El miedo a terminar convertidos en monstruos, es el móvil existencial y creativo de Edgar Borges en Enjambres (Altamarea Ediciones, 2020), su más reciente novela. Que por cierto, ha dado mucho de qué hablar los últimos meses en España y otras partes del mundo literario en castellano.
La emergencia por el virus corona no detuvo la fuerza de esta historia, puesto que de alguna manera también forma parte de ella; Enjambres es una evidencia, un registro del estado actual de nuestra sociedad: el declive. Y el autor lo hace a través de una de las mejores herramientas. La imaginación, por supuesto.
Borges es autor de una profusa obra literaria. Es a partir de La ciclista de las soluciones imaginarias en donde podemos ver al escritor en su mayor madurez creativa, digamos, es a partir de allí en donde lo veremos como una voz imprescindible de la literatura actual. Y ahora, con Enjambres, podemos decir que se encuentra en uno de sus mejores momentos creativos y ampliando sus derroteros como escritor.
La distopía es un género que siempre tiene algo que decir y sobre todo preguntar. Nos interroga sobre nuestra situación ante el mundo y sobre nuestras posibilidades.
Es un lugar que dice constantemente ¿qué pasaría si tal cosa ocurriera? Es un espacio en donde el tiempo se convierte en un ente caracterizador. Solo él es capaz de develar en qué nos hemos convertido y en qué podemos derivar. Enjambres, aunque no es una distopía propiamente, tiene todas sus potencias. Un lugar y un tiempo no del todo precisado y una sociedad entregada a la anomia como nuevo estado de las cosas (interpelándonos).
Puede que ante el horror de realidad que vivimos, tengamos que reinventar o acaso reconstruir la distopía como categoría poderosa de la imaginación y así proyectar los posibles escenarios sociales y/o culturales, no por necesidad o virtud secular sino, lo contrario, precisamente para rebelarnos ante las lecturas e interpretaciones de la nueva religión algorítmica en que se ha convertido nuestra realidad.
No es gratuito que Bertrand Russell nos advirtiera sobre un devenir dictatorial científico que ahora es más que palabras, promesas o profecías. Es una posibilidad materializada en las manos de epidemiólogos, economistas y otros especialistas.
Enjambres funciona un poco como proyección, pero también es irónica o más bien cínica como algunos de sus protagonistas. Porque no nos habla de un futuro catastrófico sino del presente.
¿Acaso no son familiares las instituciones autoritarias, las olas de insultos o los grupos violentos enfrentándose entre sí?, pues estos son algunos de los personajes contexto de esta historia que nos habla más de nuestra realidad actual que del futuro. Una coincidencia quiso que Enjambres naciera en pandemia, como ya hemos comentado o, mejor dicho, fue publicada en pandemia. El azaroso rumbo civilizatorio hacia el colapso quiso que llegara en este momento, en la tormenta perfecta, dirían algunos. No es baladí que los escritores hayan dicho hasta la saciedad que cada producto cultural, que cada novela, cada libro, cada autor es producto de su tiempo.
La teorización sobre los futuros no ha tenido mejor momento que este. La especulación filosófica no se ha detenido y hay tanto apólogos del catastrofismo como los infaltables optimistas, a lo Fayad Jamís, que aún en medio del desastre ven alguna luz como símbolo del porvenir.
¿En cuál de estas coordenadas se inscribe Enjambres? Parece que escapa de la perspectiva dicotómica. En ella no hay receta para la salvación; describe un posible mapa para habitar a través de Maria José, una niña-personaje que vive más en la plena dimensión del juego. Es lo lúdico y onírico su realización existencial.
Porque eso también es Enjambres, la historia de un grupo de chicos que han sido aislados por sus propios padres en una casa en medio del bosque, la sociedad en la que viven está enfrentada, la violencia ha convertido su vida en una guerra constante entre grupos de distinto color y forma.
Hay entonces, por un lado, personajes enajenados por la violencia y en el otro, sujetos que intentan reformular su forma de vivir. Un destello de razón guió a los padres a tratar de salvar a sus hijos, mientras ellos se entregan al frenesí. Aquí parece que nadie es inocente, como de hecho lo es en nuestra realidad despiadada. Mientras los padres no están con los pequeños, pues tienen visitas programadas en la semana, son otro cuerpo batiente en la guerra del afuera.
