Las películas de Nicholas Ray eran el diván del psiquiatra de un Estados Unidos atravesado por todas las contradicciones de la posguerra. Ya había diseccionado las patologías sociales –muy especialmente las de las masculinidades desplazadas por los nuevos tiempos– en las correosas In a Lonely Place y On Dangerous Ground y en la imprescindible Johnny Guitar. Para que no quedaran dudas de sus intenciones analíticas, tomó prestada la expresión Rebelde sin causa de un manual de psicología de la época, aunque ya el título quedaría para siempre ligado a la película.


El espejo deformante de la nostalgia recrea la década de los cincuenta como un tiempo feliz donde el American Way of Life se hizo realidad. American Graffiti, Peggy Sue se casó, Grease o Back to the Future retratan un mundo de romances adolescentes, bailes en el High School y paseos en automóviles descapotables al ritmo del incipiente rock and roll. Sin embargo, las cintas despachadas en la propia época muestran una realidad bien diferente. Filmes como The Wild One, The Blackboard Jungle o la misma Rebelde sin causa reflejan un desgarrador conflicto generacional en el que los jóvenes se refugian en pandillas delictivas, alcohol y drogas, y el rock and roll es considerado por los adultos como la música lasciva del diablo.


Nicholas Ray trató de descifrar por qué la generación con mayor nivel de bienestar de la historia de Estados Unidos rechazaba de forma tan visceral el orden que le proponían sus padres. El tópico señalaba un exceso de mimo. Lo sigue señalando: los baby boomers de la actualidad creen que los millennials lo han tenido todo regalado y, a su vez, estos consideran que la Generación Z es una generación de cristal que se rompe a la mínima frustración. Nada nuevo bajo el sol: ya Sócrates avisaba a los atenienses del futuro que les aguardaba con la débil juventud que se avecinaba.


Pero a Nicholas Ray no le valían las respuestas simples. Su cámara bucea por debajo del acomodaticio “te lo hemos comprado todo” con el que uno de los padres en la película se victimiza ante el comportamiento de su hijo. Al levantar las alfombras, aparece un entramado de conflictos no resueltos y culpabilidades compartidas. En puridad, los chicos no son ni rebeldes ni delincuentes, aunque actúen como tales. Son almas desplazadas, inadaptados que sienten que no encajan en ningún sitio y deambulan buscando algo tan inherente al ser humano como amar y ser amado en un lugar que puedan considerar como un hogar. Son los misfits, outsiders con un punto nerd buscando un sentido a la vida, aunque fuera con suicidas competiciones de automóviles al borde de los acantilados. Cuando se les pregunta por qué arriesgarse en esas peligrosas carreras, la respuesta no puede ser más nihilista: “Algo tendremos que hacer”. Existencialismo en estado puro.
Ya desde la elección del Cinemascope se advertía que Rebelde sin causa no iba a ser una película normal. El formato, recién inventado apenas dos años antes, convertía la pantalla en un telón anchísimo, más propio para grandes relatos históricos o bélicos, con enormes cantidades de figurantes y vastos paisajes, que para dramas intimistas. La primera secuencia demuestra el visionario uso de la amplia panorámica. Con la cámara a ras de suelo, aparece un James Dean borracho, en contrapicado, que terminará por acostarse en la acera, ocupando longitudinalmente todo el fotograma. El efecto fue abrumador. Sigue siéndolo, a pesar de todo lo que ha evolucionado el cine.


Otras escenas demuestran el ingenio visual de Nicholas Ray y su cinematógrafo, Ernest Haller (Lo que el viento se llevó, Jezebel, El halcón maltés, What Ever Happened to Baby Jane?) con el nuevo formato. En la comisaría coinciden los tres personajes principales. Apenas interactúan entre ellos, no se conocen y han sido detenidos por diferentes motivos, pero ya aparecen a la vez en pantalla, aunque en distintas estancias, alertando al público que está en presencia del trío protagonista. Merece la pena detenerse en las secuencias de grupo para observar la milimétrica puesta en escena, con una perfecta colocación de todos los personajes. Y la carrera de coches, con Natalie Wood dando el banderazo de salida, ha sido recreada decenas de veces en películas posteriores.


El gran icono de la película es James Dean, quien pasaría a la posteridad como el símbolo de la rebeldía juvenil. No obstante, conviene recordar que en su momento muchos críticos le despacharon como una copia exagerada de Marlon Brando. Es difícil juzgar a un intérprete por tan solo tres películas, máxime cuando su prematura muerte sepultó al actor para dar paso al mito. Pero incluso vista con los ojos de hoy, su interpretación, oscilando entre el desconcierto y la ira, desprende dolor, lástima y verdad.


En su tramo final, Rebelde… bascula hacia el adolescente abandonado por sus padres al que da vida Sal Mineo. Mucho se ha hablado sobre la atracción homosexual que siente hacia el personaje de James Dean, una leyenda alimentada por las declaraciones del propio Mineo. Sin embargo, lo que anda buscando en realidad es amor, con independencia de la forma que tome, ya sea como pulsión erótica, como el hermano mayor que nunca tuvo o como hijo del matrimonio imaginario formado por Dean y Natalie Wood. Su figura achatada y desvalida es la viva imagen del abatimiento de toda una generación.


Sal Mineo y Natalie Wood fueron nominados al Oscar a actor y actriz de reparto. Tan solo tenían dieciséis años. No siempre se elige a adolescentes para interpretar a adolescentes. En esta ocasión, su elección fue todo un acierto y, tal vez, también una maldición. La desgracia se cernió sobre el trío rebelde. Al ya citado fallecimiento de James Dean en un accidente de tráfico se sumó el asesinato a puñaladas, unos años después, de Sal Mineo y el ahogamiento de Natalie Wood en el Pacífico en extrañas circunstancias. Era un final predecible a partir de sus personajes en Rebelde sin causa, pero lo que de ningún modo era predecible es que ficción y realidad, cine y vida, se entremezclaran de tal forma.

