Al filo de mis cincuenta y seis años regreso a clases. Según como se mire puede parecer un mal chiste porque la verdad es que yo siempre he odiado estudiar. Solo con entrar en un aula caigo en un estado de modorra tenaz y prolongado del cual solo emerjo cuando me encuentro de nuevo al aire libre con la brisa en la cara y el sol sobre el cogote.
Pero la vida no deja de ser una puta escuela que nos somete a pruebas constantemente. Y a mí me tenía preparada esta sorpresita a una edad en la que uno ya empieza, más bien, a soñar con la jubilación.
Actividades auxiliares de almacén. Ese es el curso en el que me he metido como quien se mete en camisa de once varas. Tampoco es que tuviera alternativa. Ciertas circunstancias que no vienen al caso explicar en esta crónica me obligan a tomarlo. Como obligado asistí durante unos quince años a esos campos de concentración llamados colegios, en los que entré con la voluntad de una ameba en esas salas de tortura llamadas aulas. Recuerdo a mi maestra de segundo grado, por ejemplo, la maestra Loló, quien el primer día de clases, recién conociéndonos, nos escupió como si tal cosa la historia de un familiar que fue fulminado por un rayo que le golpeó la entrepierna. Desde entonces, desde hace casi cincuenta años, mis ingles son un receptáculo de dolencias que llevo con estoicismo. También estaba mi maestra de quinto grado, de cuyo nombre no quiero acordarme. Esa sí que era un bicho malo e ignorante. Nos tachaba de mocosos brutos mientras nos contaba con cara de tabla que el Ávila se iba a partir por la mitad y el agua del Mar Caribe iba a arrasar con Caracas y todos nosotros íbamos a morir enchumbados como las esponjas de nuestros fregaderos. En fin, lindos recuerdos que mi nueva etapa educativa me trae a la memoria.
Como el instituto queda cerca de casa y el trayecto es una línea recta perfecta y descendente, me he empeñado en ir con la bicicleta de mi hijo. No tomé en cuenta que el regreso, aunque el trayecto sigue siendo una línea recta perfecta, es en subida. Lo que los ciclistas llaman, con eufemismo malicioso, un “falso plano”. Así que para un tipo que lleva más de veinte años sin montarse en una bicicleta, que ahora pesa ciento veinte kilos y que no hace ningún tipo de ejercicio ni que le paguen, el breve trayecto se convierte en una espantosa pesadilla. Adicionalmente, debo decir que otra cosa que no tomé en cuenta al momento de elegir mi medio de transporte es que el “breve trayecto” es una carretera nacional. Decir que tiene un tránsito fluido es otro eufemismo. Y algo peor que un peatón, es un peatón detrás de un volante. Es como si su estupidez, su mala leche y su egoísmo se multiplicaran por la velocidad a la que avanza y por el tamaño del vehículo que conduce. Y créanme cuando les digo que por esta carretera circula un montón de peatones desquiciados, a bordo de máquinas de metal de más de tres mil kilogramos de peso.
Por cierto, una de las reglas no escritas de los peatones es la de caminar siempre de frente a los carros. Así que, cuando agobiado por el estrés que me producía dar bandazos con la bicicleta en el bordillo de la carretera, adelantado por máquinas infernales a las que no veía venir, sin saber si la próxima vendría conducida por un psicópata cuya mayor satisfacción era arrollar ciclistas, desesperado porque el trayecto de dos kilómetros y medio se me hacía interminable (sobre todo de regreso) y que a pesar de que no dejaba de pedalear, parecía que no avanzaba, decidí aparcar la bicicleta y hacer el trayecto caminando, siguiendo esta regla al pie de la letra. No lo hice porque creyera que me iba a salvar de morir arrollado si veía el vehículo que se me venía encima. Lo hice porque me resulta aterrador no saber de dónde va a venir el golpe que me va a sacar de esta vida. Al menos, cuando vea al camión cisterna cargado de combustible que se me echa encima, en ese breve segundo antes de la explosión y volatilización final, no es descabellado pensar que podría hacer una breve recapitulación, un check in rápido para ponerme en paz con algunos aspectos de mi vida.
