Parece que la manera de hacer cine ha cambiado aceleradamente en los últimos años, con una estocada final dada por la pandemia. Sin embargo, que haya muerto parece una afirmación tajante que solo se podría sostener con el aporte de pruebas contundentes. Nunca en su historia el cine de autor, arte, o independiente en general ha sido capaz de sostenerse o competir con las megaproducciones de los estudios. Ni siquiera tras la aparición del Nuevo Cine Estadounidense una película de Scorsese podía competir en igualdad de condiciones con una de George Lucas; Taxi Driver y Star Wars pertenecen a un antagonismo que casi se remonta a la aparición del séptimo arte. Eso por no hablar del cine “internacional”, calificación que se lleva todo lo que no sea producido en Estados Unidos, que siempre ha sido tan “caviar” en nuestros países y que solo podía verse en algunas salas especializadas conocidas por la concurrencia de estudiantes de humanidades y la bohemia capitalina.
¿Cuál es la mayor evidencia de que la manera de hacer cine ha cambiado o ha “muerto”? Aparentemente, la explosión del consumo de productos audiovisuales por internet. Pero, ¿significa esto que la forma de hacer cine ha cambiado? Cuando Martin Scorsese no pudo encontrar financiamiento de parte de los estudios tradicionales para hacer The Irishman, viéndose en la obligación de recurrir a Netflix, saltaron por todos lados voces diciendo que esa era la prueba definitiva de que todo había cambiado. Me pregunto, conocido el antagonismo que he mencionado más arriba, ¿no era ese el destino obvio para los cineastas de este tipo? Como el propio David Fincher, que desde Mindhunter ya está instalado ahí; ahora definitivamente con Mank. Más relevante aún, ¿que haya sido Netflix y no un estudio tradicional quien financió The Irishman hizo que la producción fuera distinta?, ¿en qué sentido? Este creo es el quid del asunto en la discusión que –por si no lo han notado aún– sostengo dentro y fuera de este espacio con Alberto Platania, uno de nuestros articulistas sobre cine.
Si la manera de hacer cine en Venezuela debe adaptarse a los tiempos que vivimos, es absolutamente imprescindible saber qué características tiene la forma de hacer películas hoy en el mundo. Es ahí donde difiero ligeramente del enfoque de Alberto, porque, de entrada, no queda claro si cuando ponemos la atención en el sistema de streaming estamos pensando en producción o en exhibición y distribución, puesto que, claro, son dos problemas distintos pero interconectados irremediablemente. Es posible que uno de los cambios actuales sea que esa frontera se borra cada vez más, por ejemplo, en casos como el de The Irishman, ya mencionado. A pesar de eso, si vemos dentro del amplio catálogo de Netflix (el caso paradigmático) las producciones propias no son el porcentaje más significativo, aunque venga aumentando aceleradamente. De manera que descartar la necesidad de crear o fortalecer una industria cinematográfica venezolana porque hoy lo que domina es el streaming, parece decir que no se debe crear una industria alimentaria nacional porque hoy lo que se está imponiendo es el delivery. Aunque la relación intrínseca entre producción, distribución y consumo en el cine no sea distinta a cualquier sistema productivo en general, si lo que cambia entre Netflix y los sistemas tradicionales es la exhibición y distribución, nos seguimos estancando en el problema anterior: para que lleguen a exhibirse (de la manera que sea) las películas primero hay que hacerlas, y suponiendo que una gran cadena de transmisión en línea ponga el dinero para producirlas, eso en todo caso lo que cambia es la fuente de financiamiento, pero todos los asuntos inherentes a la producción como la propia capacidad interna para rodar, el talento actoral y técnico, buenos guiones, etc., siguen estando ahí.
Más allá del ejemplo extremo de la comida y el delivery, el asunto fundamental es que, al parecer, la hegemonía de los servicios de streaming no resuelve el problema de origen: ¿cómo hacer cine en Venezuela?, que se conecta con otra, ¿quién puede hacer cine en el país? Porque, a fin de cuentas, para venderle a Netflix una película, primero hay que poder hacerla, o para venderle un proyecto hay que tener la capacidad de escribir el guion, además de contar con toda una red de contactos que facilite el acceso a quienes deben recibirlo y evaluarlo. De ese modo, parece que la transformación del sistema de exhibición y distribución cinematográfica en el mundo por sí solo no soluciona la cuestión de la producción. En el primer artículo que abre este debate, me preocupaba el problema de la nacionalidad de las películas, que tiene que ver con la creciente transnacionalización del financiamiento y la producción. En Venezuela, la crisis general nos conduce a un panorama similar al de algunos países, donde el único cine nacional que se produce es el que hacen quienes viven afuera y pueden acceder con mayores facilidades a la formación, los contactos y el financiamiento internacional.
Históricamente, los distintos esfuerzos para impulsar la producción fílmica nacional, que el propio Alberto menciona, han tenido que ver con la misma cuestión: por un lado, facilitar la posibilidad de que la mayor cantidad de personas que lo deseen puedan hacer su película, y por otro, no depender totalmente de los mecanismos externos sujetos a criterios de mercado. Ninguna de las dos cosas se soluciona con la hegemonía de Netflix, Disney +, Amazon Prime y demás plataformas. Un sistema mínimo necesario para hacer cine requiere de varios elementos, desde formación hasta distribución, pasando por el gran tema de los recursos económicos. En ese sentido, los cambios que están ocurriendo en la industria cinematográfica mundial no descartan la necesidad de crear o fortalecer las condiciones internas que permiten hacer películas, y que además sea un tema de atención por parte de las políticas públicas en esa materia. Flaco favor se les haría a las instituciones si se les libera de su responsabilidad, bajo la excusa de que existen las plataformas y el modelo de exhibición está cambiando.
Estoy de acuerdo con que es necesario crear una industria transmedia, que se adapte a tiempo a los cambios en el mundo y al ritmo que estos tienen. Me parece acertado no perder los esfuerzos reviviendo viejas fórmulas si estas ya no son hoy las que hacen falta para lograr el objetivo que, a fin de cuentas, es hacer películas y que la gente las vea. La cuestión central en ese sentido es preguntarnos, más allá de lo evidente, ¿qué es lo que ha cambiado de fondo a nivel de producción?, ¿qué tan distinto fue el proceso de Ya no estoy aquí al tradicional? Además, las transformaciones de algunas esferas no descartan la aparición de viejas cuestiones, como el monopolio de exhibición en algunas pocas plataformas, la necesidad de que existan espacios independientes, la democratización o no de la capacidad para hacer cine, etc. Hoy en día hay diversas ventajas cualitativas: muchos comentan que es más económico hacer películas, por los recursos técnicos nuevos que trajeron el cine digital y los dispositivos, además es cierto que Netflix ha abierto un universo de cortos y largos para países que nunca habían llegado a tantos espectadores, pero sigue haciendo falta lo que desde hace décadas ya se advierte: historias factibles y quienes las escriban; proyectos que sean capaces de realizarse en condiciones adversas y un circuito de apoyos que los haga posibles.
En todo caso, ¿qué requiere esa industria “transmedia”?, y ¿qué tan distinta es a lo que pensamos cuando decimos “industria cinematográfica nacional”? Solo puede responderse a fondo invitando a participar a quienes hacen cine y a las personas responsables en esta materia a nivel institucional; la opinión de realizadores y realizadoras sobre las dificultades que tienen es necesaria en esta discusión, lo mismo que la visión desde las instituciones culturales dedicadas al cine.
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