«Querido pequeño castor, lo reconozco», así debe empezar el correo que esperas y que no voy a escribirte. En cualquier indicio de culpabilidad gana terreno tu sentencia, y como ya tengo tu atención, ya sabes, paso de objetiva por deformación de oficio y porque si hay algo que nos acercó, fue nuestra imposibilidad de temerle a lo relativo, al todo o nada de las contradicciones que empapelaron las paredes de paranoicos desencuentros.
Pero intentaré la sensatez, aunque sé que la usarás en mi contra cuando salgas de esta, porque como sabemos, no hay un búnker lo suficientemente seguro y, sobre todo, porque no he conocido; ¡Bueno! Paul lo aprendió, es quizás la única persona que conozco que lo haya entendido: «Cuidar es desear de otro modo».
Mi principal cuestionamiento parte de la necedad de mantener un ambiente controlado, al margen del error o del contagio, que viene a ser lo mismo, donde tengo que evaluar cada movimiento y someterlo al examen dentro de mi «paraíso desinfectado del sentido común», la casa, el entendimiento, al que solo se accede extremando el protocolo y abrazando la asepsia mecánica, rango y patrón de mi sentir y mis afectos. Es cierto que la circunstancia nos llevó a un punto de inflexión, hace dos años aproximadamente, que te confinó a un lado de la cama en una distancia equinoccial donde el deseo de cogernos, de saciar nuestro animal sexual se había extinguido. Entiendo, también, que mi incapacidad para experimentar cualquier otra excitación que no sea la de mojarme en hipoclorito, te haya entumecido y que mantengas, bien sea en la mesa o en el sofá que compramos cuando te liquidaron de la revista, la postura de quién está listo para los 100 metros planos.
Me lo has dicho veinte mil veces, casi te escucho de nuevo, «soy el facsímil de aquello que no quiero ser», la negación de andar descalza, la versión mejorada de la bolsa que me asfixia con forma de tapaboca. En resumen, soy la disfuncionalidad amorosa que te hace pensar que configuré nuestras dinámicas a un modelo biopolítico peor que Guantánamo. Pero, también, pequeña mosca, soy otras cosas que tú y los imbéciles como tú no han podido valorar. La víctima y el carnicero del señor Bauman; recuerdo, cuando colapsó su tubería y se inundó su apartamento. ¡Pobre!
Como apologista de la orfandad me hubiese gustado crecer lejos del árbol espinoso que representan mis progenitores, las raíces que levantaron las aceras por donde caminan los miedos y los estadios emocionales que me urbanizaron, donde crecí como Diuk, con la cabeza dentro de una casa de perro.
¡Eres tan inútil! –mi mamá tenía razón– la pregunta es, si eres así desde que naciste o desde que yo estoy contigo.
Ahora que dependes del oxígeno que te envío, que estás aislado (es una lástima, me habría gustado decírtelo de frente), espero encuentres el aire suficiente para regresar y me digas en la cara que soy «obsesiva y compulsiva con trastorno de personalidad límite».
Zimona tuya… Nunca
PD:
Ayer busqué los golfeados que te gustan, entré y salí rápido, cuando me los comía, no me di cuenta y me chupé los dedos. ¡Qué asco! ¡Qué ganas de vomitar!