En todo caso, al tercer día de estas caminatas de ida y vuelta con la muerte en los talones, literalmente, ya de tarde, de regreso a casa, tengo tan achicharrada la entrepierna que me veo obligado a detenerme en mitad del trayecto. La mitad del trayecto señoras y señores, damas y caballeros, estimado público, es tierra de nadie. Y cuando me refiero a la tierra de nadie, me refiero a ese territorio expuesto a la furia de los elementos y a los desmanes humanos en el que una triste, solitaria, falta de carácter y, sobre todo, inmovilizada figura será fácil blanco de los más atroces abusos.
Ya no puedo moverme. Estoy parado al borde de la carretera con las piernas abiertas para que la cara interna de los muslos no rocen. Los carros pasan raudos, impersonales, indiferentes siguen su camino. Detrás de mí una reja torcida y oxidada, invadida por la maleza y cubierta por una lona blanca que impide ver del otro lado, lado desde el que se desgañitan unos perros que por el tono agudo de sus ladridos deben ser unos cachorritos. Hay una puerta asegurada por una gruesa cadena. De pronto, por una rasgadura en la lona se asoma un ojo de iris negro y esclerótica blanca y espesa como la leche e inyectada de sangre. El ojo se mueve enloquecidamente en su órbita como el ojo de Saurón rastrillando las tierras yermas de Mordor. Entonces se detiene en mí, me escruta de arriba a abajo y desaparece. Casi al mismo tiempo la puerta se abre y salen media docena de negritos muy simpáticos que me rodean, dándome amistosas palmadas en los hombros y en la espalda, me arrastran al otro lado de la reja. Detrás de mí la puerta se cierra y la cadena es asegurada.
Cruzamos lo que a todas luces es una zona de guerra. Los perritos (efectivamente son unos cachorros) han dejado de ladrar y ahora se dedican a olisquear mis zapatos. Mientras avanzamos miro a mi alrededor. Caminamos entre coches desvencijados, camiones con las fauces abiertas y los motores, ennegrecidos por el óxido, empotrados en la tierra apelmazada por el aceite viejo, caravanas errabundas apoyadas sobre los chasis, y contenedores doblados y con las lonas rasgadas, húmedas y arrugadas. Hay colchones por todos lados, sobre el pasto aceitoso, sobre los techos de caravanas y camiones. A veces en bultos de cinco o seis asegurados por cuerdas. Por un segundo dudo si no estaré soñando, si esta no será una de esas pesadillas que últimamente me joden el sueño. Pero no, esto es real. Lo percibo en el olor rancio que despiden los cuerpos que me rodean, en las sonrisas rutilantes de esos rostros simpáticos que encandilan y que parecen querer competir con la luz de las dos de la tarde y, sobre todo, por esas manos que se introducen en los bolsillos de mis pantalones y nerviosamente hurgan en ellos.
Llegamos al linde de un bosquecillo. Lo cruzamos y salimos a un pequeño descampado en el que se asienta una pequeña comunidad de ranchitos maltrechos y coloridos, apretados alrededor de un centro despejado en el que arde una fogata.
Mis nuevos amigos o mis captores (vaya uno a saber), tal vez descendientes de alguna desaparecida tribu del centro de África, son muy amigables. Me traen una caja de madera y me sientan frente a la fogata. De un rancho sale un grupo de mujeres cargadas de cuencos hechos con piel de calabaza que van repartiendo entre los hombres sentados alrededor de la fogata. Con una gran vasija van llenando los cuencos de un líquido turbio de color ocre. Previamente han dejado caer un chorro sobre el suelo de tierra. Mi cuenco está lleno de ese extraño líquido hasta el borde. Me conminan a beber. Dolo, dolo, dolo, corean mientras empujan el cuenco hacia mi boca. Me pregunto, entonces, si no estaré en una dimensión desconocida, si se habrá abierto una hendidura en la realidad por la que he accedido a un territorio nuevo, una tierra habitada por gentes milenarias. Pero la sensación dura apenas un segundo. Lo cierto es que esta gente que ríe y bebe a mi alrededor es sobreviviente. Estas personas relajadas, abiertas y sinvergüenzas viven al margen, viven de los restos que la sociedad desecha. No piden permiso para tomar lo que creen que es suyo. Son orgullosos, pendencieros y alegres. Yo soy su víctima y su amigo. Bebemos toda la noche ese líquido turbio llamado dolo. Se cuentan historias en un idioma desconocido. Yo también cuento mis historias. No nos entendemos. Aquí nadie se entiende y sin embargo estamos hermanados alrededor de esta fogata. Sin entendernos nos entendemos y estrechamos lazos. El dolo va tomando el control de mi cerebro y este se dispersa como arena en el viento. Mis ojos se cierran y me adentro resueltamente en la nada.