Entonces, el escenario en que Maria José se refugia es el más potente de lo humano o si acaso del ser: la imaginación. Para ella la realidad está enteramente sobrevalorada, pareciera que la imaginación misma le es insuficiente, y la única manera de alentarla es a través de una estimulación constante con el juego y la participación de otros. Como si la fantasía individual no bastase y se buscara algo más que la consciencia individual y colectiva, al decir de Terry Eagleton, en Enjambres se plantea la posibilidad de una imaginación postcolectiva y postindividual, que toma forma en el ludus, en el juego. Dice la sabiduría popular que el hombre sabe porque juega y que el diablo sabe por viejo y no por diablo. Entonces, la infancia en Borges no es el lugar idealizado sino donde la enajenación todavía no ha obrado. El niño, en este caso, la niña Maria José, intuye que el mundo no tiene nada que ofrecerle, solo devastación, y por eso no le interesa. Maria José sabe porque juega y porque es niña. Debe por los momentos dedicarse a otros asuntos, sobre todo a los que vayan presentándose (o imaginándose). Parece que para Maria José también el porvenir está sobrevalorado.
¿Acaso no es mejor ignorarlo todo y reconstruirlo bajo otros principios?, parece decirnos Borges que la isla de un más allá del yo y el nosotros imaginativo sería el lugar más seguro ante un mar de intolerancia, ante la ola de insultos en que se ha convertido el mundo.
Por otro lado, es importante comentar, que aunque en la cultura existen previos malabares en torno a dibujar escenarios apocalípticos, paradójicamente también la ciencia ficción, los utopismos, ucronías y distopías tienen su canon. Con respecto a esto, nos interesa resaltar un guiño realizado por Edgar y que tiene resonancia con este, tal es el caso de El diario de la guerra del cerdo de Adolfo Bioy Casares; ¿por qué?, en ambos está la presencia de la violencia y lo distópico como ya hemos comentado, pero también la figura del parricida.
Maria José no es la única niña. Son varios. Entre ellos, Adolfo, quien no tiene vergüenza para admitir que entre sus deseos está “matar a los padres”. De hecho, lo comenta con cierto sarcasmo, como si fuese una tarea que ya ha realizado. Se llama Adolfo como Bioy, pero también como Hitler, como nos aclarara el autor semanas antes en la presentación de Enjambres junto a José Maria Merino, en la librería Juan Rulfo del FCE en Madrid.
Es decir, la referencia no es del todo creativa sino también un ancla hacia expresiones arquetípicas del mal contemporáneo. Hace referencia nada más y nada menos que a una violencia aún mayor: Adolf Hitler, el monstruo del siglo XX, la única partícula que nos pone de acuerdo ante cualquier situación o discusión de correcto parecer político. El comodín para cualquier discusión sobre la intolerancia o los límites de la extrema derecha. “Yo no quiero la salvación”, dice Adolfo en tal vez una de las líneas más poderosas de este relato. La voz de Adolfo pareciera la encarnación de una voz civilizatoria, el tánatos, la expresión de la sombra humana que matiza nuestra subjetividad. Es decir, no solo somos luz, hay que admitirlo, no solo somos Maria José, sino también, sin ánimo de equilibrios maniqueos, también somos Adolfo. Ya nos demostró Hannah Arendt a partir de otro Adolfo y no Hitler sino Eichmann, que la maldad puede ser operada desde cualquier individuo, incluso en la cadena más mínima de la maquinaria de la muerte.
Figuras arquetípicas abundan en Enjambres de las cuales nos gustaría nombrar al menos cinco: el caminante, la maga, el mundo, el bosque y el lago.
