En Buenos Aires, nadie que viaje en solitario se instala al lado del chofer. Quizás sí; tal vez un conocido o pariente del taxista que, por añadidura, dé por hecho que el rango de copiloto le pertenece. No obstante, este caso de excepcional proximidad raras veces es visto. Incluso podría decirse que el taxista que lleva a alguien a su lado es señal de que el vehículo se encuentra fuera de servicio, de que simplemente se desplaza sin encargo, con la pantalla del taxímetro inactiva.
En Maracaibo, ciudad donde el taxímetro es tarifa verbal, sucede exactamente lo contrario. La tensión no se concentra en el costado, sino en las espaldas del taxista. Por eso en la ciudad de los grandes petrobuques, al pasajero que elige sentarse en el asiento de atrás (por descuido o por intenciones más que claras), de inmediato le es solicitado cambiarse. Y, mientras lo hace, mientras baja y se toma el tiempo de abrir la puerta delantera, el taxista en cuestión aprovecha para inspeccionar a través de los vidrios polarizados, casi ennegrecidos, al ser que ha cometido la imprudencia. Sin desprender los dedos del volante, comprime la mirada como un miope, como si en sus glóbulos oculares llevara instalado un escáner que transparentara bolsillos, carteras, sonrisas, intenciones… y entonces sí, puede que de momento el taxista se relaje, salude con la sequedad de siempre y aumente el nivel de aire acondicionado, señal de que este ha dado su voto de confianza que una mano inquieta puede quebrar sin remedio, aun cuando esa mano lo que busque sea comprobar unas llaves, la billetera o el teléfono celular.
Puede ocurrir que quien elija sentarse atrás se resista a cambiarse. Les sucede todo el tiempo a los extranjeros, que por llevar incorporado el otro hábito (el de Buenos Aires, por ejemplo), se reservan el derecho tácito de mantener cierta distancia con la humanidad y mañas del chofer. Tácito nada más que para ellos, los extranjeros, claro está. ¿Por qué debe importarle a un taxista en Maracaibo saber cómo se viaja en Nueva York, Nueva Delhi o la misma Buenos Aires? Lo cierto es que el equívoco se da con más frecuencia que la que uno se imagina. En ciertos casos puntuales, se deja pasar o simplemente se “respeta” la elección, aunque esto dependerá exclusivamente del tipo de viajante.
Una excepción indiscutible puede ser la de alguien con un bebé en brazos, la de alguien rozando una trémula ancianidad (acompañado de algún pariente o de alguien contratado), o la de alguien que, aun no requiriendo de cuidados preventivos, ruega (a su modo) viajar sentado atrás, valiéndose del extraño argumento de que, porque escribe, necesita ser llevado sin ser interrumpido, oteándolo todo a una distancia equidistante a sus no menos extraños pensamientos, mientras mantiene una estrecha comunicación con los caminos, y las imágenes que se cuelan en el espejo retrovisor… Ruega, pero es posible que este argumento en Maracaibo no cuente. Si bien lo he incluido en la categoría de excepciones indiscutibles, la realidad es que sus taxistas no solo necesitan de una justificación dramática e inexorable, sino ante todo visible. ¿Qué rasgos caracterizan a los que escriben? Y si hubiese al menos uno, ¿debería eso conferirles el mismo grado de atención que suele dársele a ancianos o bebés?
Pero es así. Si en Maracaibo el viajante avisa (prefiero “viajante” a “pasajero”) que lleva consigo palos de golf, debe probar materialmente que lleva palos de golf. No importa la calidad ni la marca de los mismos; si son maderas, hierros, putter o híbridos, lo importante es que el taxista pueda palpar, como el dedo de Santo Tomás en la llaga, su existencia concreta. De modo que no son convenientes los juegos metafóricos. Si a un viajante con las manos vacías, digamos, cuya única carga visible fueran unos vulgares lentes de sol, se le ocurriese mencionar que lleva palos de golf y que, en efecto, no los lleva, además incurriendo en la falta de sentarse a espaldas del taxista, todo inducirá a creer que algo está por cocinarse. Algo cuyo espectro es amplísimo, difícil de predecir para cualquiera al volante. Y que va de la posibilidad de un atraco de impredecibles consecuencias, a esos diálogos en los que suelen asomar complicidades, como los de Noche en la Tierra, la película de Jarmusch.