Despierto al amanecer. De la fogata solo quedan los rescoldos. Estoy solo. El silencio es hostigado por el ruido de los carros en la carretera, un rugido que aumenta de volumen hasta su cenit y luego se desvanece paulatinamente. Me levanto y me sacudo la tierra de la ropa. Reviso los bolsillos de mis pantalones. Ni rastro de la cartera ni del móvil. Ya me lo esperaba. Echo una mirada a las puertas de lona de los ranchitos. Valoro entrar a buscarlos en alguna de esas miserables casuchas. ¿Pero en cuál? Y si ubicara mis pertenencias, entonces qué. ¿Qué haría? ¿Cómo proceder? Mejor darlas por perdidas. Después de todo la noche fue estupenda, al menos hasta que me desvanecí en la oscuridad. A santo de qué echarla a perder con un enfrentamiento que seguramente resultará violento. Así que camino hacia la puerta lo más dignamente que puedo. Atravieso el bosquecillo, el cementerio de coches blancos, salgo a la carretera y me dirijo de vuelta al instituto para mi siguiente clase.
Me he desviado, lo sé. Pero no es culpa mía. Es la vida que no es un continuum, que es temperamental e imprevisible y que nos conduce a su antojo por donde a ella le dé la gana. Pero por fin los he traído hasta el aula de clases, que para eso es que escribo esta crónica. Recorro con mirada circunspecta a mis compañeros de estudios. Somos una muestra estadística del fracaso del modelo de trabajo español.
Manolo tiene sesenta y siete años. Es retaco y gordinflón. Una pelotita blanca que apenas sabe leer y escribir y con más años de experiencia trabajando en almacenes y manejando carretillas que todos nosotros juntos, incluyendo profesores e instructores. Y, sin embargo, aquí está, obligado por la maquinaria estatal a realizar este curso para poder optar a un trabajo que tal vez no le den nunca.
Pepe es un alfeñique de diecinueve años que aún se hurga la nariz y que no sabe lo que es trabajar. Se mantiene a buen resguardo hacia la mitad del aula, adosado a una pared contra la que apoya la cabeza para echar una dormidita de vez en cuando. Está aquí porque es un lugar tan bueno como cualquier otro para estar. Se aburre y en casa su padre no hace otra cosa que darle la lata para que se busque un trabajo.
Y en el medio estamos el resto de esta triste estadística laboral. Un grupo humano que oscila entre los treinta y cinco y los cincuenta y cinco años, que no vislumbra un futuro venturoso, que de hecho no vislumbra futuro alguno y que considera este curso su última esperanza, una suerte de tabla de salvación que lo mantenga a flote en medio de un océano tempestuoso hasta que encalle en la isla del empleo precario español con sus contratos temporales, sus bajos sueldos y sus horas extras que el empresario no paga nunca ni que le ofrezcan el cielo como destino final. No podemos aspirar a más. El ambiente es de alegría y esperanza.
Mención aparte merece nuestro profesor Ramiro. El primer video que nos mostró se titulaba El primer día de trabajo de Klaus y era un cortometraje surrealista del primer día de trabajo de un carretillero. Duraba cinco minutos. Tardamos dos horas y media en verlo. Y a juzgar por la carpeta abierta que se proyectaba sobre la pared del aula y en la que se podía ver un número indeterminado, pero bastante abultado, de conos anaranjados y blancos, este iba a ser un módulo muy cinematográfico y muy, muy largo.
Ramiro sufre de verborragia crónica. Aunque mejor sería decir que quienes la sufrimos somos nosotros, sus alumnos. Cuando Ramiro se lanza al ruedo, ya no hay quien lo detenga. Todo lo contrario, la mínima pregunta es confrontada con una respuesta enciclopédica, un recorrido bíblico que puede empezar, digamos, con un intento, siempre fallido, de definir el marco normativo de la prevención de riesgos laborales y terminar un par de horas muy einstenianas después, alabando las virtudes energéticas de un desayuno americano. No me pregunten cómo obra el milagro, cómo hilvana, cómo recorre, cómo une estos dos extremos aparentemente irreconciliables. Supongo que la física cuántica podría explicar esta improbabilidad. No es que Ramiro pueda estar en dos sitios al mismo tiempo. Eso sería ya demasiado. No habría clase que lo soportara. Pero sí que puede hablar de dos cosas distintas al mismo tiempo. Eso casi sería una virtud si no fuera porque, en el caso de Ramiro, solo logra ser aburrido dos veces al mismo tiempo, es decir, el doble.
