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Más allá de lo anecdótico, entre canción y canción, RTR me lleva a plantearme cuestiones personales, a pensar en ciertas decisiones vitales; o, más bien, a preguntarme si esas decisiones fueron realmente lo que parecen ser o tal vez otra cosa, dentro de un juego al cual estoy sujeto, como la máscara al rostro que la habita… Hacia el principio, Bob Dylan da la clave de lo que nos espera: “La vida no trata de encontrarse a uno mismo ni de encontrar nada. Trata de crearse a sí mismo y de crear cosas”. No hay un verdadero yo que deba confesarse o sincerarse, ni cabe aquí apelar al clásico “llega a ser lo que eres”; pues no eres nada más que una materia prima –un amasijo de nervios, de huesos y de piel, de imágenes, recuerdos, sucesos, pensamientos…– que puedes moldear, dentro de ciertos límites. En otro momento Dylan dice: sólo quien lleva una máscara dice la verdad… Quien no la lleva siempre miente, en especial cuando pretende ser sincero. Esto justifica la ficción. Justifica el pintarse las caras en la gira, el disfrazarse… y, a la postre, el propio hecho de actuar. Pero también el método escogido por él y por Scorsese: recurrir a la ficción (algunos dirán que a la mentira) para aproximarse a una realidad vivida, de la cual no queda nada salvo recuerdos, imágenes, fragmentos… En palabras de Dylan: cenizas. Pero, como dice el viejo alquimista: no desprecies las cenizas pues son la diadema de tú corazón. Aunque para llegar a las cenizas ha sido necesario antes entrar en el horno y abrasarse.
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En el centro de la película se sitúa la relación entre Allen Ginsberg y Bob Dylan: “Ir a ver a Ginsberg era como ir al oráculo de Delfos…” Pues este ha logrado aquello que solo está al alcance de los grandes poetas: llegar a la conciencia pública. Dylan sabe que, hoy en día, las únicas frases que se recuerdan son las de las canciones: la mayoría de ellas basura comercial que mete ideas estúpidas en la cabeza de la gente. Pero él se ha colado en este estercolero que es la sociedad del espectáculo (lo cual incluye la política) y ha logrado que algunas de sus frases sean recordadas. Se siente heredero de Kerouac, cuya tumba visita con Ginsberg durante la gira, rindiéndole homenaje.
La conclusión la ofrece Ginsberg, en una imagen del final de la gira, dirigiéndose a los espectadores: “vosotros, que lo habéis visto todo o destellos, fragmentos, tomadnos de ejemplo: intentad reuniros, cambiad de actitud, encontrad vuestra comunidad, prestad atención a la redención de vuestra propia conciencia, prestad más atención a vuestros amigos, a vuestro trabajo, a vuestra meditación, a vuestro arte, a vuestra belleza; salid y hacedlo por vuestra propia eternidad…” Scorsese intercala este mensaje en medio de la interpretación de Knockin’ on Heaven’s Door, justo después de una secuencia en la cual un risueño Rubin Carter se pregunta por lo que Dylan va buscando… y el propio Dylan, en una imagen actual, le contesta: “Bueno, Huracán, estoy buscando el Santo Grial”. Pues Dylan no canta ni compone: lo que hace es llamar a las puertas del cielo.
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Se trata pues de una invitación a la aventura de crearse uno mismo, de lanzarse al ruedo y de ponerse en juego. ¿Qué decir de las canciones? Las letras, las melodías, las interpretaciones… todo refuerza ese mensaje: deja aflorar tú talento y vívelo. Y, una vez liberado, llevalo al paroxismo, sin miedo a hacerte un completo extraño entre tus semejantes, incluso de un modo (aparentemente) artificial, haciendo de ti mismo un recipiente y un canal de esa potencia creadora que emana de las profundidades y conecta a los unos con los otros… Lo cual nos revela que la comunión entre el público y los cantantes fue la razón de ser de esta enigmática gira. Entonces, lo que se nos muestra es el poder del arte y al artista, ya sea como médium o como farsante. Si Bob Dylan se ha convertido en un icono es acaso por la conciencia y por la pasión con la que se ha entregado a esta tarea, que va mucho más allá de componer bellas canciones.