través de ella adquieren el lenguaje y con él el pensamiento abstracto– pronto desarrollan las nociones de tiempo, pasado, futuro… y muerte. Uno de los golpes más duros en la vida de una persona, y de lo que poco se habla, es cuando siendo todavía niño se adquiere consciencia de la muerte, de la de los seres queridos, pero especialmente de la propia. Pensar la propia muerte, anticiparla, concebirla y comprender que es un evento inevitable, es un despertar terrible, que bien puede marcar el fin de la infancia, es como la pérdida del paraíso.
La humanidad misma en su historia presenta una trayectoria similar a la de los niños. Se ha dicho hasta convertirse en un lugar común que para las civilizaciones antiguas la muerte no era el fin sino sólo era el paso de un modo de existencia a otro, de una vida terrena a otra ultraterrena. El hombre occidental moderno ha querido ver en ello un signo de sabiduría, sin embargo, la verdad es otra: los antiguos negaban la realidad de la muerte sencillamente porque, al igual que los niños y los animales, no podían concebirla tal como es, el fin de la existencia. Cuando se sepultaba a un faraón, un mandarín o un tlatoani, junto con él se sepultaban su tesoro y representaciones de su cohorte y sus sirvientes, tanto como cuando a un simple campesino se le enterraba con sus herramientas de labranza, porque sus deudos pensaban que en realidad no había muerto, sino que seguiría viviendo, aunque de otro modo y en otro lugar, y allí necesitaría todas sus cosas. Todas las religiones tienen como núcleo la negación de la muerte, la idea de que en realidad la muerte no existe.
Estas ideas no surgieron de manera arbitraria, eran producto del escaso desarrollo del pensamiento científico y de la observación ingenua de los fenómenos naturales. El hombre primitivo veía a la naturaleza marchitarse cada invierno y luego la veía renacer en primavera; así cada año, todos los años, desde que su tribu, su clan o su civilización tenía memoria. Este constante renacer de la naturaleza eran interpretado como un ciclo cósmico donde la muerte nunca era definitiva, donde la muerte al final siempre era vencida por las fuerzas de la vida, del bien. Así, los mexicas veían cada tarde al sol, dador de vida, ocultarse en el poniente y luego de toda una noche de lucha contra sus enemigos, contra las fuerzas de la obscuridad, lo veían renacer triunfante por el oriente. Para los egipcios el ciclo de la vida estaba marcado por las crecidas del río Nilo. Cada año el gran río se desbordaba, inundaba las tierras aledañas y las nutría con limo. Así, quedaban listas para la siembra en cuanto bajara el nivel del agua. La tierra negra, tierra fertilizada por el Nilo, era el símbolo de la vida. En cambio, la tierra roja, la arena del desierto, era el símbolo de la esterilidad, de la muerte. Cada año la tierra roja y la tierra negra, luchaban; cada año el desierto con sus tormentas de arena ganaba terreno, sin embargo, siempre volvía la crecida del Nilo llenando de vida todo el territorio. El hombre antiguo divinizó las fuerzas naturales y las convirtió en dioses dotados de voluntad y pensamiento. Así, el desierto y la muerte eran personificados por Seth, el dios de la oscuridad y del desierto. Por otro lado, los egipcios llamaban a su propia civilización y nación Kemeth, que significa, “tierra negra”, la tierra bañada por las aguas del Nilo, lo cual es tanto como decir que llamaban a su propio pueblo “vida”. Al observar esos ciclos naturales de marchitamiento y florecimiento de la naturaleza y al comprobar que se repetían desde que tenían memoria, los pueblos antiguos llegaron a la conclusión que ese era el orden no sólo de su hábitat, sino del cosmos entero, y que ese vaivén era eterno.