En fin, qué distinta es, sin embargo, esta experiencia a la que sufrí con mis maestros y profesores de primaria y secundaria en los cavernícolas años setenta y ochenta. Por ejemplo Bonatti, profesor de Matemáticas, cuya falta de altura la suplía con una mala leche acromegálica que gustaba de expresarse a todas horas y en cualesquiera circunstancias. Tenía la cara picada de viruela. Eran verdaderos cráteres, agujeros negros por donde se escurría su alma miserable. El enano delgaducho disfrutaba, sobre todo, torturándonos con sus ecuaciones, sus malditas derivadas, sus incomprensibles vectores. Disfrutaba como un psicópata suspendiendo, raspando, mandando a reparación. Este muñeco de ventrílocuo hacía esfuerzos orgásmicos para impedir que aprobáramos la materia. Me han dicho que sigue vivo. Debe tener como cien años. Me encantaría volver a verlo solo para saludarle respetuosamente y escupirle la cara.
O la profesora de Castellano, cuyo nombre no recuerdo. Una arpía delgaducha, esmirriada, agría, inalterable, que fungía de coordinadora de Seccional, a la que no vi sonreír jamás y con la que, sin embargo, tuve mis primeras fantasías masturbatorias.
O Mastodonte, el de Biología, eternamente enfundado en su bata de laboratorio, un paquidermo inofensivo, una vaca que pastaba plácidamente en la vida y que nos obligaba a destripar cucarachas y ranas en un esfuerzo inútil por descifrar el misterio de esa vida que él masticaba lánguidamente.
El colegio, la institución, el sistema, era un verdadero infierno. Si no estabas recibiendo ostias verbales de los profesores durante las horas de clases, deambulabas por la tierra de nadie que estaba más allá de las aulas y que abarcaba un vasto territorio lleno de trampas y peligros de toda clase, intentando esquivar a las hienas que asechaban en cada esquina. No era fácil. Era prácticamente imposible. Era un desperdicio de energía y tiempo inhumano. Habría sido menos cruel morir desangrado lentamente en una sucia camilla en la emergencia de un hospital público, rodeado de cuerpos pestilentes, cuerpos mutilados, mostrando las vísceras, aspirando con mi último aliento el olor a guiso que despide la sangre caliente que brota de una barriga recién abierta en canal.
Dicen que todo pasa, que todo se supera. Dicen que salimos fortalecidos de las dificultades. Pero aquí estoy, cuarenta y cinco años más tarde, a mi parecer no demasiado lejos de aquellos comienzos, esforzándome por aprender algo que, para ser sincero, tampoco quiero aprender (como hace cuarenta y cinco años) y con muy pocas esperanzas de que lo que aprenda me sirva, no ya para seguir adelante (como hace cuarenta y cinco años), sino para no terminar de hundirme definitivamente en el lodazal de lo irremediable.
Y entonces, ya al final de esta extraña crónica, me pregunto si no debería tomar al toro por los cuernos, agarrar mis macundales, a mis hijos y a mi esposa y correr a tocarle la puerta a mis amigos los negritos y pedirles encarecidamente que me abran un huequito en su vida, que me permitan compartir con ellos esa esquina marginal que han desbrozado y en la que parece que han logrado acercarse a algo muy parecido a la felicidad.
Todos tenemos una verdad a la que podemos volver, y a eso le llamamos infancia. La mía fue muy distinta. Amaba la escuela. Su luz, sus gritos en el recreo, la señorita Gador de sexto y más tarde una secundaria con amores secretos entre las paredes de la escuela y fuera de ellas, también. Pero me gustó conocer otros puntos de vista. Saludo!
Gracias por tu lectura Liliana. Saludos.
Carretillero, Quim?
Cómo tu, he vuelto al cole…. Para nada sirvió, más que para engrosar esa parte del currículo al que parece que no llegan los empleadores después de ver mi edad jeje
Pues sí Carlos, vamos a ver qué sale de todo esto. Por los momentos la experiencia me ha servido para escribir este texto, que no es poco. Un abrazo.