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Han pasado 10 años desde la primera vez que leí la poesía de Antonio Robles. Al igual, casi 10 años de haber escrito algunas palabras sobre su trabajo. Un niño de esa edad ya puede valerse por sí solo; en una década se forman gustos, se transforma un paisaje. Se derrumba el mundo conocido ante nuestros ojos. En una década puede volverse sobre lo vivido, lo escrito y lo leído para encontrarse con una nueva experiencia. El pasado se vuelve inédito, el tesoro se hace invaluable.
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El 10 en la cábala es el Árbol de Sefirot, el árbol de la vida que contiene las emanaciones de Dios o la expresión de todo lo creado por la divinidad. Al mismo tiempo el 10 en el tarot es la rueda de la fortuna, el momento en que un ciclo se convierte en otro pero no de un ciclo total, sino más bien de un aspecto de cierta totalidad o experiencia vital. La rueda no avanza del todo porque está truncada en sus rayos por animales, por tótems, por tricksters rebosantes de materia alquímica. Solo el ojo divino en la parte más alta, un mono dueño del signo, pone de nuevo la madeja en movimiento. Como si el credo o la confesión divina fuese la única manera de crear y recrear al mundo y así poner en movimiento al diábolo de la palabra antes pronunciada, para así reafirmarla ante la materia del cosmos y su percutir sagrado.
Así me resuena el tránsito de Credo de Caminos, el más reciente conjunto de poemas de Antonio Robles, que podemos leer en una bella edición digital de LP5 Editora, el vigoroso proyecto de la poeta y traductora Gladys Mendía.
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Este libro es un árbol de emanaciones y también una representación cíclica en donde nos reencontramos con los motivos de la poesía de Robles: la voz jíbara, que no es más que su reinvención beatnik caribe; allí están los poemas del desamor o de la mujer que no se pudo amar pero permanece como una espina difícil de sacar, el blues, las referencias a la cultura pop estadunidense y latinoamericana; la patada en la mesa contra el establecimiento cultural, burocrático y literario; y por supuesto, los nombres sagrados de los pueblos originarios del norte de América; sigue resonando en mi cabeza la estampida de la nave Voyager azuzada por Sitting Bull que recorre el paso del Yukón con Crazy Horse o Tashutka Witko. Y además, la figura nunca ausente, el maudit de oro, el terrible infante, el que sentó a la belleza en sus piernas y terminó amputado, el esclavista, el traficante de armas que pasó y no volvió de su temporada en el infierno.
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En algunos poetas o escritores mantener los motivos es un acto de pereza, en otros no es más que consecuencia, obsesión. También están los casos de la necia tarea de reescribir textos que se creen incompletos o de ser fieles a un universo personal, a un mundo mítico que no es más que el devenir de todo poeta, ¿a cuál de estos pertenecerá la poesía de Robles y su viaje permanente sobre los mismos temas, recursos y motivos?
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Alguna vez escribí, volviendo al 10 resonante, que la poesía de Robles estaba en una transición hacia un nuevo devenir de la poesía venezolana, hoy lo corrobora su Credo de Caminos, puesto que el poeta no solo ha fundado su mundo sino que encontramos en cada referencia sus otros habitáculos, por no decir libros, puesto que la poesía de Robles es una experiencia inmersiva, lisérgica, que siempre es la misma pero en la medida en que hay pausas entre un libro y otro, también pausamos nosotros para volver a ese mismo estado de revelación.
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¿Hasta dónde puede llegar la alucinación, las enumeraciones, las vinculaciones insólitas? ¿Cómo operan estas en la fenomenología del poema, en su construcción a base de restos de un mundo en colapso? ¿Cómo puede ser la literatura la única revolución posible (Bolaño dixit) en estos tiempos en donde la historia, al decir de Steve Erickson, “está superando la imaginación”, cómo hacer para que “la escritura definitivamente deba hacerse más grande”? Robles ha puesto durante estos últimos años una piedra de fundación y no reconocerlo merecería recibir un rayo amnésico. Aunque admitirlo también tiene sus peligros, el que sufrió Pablo atravesando las dunas: caer cegado por la luz del nuevo dios; en el caso de Robles: los restos, la iluminación que obtiene de lo que va soltando lo más humano, que no tiene más que hacer con los fragmentos de su carrera desmedida, construyendo lo posible con una ontología de la basura civilizatoria como recurso.
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Culminado un ciclo, en el caso del tarot evocado al principio de estas líneas, se vuelve al arcano sin número, llamado también le mat o el infame mote “loco”. Esa misma forma, que imagino no azarosa, se encuentra en la portada de Credo de caminos y es la voz que habla en los poemas de Robles.
Es un errante con su propio universo a cuestas. Ya no es Atlas, sino más bien la antítesis de este “a 500 kilómetros por hora”. Solo avanza siguiendo su iluminación por “el desierto de lo real” para eventualmente aturdirse con las señales de los astros, y poder ir nuevamente al comienzo de lo posible, al verdadero reino de los hombres: la imaginación.
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Antonio Robles (1964) Es un poeta venezolano. Su obra conforma uno de los discursos más particulares de su generación. Ha publicado los poemarios Laberinto Beduino (2003), Callejón X (2007), Bronca City (2012), Huyendo al Sur – Antología Poética (2014), Oración a Martin Luther King (2018) y El Consejo de los Brujos (2019); Credo de caminos (LP5 Editora, 2020) es su más reciente libro y puedes descargarlo en el siguiente enlace.
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