Otra característica de los pueblos antiguos es precisamente que sus castas gobernantes y los pueblos mismos se conciben como colaboradores de los dioses del bien (de la vida) en su lucha contra los dioses del mal (de la muerte). Los faraones egipcios se consideraban herederos de Ra, el sol; los mexicas creían que con los sacrificios alimentaban a Huitzilopochtli, también representación del sol. Y en tanto que sus pueblos y sus dinastías gobernantes eran parte integrante de ese orden cósmico y colaboradores de las fuerzas del bien, también eran eternos. Toda dinastía antigua se creyó eterna, todo pueblo antiguo pensaba que su gloria perduraría hasta el fin de los tiempos.
Sin embargo, ahora sabemos que ningún imperio ha sido ni será eterno. Césares, patriarcas, tlatoanis, faraones y führers se volvieron polvo, hoy su poder es una sombra del pasado y sus imperios en el mejor de los casos un montón de ruinas y algunas reliquias. Lo mismo sucederá con los imperios actuales. Así como cada persona adquiere en algún momento consciencia de la muerte, ahora los pueblos, con el conocimiento de los 12 mil años de historia humana, tienen consciencia de que las ciudades, las naciones, las culturas, las civilizaciones, los imperios, es decir, las sociedades, también mueren.
Los ciclos naturales tampoco son eternos. Para un egipcio antiguo era inconcebible que un año no llegara la crecida del Nilo. El día de hoy tenemos suficientes conocimientos acumulados sobre la evolución geológica de la Tierra y sabemos que donde hay desiertos, hace millones de años había un mar o que lo que hoy es una selva, en algún momento fue un lago; sabemos que las montañas nacen, que en una tranquila llanura puede brotar un volcán y que hasta los continentes cambian su ubicación y forma. En la actualidad es completamente racional plantearnos que algún día el Nilo se seque, no hoy, ni en un año, pero sí en un futuro más lejano.
Ahora también sabemos que la Tierra ha pasado por procesos de extinción masiva, en los que desaparecieron alrededor de la mitad de las especies. Sus causas son diversas, desde cambios climáticos hasta sucesos cósmicos, como el impacto de meteoros, o la explosión de supernovas. Actualmente está en curso la sexta extinción masiva, esta vez provocada por los efectos de la actividad humana. Aunque hasta el día de hoy ninguno de estos eventos ha significado el fin de toda la vida en la tierra, es una posibilidad abierta. La contaminación ambiental, el cambio climático y el riesgo de una guerra nuclear, hoy tan real, y hasta la posibilidad de que un asteroide golpeé la tierra tal como ya sucedió antes, colocan a esta generación de la humanidad ante la posibilidad del fin de la especie humana y aún más, ante del fin de toda la vida en nuestro planeta. Hoy sabemos que somos finitos como individuos y como especie; y que incluso, la vida en su conjunto también es finita. Pero el universo es más grande que nuestro planeta y nuestro sistema, aunque la vida terminara en la Tierra, bien podría seguir en millones de planetas similares. Incluso, en la literatura de ciencia ficción es común que ante un escenario así, se fantasea con la posibilidad de que la tierra emigre a otros planetas o que lleve una existencia errante en el espacio infinito.
Sin embargo, aunque se conjurara el peligro de un Armagedón nuclear y se lograra conciliar el desarrollo industrial con el cuidado del ambiente, aunque tuviéramos suerte en que ningún asteroide gigante golpee la Tierra o tengamos la capacidad para destruirlo antes, gracias a la ciencia astronómica sabemos que las estrellas, incluido nuestro sol, tienen un ciclo de vida y que cuando consumen algunos de los combustibles que la animan, se expanden, convirtiéndose en una gigante roja. En esta expansión, el sol acortará la distancia con nuestro planeta, con lo cual aumentará su temperatura haciendo imposible cualquier tipo de vida, y eventualmente se la tragará. Después, cuando haya consumido todo su combustible, se apagará y se enfriará. Al final, de poco le valdría a la humanidad migrar a otros planetas pues todas las estrellas están sujetas al mismo proceso.
