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Simón se estrenó el 7 de septiembre en un contexto claramente polarizante, marcado por la preocupación, fundada o no, de que pudiera ser censurada. A partir de ahí se ha convertido en sus semanas de exhibición en la película venezolana más vista en cines este año, después de La chica del alquiler, pero esa cifra no debe llegar aún a los 50.000 espectadores, 15% de los que vieron Barbie. La película es hija de la polarización, y como tal su recepción se ha movido pendularmente entre el elogio con pocos atisbos de crítica y el rechazo absoluto.
¿Qué cuenta Simón? La historia de un dirigente estudiantil que migra a Miami luego de ser encarcelado y torturado. Una vez en Florida se debate entre solicitar el asilo o volver al país para incorporarse a las protestas. No hay que darle muchas vueltas para ver claramente el carácter político de la trama y el enfoque polarizado, que se profundiza en la representación del conflicto.
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De entrada, hay que reconocer la alta factura en la producción, encabezada por Marcel Rasquín (director de la multipremiada Hermano). La dirección y el guion a cargo de Diego Vicentini, basado en un cortometraje homónimo que presentó como trabajo final de su maestría en Cine por la New York Film Academy, demuestran una gran maestría, un cuidado de la imagen bien llevado y un trabajo con los actores correctamente realizado. La actuación de Christian McGaffney cumple plenamente con lo que demanda el personaje en el rango dramático exigido. Uno de los aspectos formales más destacados es el montaje, a cargo también de Vicentini, especialmente en la escena que transcurre en la prisión y durante la agresión. Eso sí, es una película con importantes recursos técnicos y económicos a su disposición, realizada en Estados Unidos. Es una producción desde la diáspora.
En la aproximación a la cuestión más aguda de la trama, Simón no atiende directamente la represión durante las protestas/guarimbas, ni las de 2014 que es el contexto específico en el que transcurre, ni las de 2017. Es decir, pese a que ese es el contexto general, no se enfoca en las acciones de calle, la violencia de esos años y la respuesta de la Guardia Nacional o la policía. Sí retrata la tortura en la cárcel, que sufre Simón tras ser detenido producto de una delación.
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A quien le molesta que se retrate esa situación en la prisión hay que decirle que la realidad es mucho peor que la ficción. Basta leer los testimonios sobre lo que ha ocurrido en las prisiones, el abuso sexual, la exposición a diversos tipos de vejámenes al que fueron sometidos diversos jóvenes detenidos esos años para ver la dimensión del asunto. El retrato de la tortura es suficientemente verosímil, no recurre a la imaginación o a otras situaciones como las técnicas que se emplean en Guantánamo o en Abu Ghraib. Sí se inclina por la representación simbólica que cruza a la frontera de lo inverosímil cuando recurre a cosas como poner la bandera de Cuba al lado de la venezolana dentro de la prisión, a lo mejor un guiño a la comunidad cubana de la Florida.
Sin duda que la historia que cuenta Simón emana de un polo político. Es la experiencia de un joven estudiante opositor, que representa el heroísmo y la bondad frente a los militares y policías torturadores de la dictadura. Sin embargo, de nuevo la verosimilitud, que es lo fundamental para que la historia funcione a nivel fílmico. Lo que se retrata se siente verosímil. Ves lo que va ocurriendo y coincides en que pudiera ser la historia de uno o varios estudiantes durante esa época. Pero no representa a todos los venezolanos.
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En Simón el adversario/enemigo no tiene matices, no aparece el chavismo de base, no aparecen las víctimas de las protestas que perdieron la vida producto de las acciones violentas, las barricadas, las guayas, el lanzamiento de objetos contundentes, el uso de armas de fuego, como no aparecen esos contrastes en casi ninguna película de denuncia. Vicentini podría haber decidido contar una historia con más matices, pero sería otra trama distinta a esta. De querer incluir más contrastes y profundidad podría haber representado a Joaquín (el delator) como un chavista convencido que luego se arrepiente, por ejemplo. En esta película el punto focal es Simón, es una historia íntima, sobre la violencia política, el estrés postraumático, las dudas internas que produce el exilio; habrá mucha gente que se sienta identificada con el personaje, como otra que no.
Lo anterior no es necesariamente un problema para el funcionamiento de la película, que bien se sostiene por sí misma, como lo hace Oppenheimer sin retratar el drama de los japoneses. Más relevante es que la película blanquea a quienes protestan, como si fueran solo estudiantes. Al hacerlo vuelve a invisibilizar a los cientos de jóvenes pobres que estuvieron en ellas, que no solo no se pueden ir a Miami en avión sino que además fueron abandonados y olvidados años en las cárceles. Muchos de los que protestaron en 2014 y 2017, por las razones que fuera, eran muchachos pobres, que si después se fueron del país lo hicieron a pie. Fueron ellos quienes pagaron la peor parte de las consecuencias de las convocatorias a manifestaciones de calle para presionar la salida del Gobierno. Esa invisibilización denota el dejo clasista que atraviesa el relato político y la hipocresía. Seguro que alguno de los denostados muchachos que están ahora en Nueva York también protestó esos años. Su historia no la va a contar nadie.
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La película ha sido recibida con un absoluto consenso elogioso por parte de quienes se identifican políticamente con ella. Es como si la crítica de cine y la recepción en redes se asumiera de manera militante. La película no tiene costuras, es perfecta, al parecer. En ese sentido, sorprende que en ese consenso nadie piense que la película abre una interpretación según la que puede verse como un ejercicio catártico del migrante venezolano en Miami que se libera de la culpa por no estar acá. ¿El drama de Simón es el drama de todos o el de quien representa, concretamente, un muchacho con visa americana, que estudia en la universidad y puede pagarse un pasaje directo a Miami? En ese sentido la película tampoco llega a ser la catarsis de toda la oposición y pareciera más bien, hasta por la similitud física entre el actor y Vicentini, que es un retrato íntimo sobre las emociones personales del director. ¿Todos opositores de acá se compran ese mea culpa?
En sintonía con lo anterior, ¿entre tanto elogio a nadie le hace ruido el tono desolador y derrotista de la película? El filme se estrena en un contexto en el que la precandidata opositora con más apoyo en las encuestas llama a ir «hasta el final», despertando nuevos discursos que apuestan a las presiones de calle. Sorprende entonces la aceptación acrítica del mensaje de «Simón». De la sala de cine no se sale con ganas de ir «hasta el final». La película recuerda mucho al discurso del exilio cubano en Miami, que narra con crudeza el «horror» del castrismo, pero con una reiterada sensación de que no hay solución ni hay cómo enfrentar la situación política de la isla, siempre entre la nostalgia y el derrotismo. A lo mejor es aquello que señaló en un texto la joven cineasta Pamela Martínez cuando destacó el «nacionalismo mayamero» de Simón.
En definitiva, Simón es una película que trasmite de modo eficiente su mensaje, logra el impacto emocional que busca y lo hace a través de un uso meticuloso de los recursos cinematográficos. Diego Vicentini demuestra claramente que sabe hacer cine. No llega a feliz puerto en su pretensión de abarcar la experiencia de «los venezolanos» sin más. Vicentini y Rasquín han hablado de que la película quiere lograr la reconciliación entre los venezolanos, aunque parece que lo que logra es la reconciliación de Simón consigo mismo. La reconciliación demanda un esfuerzo más fino, con mayor profundidad, menos maniqueo.
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