Los taxistas de Buenos Aires directamente pliegan el asiento del copiloto hacia adelante; lo “agachan”, como si se tratara de alguien a quien quisieran ocultar. Aun cuando son cuatro los que deban viajar (tres en el asiento de atrás, uno en el de adelante, lo permitido por norma), para el taxista en cuestión, habilitar el dichoso asiento representa un incordio. A veces ni vuelve del todo a su posición ortogonal, y a quien le toca viajar adelante lo padece; teme clavarse en la sien la arista del taxímetro, en un cambio brusco de velocidad o un frenazo.
Evidentemente, el de adelante no es un asiento prioritario, pero sí indispensable si se le requiere; en Maracaibo es a la inversa. Y esta diferencia plantea formas distintas de relación entre el taxista y el viajante; por ir los dos adelante, en Maracaibo la relación es de mayor intimidad, y la perspectiva que se tiene del chofer es una sola, la que brinda su perfil derecho. En cambio, en Buenos Aires, la presencia del taxista es fragmentaria; uno puede ver dos perspectivas a la vez: la de su nuca que vemos desde atrás, y la de sus ojos en el espejo retrovisor. Cuando un taxista nos habla en Maracaibo, lo hace con casi todo su cuerpo; en Buenos Aires, la voz de un taxista es el reflejo de una mirada intermitente, la de alguien que se asoma e interactúa sin girarse, para algunos “el habla típica” porteña.
Y ahora que recuerdo, sin girarse, una vez un taxista me preguntó que cómo era vivir en mi país, que según él quedaba en Centroamérica. Enseguida pensé que el error de ubicación se trataba de un juego, de uno metafórico, precisamente como el que hay que evitar en Maracaibo, porque estaría anticipando un suceso. El juego además venía del taxista y no de mí, el viajante; es decir que se daba otra inversión, enrareciendo aún más el panorama… No quise entrar en discusiones inútiles, y le dije que “más o menos, como en todos lados”. Con la mirada fruncida en el retrovisor, él irrumpió nuevamente: “Y, decime, ¿en tu país hay carreteras?”. A esa altura, cualquiera habría tomado aquella frase como una ofensa o una clásica actitud de superioridad capitalina. No obstante, fuera ignorancia o desdén, sus enigmáticas preguntas (porque hubo más preguntas) me parecieron al menos superadoras, en comparación con las tediosas y habituales afirmaciones que oí más de una vez de la versión suramericana (el país de las telenovelas, el país del comandante Chávez…). Afirmaciones que con los años se van volviendo ridículamente caricaturescas, como si nada se gastara en la realidad y en uno mismo; como si nada evolucionara; como si tampoco se advirtiera que, tarde o temprano, el mundo acabará fusionándose del todo, si no es que lo está ya.
Aunque fuese sobre una base errónea, aquel taxista privilegió la curiosidad. O tal vez el suyo era otro juego, no el de la metáfora sino el de la abierta alteridad, en el sentido más rimbaudiano del término. ¿Lo hacía porque estaba aburrido, harto de las voces en la radio y su cabeza? Tal vez de tanto ver las carreteras de Buenos Aires, él añorara un lugar en donde no las pudiera ver. O donde ya directamente no las hubiera, o las hubiera distintas. ¿No pierde eventualmente un taxista su relación con el rodaje y la aceleración, con la gravedad y la inercia? ¿No va perdiendo de vista en el transcurso de las horas lo evidente, es decir, el camino que él elige o le eligen recorrer? ¿No es posible que hasta la misma geografía se le desordene?
Para aquel taxista yo era un venezolano de Centroamérica que galopaba por los largos caminos de su ciudad de tierra. Incluso le revelé el nombre de mi caballo: “Kafka”. Y a él le pareció muy bonito.
De S, M, L (LP5 Editora, 2020)