Los físicos han planteado el concepto más inquietante habido y por haber: la muerte del universo. A la humanidad le aterró descubrir que la Tierra no es el centro del universo y que éste es infinito, lo mismo que entender que toda nuestra duración como especie no es más que un suspiro en la historia del cosmos. Pero mucho más terrible es plantearnos el fin del universo mismo. Algún día se apagarán todas las estrellas, ello representa el agotamiento de todas las fuentes de energía y el fin de las condiciones para cualquier forma de vida. Llegado ese punto el universo se convertirá una horrorosa inmensidad eternamente fría e inerte. Ese sería el triunfo definitivo y absoluto de la muerte, el triunfo de la nada sobre el ser.
Ante ese espantoso escenario sólo hay dos opciones esperanzadoras: creer que en algún lugar hay agazapado un dios que volverá a encender un fósforo y volverá a decir “Hágase la luz” o que después de la muerte térmica la fuerza de gravedad atraiga todos los cuerpos inertes y los concentre en una sola gran masa, condensando al universo entero en un solo cuerpo infinitamente denso que puede dar origen a otro big bang. De hecho, esa es una de las tres hipótesis sobre el destino del universo luego de la muerte térmica, se le llama Big Crunch. Si eso sucediera, los antiguos tendrían razón: la muerte, la muerte total y absoluta, al final sería derrotada. Sin embargo, es sólo una hipótesis y nada garantiza que el nuevo universo producto del nuevo big bang haya condiciones para la vida.
Más que cualquier generación pasada, la humanidad actual tiene plena conciencia de la muerte, de sus dimensiones y su poder. ¿Qué hacer ante este escenario, tan sombrío que era simplemente inimaginable para nuestros antepasados? Para los existencialistas la consciencia de la propia muerte y de que no hay un dios que nos libre de ella puede llevarnos a la locura y al nihilismo más destructivo, puede hacernos perder el sentido de la vida. Pero también puede llevarnos a vivir con plenitud y responsabilidad el tiempo que tenemos, a asumir la vida como un propósito y no como un accidente; la consciencia de la muerte puede llenar de sentido nuestras vidas, paradójicamente. El nihilista dice: “Si me han de matar mañana, que me maten hoy”, para el nihilista la inevitable muerte le quita sentido a la vida. Para quien ha asumido el reto de vivir, la vida tiene sentido a pesar de la muerte y en buena medida gracias a ella.
El gran reto para nuestra generación es cómo traducir esos planteamientos que los existencialistas hicieron para la vida personal a planteamientos para nuestra vida como especie, como humanidad: una humanidad consciente de la omnipotencia de la muerte y que no por ello renuncia a vivir, a vivir feliz y plenamente, y aún a cuidar hasta donde le sea posible otras formas de vida. Una humanidad que asume la responsabilidad de su libertad y de ser el órgano consciente del universo. ¿De qué manera la consciencia de nuestra finitud como especie nos puede ayudar a librar el trance histórico en que nos encontramos (cambio climático y peligro de guerra nuclear) en lugar de entregarnos hipnotizados a la barbarie y la destrucción? Ese es el reto de nuestro tiempo.
No estoy de acuerdo con ninguno de.los planteamientos aquí expuestos porque están expresados basados en un solo.punto de vista,.el reacional científico.. El ser humano va mucho más allá de números y cálculos. Dios.no.juega a los dados.
UNA VISIÓN NEOHUMANISTA
Gracias Ismael por tu interesante reflexión sobre los horizontes conceptuales que nos proponen la muerte, el tiempo y la dimensión de nuestro universo. Leer sobre la percepción animal de estas variables y su diferencia con las de los seres humanos; el origen y el fin del universo y las limitaciones de lo subjetivo me recordó las clases que tomé con Thomas Sebeok en el Colegio de México.
Algunos cometarios para ampliar el horizonte y contribuir al deseo compartido de construir ese órgano/ ser consciente del universo.
