La Plaza El Venezolano tiene una chorrera de años, más de 400 dicen por ahí, es un lugar donde la gente de Caracas pasa el rato, se sientan para descansar, pensar y esperar quién sabe qué. En ella abundan los rostros arrugados con cabellos grises y blancos, resultados del paso del tiempo, los viejos siempre merodean ese lugar, se sientan en los banquitos, acompañados de sus lecturas. En sus manos no ves teléfonos sino libros y periódicos, que aún resisten como ellos.
Esos mismos hombres y mujeres de muchos años se están encargando de pulir el piso de esa plaza, lo hacen bailando salsa de viernes a domingo, de tres de la tarde a ocho de la noche. Le están sacando brillo a ese suelo lleno de historia donde los religiosos caminaban cuando ese mismo lugar era el Convento de San Jacinto y los jóvenes de esa antigua Caracas escuchaban clases de gramática, latín y oratoria; donde, luego del terremoto de 1812, el hombre que libertó cinco naciones latinoamericanas gritó: “Si se opone la naturaleza lucharemos contra ella y la haremos que nos obedezca”
Hoy, en ese mismo pedazo de tierra ahora cementada, que ha resistido tanto, se reúnen viejos amantes de ese género musical, que funciona perfectamente como sinónimo de latino, la salsa, para bailar hasta sudar todas las penas y preocupaciones, en medio de una Venezuela en crisis que no le da tregua ni descanso a nadie.
Hace más de 12 años a Christian se le ocurrió esa de poner música a todo volumen en una plaza, es un hombre sencillo, muy joven, si se le compara con los bailarines de tercera edad que asisten a esa esquina salsera, la humildad se le desborda por los ojos que tienen una mirada alegre, a él nadie le paga por eso. Cuando le pregunté por qué lo hacía, me dijo con una cálida sonrisa que lo hace porque sí, porque se deleita con la salsa, porque disfruta ver a la gente bailar, porque le gusta ver a los viejos gozar y pensé que no debería ser tan difícil creer que a alguien le guste compartir eso que le da tanta alegría.
Con dos viejas cornetas, un reproductor DVD y una pila de CDs quemados, con temas para complacer a todos los gustos, comienza la misa de la salsa desde los viernes a las 3:00 p. m., hasta los domingos cuando cae la tarde en la Plaza El Venezolano. A este altar se le suman los músicos de paso, quienes llegan a tocar sus claves, maracas y cencerros, para comenzar esa fiesta tan esperada por los mayores, quienes comienzan a bailar, graneaditos, formando una, dos y tres parejas de bailarines que son suficientes para hipnotizar a quien pase por ahí.
Caballeros adornados con guantes de terciopelo, lentes de sol, sombreros de esos ya no tan comunes, boinas, gorras, guayaberas, camisas y franelas de llamativos estampados, ostentosas chaquetas, pantalones de rayas perfectamente planchados, jeans desgastados, zapatos brillantes de patente con hebillas relucientes, botas opacas y calzados deportivos evidentemente consumidos, le tienden la mano a mujeres para invitarlas a mover sus cuerpos, juntos, en sincronía, al ritmo de la salsa dura inunda al aire.
La esquina de la plaza se ha transformado en un ecosistema caribe de pieles brillantes y ropa mojada por el sudor; manos que toman otras manos o se posan en caderas y cuellos; pies que coordinan perfectamente cada paso y otras extremidades torpes que, sin seguir correctamente el ritmo de la música, resuenan y pulen el piso. Ya se llenó la pista improvisada de baile y los cuerpos frecuentemente chocan con otros. Los rostros están contentos, genuinas sonrisas y ojos chinos, como dice la canción de El Gran Combo, pero hay quienes los cierran por completo; no ven para sentir la música en las entrañas.
Alrededor hay una multitud que observa ese espectáculo de sencillez gratuita, miran curiosos. Se agrupan y contemplan el paisaje de bailarines que se mezclan con vendedores de «caaaaaafé café», chupetas, cigarros detallados y sopa de cangrejo, a veces también brillan alguna botellas de caña que disminuyen su contenido de tapita en tapita, regalando guamazos entre los presentes.
Así, anochece, se encienden las luces del casco histórico de la ciudad y la gente sigue bailando, hasta que poco a poco se retiran los feligreses, ya cansados, agotados por la jornada de baile bajan el volumen de la música. Christian recoge con cuidado su par de cornetas viejas, ya una se le dañó y tuvo que pedir, con mucha pena, una colaboración a los que frecuentan esa esquina salsera, para seguirles ofreciendo un buen sonido, así hizo una vaca y reparó el aparato. En más de 12 años no ha recibido ayuda de ningún ente gubernamental o cultural, le gustaría tener una tableta para poder ampliar el repertorio musical. Sin embargo, él se sigue bandeando con lo que hay, y como sea se baila de viernes a domingo en la Plaza El Venezolano.
¡Demos gracias a Christian!, podéis ir en paz, amén.