Eduardo advirtió públicamente que la próxima vez que preparara caraotas serían dulces. Lo imaginé como un cosmopolita occidental que decide probar sopita de murciélago y no le importa nada.
―Mientras no les pongas mayonesa o mantequilla –replicó Jesús desde Buenos Aires.
―Jesús Rodríguez –intervine telenoveleramente– con mayonesa son deliciosas –en este punto suavicé el tono afectado con una carcajada.
―Es pasable desde el momento en que existen delicatesses como el soufflé de sesos o el risotto de morcilla –respondió Jesús, dándole carrete a mi hilo de buen humor, y continuó–. Para mí son vainas de la lengua. Uno no se imagina la mezcla de ciertos alimentos, porque sus nombres no son compatibles semánticamente.
A manera de despedida me desgajé en corazones virtuales y me aparté de la pantalla. Por supuesto que la comida no entra únicamente por los ojos, la boca o la nariz, me dije, se abre lugar en nuestro imaginario también a través de la palabra.
La diversidad de sustantivos para una misma fruta o vegetal. El festín de locuciones para reconocer cortes de carnes. El modo de identificar animales, especias y condimentos. La gama de gentilicios acompañando ingredientes. La especificidad de cantidades a partir de medidas universales o de la rica inexactitud popular. Los motes de recipientes y utensilios. Los nombres de las distintas formas de cocción. Los extranjerismos que designan licores. La gama de adjetivos como sabores que modifican o gradúan el gusto protagonista. Se trata de un entramado que a menudo logra más impacto y espectacularidad que los propios alimentos.
De modo que Jesús tiene razón, cuesta aceptar ciertas combinaciones incluso en el plano de la enunciación; esto, claro, porque comportan para el hablante-comensal abismos culturales y de clase inscritos en la lengua, y obviamente no me refiero al músculo, sino a aquella de la que está hecho el inconsciente.
En todo caso, no es igual un caldo de lentejas que un minestrone. La creatividad para describir recetas puede ir pareja o volar más alto que el acto culinario en sí, grandes obras literarias lo refrendan.
Pero, como en todo, hay que cuidar cierto equilibrio. Es terrible atender la promesa de poemas exquisitos y terminar lamiendo desagradables estafas.
Dios, ¡qué vaina tan buena! ya decía yo que por algo me resultaba imposible comer un especie de frijol llamado «quinchoncho» o, lo más terrible, un hervido con una hemorragia de oes como es el «mondongo», gracias por enfrentarme a mi esnobismo lingüístico-culinario de una forma tan brillante.
P.S. También aplica para la chinchurria, pero es que, definitivamente ese sonido palatal, africado, sordo no es nada chic ?????
Jajajajajajajaja, eres genial, Laura querida. Admito que tampoco me gusta la chinchurria. Jeje.
Pasa en la vida, pasa cuando nos pasamos por el forro la academia. Por ejemplo algo muy singular aqui en Argentina comen «matambre» y en cierta ocasion alguien que desconocia esta delicia corrigió mi empacho, se escribe «matahambre» jajaja. Algo singular, los pueblo tienen sus propias reglas sintáxicas. Beso Yanu como siempre eres genial!.
Lennis C.
Mi bella Lennis! Gracias por leer y comentar. Te abrazo cariñosa y feliz de saberte <3