Comienzo por decir que adoptar la premisa de que los seres humanos son aquella especie con la capacidad de dimensionar por encima de los animales el tiempo y la muerte me parece ser un enfoque reducido al peligroso especieísmo, que asume la superioridad de la especie humana en relación a los demás seres vivos. Si bien el ser humano tiene características muy especiales, asumir que los animales (o plantas o cosas) de otras especies no elaboran un sentido respecto a la muerte o al tiempo, tendría que evidenciarse con el comportamiento más detallado de otros seres vivos. Solamente por mencionar un ejemplo, el de las mariposas monarcas, o de cualquier migración estacionaria de la gran variedad de especies que las realizan, no puede ser sino indicativo de una forma objetiva de dimensionar el tiempo. Asimismo, la reacción ante la muerte de varias especies es también una muestra de la diversidad de maneras de asumirla. Los seres humanos en sus distintas culturas a lo largo de los tiempos también tienen múltiples expresiones ante la muerte.
Así, asumir que solamente los seres humanos tienen esa capacidad lleva implícito el grave riesgo de también estratificar a la especie humana; y caer en las dudas tales como si los indígenas o afrodescendientes tienen o no alma. La elaboración de los conceptos de muerte y del tiempo entonces será definida por aquella cultura que es hegemónica, y que por tanto al ser hegemónica define los conceptos sociales de importancia. Es mi pensar que no es objetivo el descartar las demás subjetividades que han desarrollado las diversas civilizaciones humanas a lo largo de la historia, ni tampoco aquellas que otras especies han podido desarrollar, muy particularmente respecto a la muerte y al tiempo. Además, descartar estas capacidades en animales puede llevar a un sentido de superioridad por quien las asume que pueda legitimarle el derecho a explotar al inferior, a matar a otra especie, o a cometer genocidio en la propia por considerarla tan diferenciada. Esta parece ser la condición normal de la civilización contemporánea, en la cual existen abundantes ejemplos que no hay que mencionar porque abundan.
Habiendo mencionado esto; que todos los seres vivos tienen un sentido de la muerte y del tiempo, y que no por ser diferentes dejan de ser significativos para quien los expresa. Pienso que las formas que adoptan las distintas culturas humanas también tienen su propio sentido que no puede menospreciarse o excluirse. La vida de las culturas, sus transformaciones desde el origen hasta su decadencia, presenta una variedad difícil de sistematizar. Las culturas perdidas en el tiempo pasado de decenas de miles de años de las que apenas nada se sabe; y las culturas contemporáneas de esas al menos 2 000 naciones que han sido empacadas en tan solo 200 Estados Nación no pueden ser enmarcadas objetivamente en los paradigmas de la muerte y del tiempo de un par de ellas. Si bien los rituales funerarios de los egipcios y los mexicas son muy complejos y llenos de simbolismo, existen muchas culturas; de hecho, toda cultura humana tiene una manera de elaborar la muerte. Y claro, los animales, como los elefantes, los cuervos, los delfines, las jirafas o los chimpancés también tienen sus propios paradigmas y rituales ante la muerte.
Respecto al posible fin del mundo, o del universo, no puedo ni pensarlo. La ciencia también, como las religiones, construye sus dogmas. El big bang y el Big crunch me parecen, siempre desde mi perspectiva, teorías que no explican nada y aterrizan en el límite del dogma; se puede cuestionar, pero no llega a respuestas racionales y combprobables. El Big Bang es tan creíble racionalmente como lo es la existencia de dios. El fin del mundo será, en última instancia, un hecho subjetivo para todas las personas y seres vivos que lo padezcan. Los paradigmas humanos científicos o religiosos que pretenden explicar estas dinámicas son muy variados, y siempre un tanto subjetivos e inexplicables.
¿Cuál es paradigma verdadero? La respuesta a esta pregunta es un tanto como de ¿Cuál traje es el indicado para comprar en una tienda? Y la respuesta será un poco subjetiva y un poco objetiva: El que te guste y el que te quede a la medida según la opinión propia y de la experta.
La transformación de la Humanidad en una especie más sostenible es el objetivo de las civilizaciones contemporáneas. El gran reto, como siempre lo ha sido, es estudiar para ampliar la consciencia del propio ser individual y la de nuestro entorno. Sin embargo, hoy día somos como bien dices muy afortunados, hay gran cantidad de recursos para lograr avances exponenciales que antes poco siquiera podíamos imaginar. Camino hay, son pasos los que hay que dar para avanzar.