El caminante no es solo uno de los padres que visita regularmente la casa en donde viven los niños, sino todos los padres o los mismos niños que caminan por la zona. El caminar, en una sociedad como la que pinta Borges, sería una actividad prohibida o imposible. Es decir, una cosa es caminar en tanto desplazamiento instrumental para movernos por un lugar determinado y hacer nuestras actividades cotidianas o de ocio. En Enjambres no hay movimiento de ese tipo, el deambular por ocio ha sido descartado. La gente se mueve para atacar, para establecer batallas, para delimitar zonas. El Estado de este mundo toma los espacios llamándolos “Zonas protegidas”, es decir, se trata de un virulento lenguajeo burocrático, un eufemismo que establece un nuevo statu quo basado en la violencia. Por otro lado, los niños pueden ser libres o tienen la posibilidad de ser libres porque están fuera de todo aquello y, además, todavía pueden imaginar porque pueden caminar. Pero con la posibilidad de no poder hacerlo en caso de la aparición de las autoridades.
Maria José hace las veces de la maga, es la creadora. La que solo puede agenciar a través de la imaginación, la realidad le es insuficiente, como hemos comentado, pero no por ello ignora lo que sucede, digamos, en ese afuera. Ella lo transforma en su ejercicio alquímico y es también un posible blanco de la violencia en su empeñado ignorar del afuera caótico y amenazante.
En el caso del mundo, se presenta tal cual es lo dado: con una extrema violencia, con una explosión constante y permanente, pero también con diversidad, con destellos de ternura, con la vida fluyendo en una disrupción en donde todo es posible venga del lugar, del personaje, del paisaje o del grupo de donde venga.
El bosque es símbolo por excelencia de la oscuridad y lo salvaje que nos acompaña desde los cuentos de hadas populares hasta el romanticismo más luminoso u oscuro. Es el bosque otro lugar cargado de múltiples posibilidades. Es decir, es el espacio de tolerancia, el lugar de refugio y juego. El lugar para caminar y para que otro mundo y magia se exprese pero es, asimismo, el rincón en donde se incuba la oscuridad.
Por último, en el caso del lago. No es más que la posibilidad onírica e imaginativa, no solo de Maria José, sino de lo humano presente en Enjambres. Si hay una ciudad, que es el mundo del hombre expresándose, la casa, que es el espacio de lo íntimo, la extensión del útero a decir de Bachelard, pero que en Enjambres no es la centralidad arquetipal, sino más bien personaje circunstancial (como lo es también el cazador, la inocencia, el traidor, el monstruo, el enjambre mismo que es espejo o metáfora de lo que sucede en el campo de batalla social); otra representación o apéndice del mundo o del bosque, es el lago, el espacio sin mayores elementos que se extiende ante nosotros. Es decir, es una superficie mutable, es también, por supuesto, la imaginación, el sueño lúcido de Maria José, pero es un porvenir de la visión que está más allá de las cosas y los objetos. Es un posible desierto en su fenomenología plana y ondular al contacto. Una bóveda que guarda lo desconocido. Es el espacio de transición, el posible no lugar y al mismo tiempo, el más allá de todo lo que hay. Por lo tanto, es definitorio lo que sucederá si cruzamos o nos sumergimos en esas aguas.Muchas cosas podrían decirse de Enjambres, porque es un “juguete rabioso”, es decir, una pieza de divertimento e imaginación, pero también puede verse como un dispositivo que nos revela los gestos que se nos presentan cuando es inminente el rompimiento del pacto social. También podría decirse que es un importante ejercicio de la imaginación que se atreve a poner a los niños como protagonistas de una realidad que rebasa su supuesta naturaleza de inocencia. Sin embargo, tras la lectura no podemos más que ser fieles a nuestra primera afirmación, Enjambres dibuja nuestro miedo a convertirnos en monstruos, es un documento que lo materializa como posibilidad; es el mapa de la imaginación de Maria José y también la aceptación de su destino, de su infierno interior y exterior. Es, a todas luces, una obra de este tiempo que retrata al mundo en su derrumbe y, por supuesto, a los individuos que le habitan, corrompidos, fragmentados, dispuestos a ignorarlo todo y refundarlo en la imaginación o a sacrificarse para salir de la pesadilla lúcida en que se ha tornado la realidad y su ruido de enjambres a punto de atacarnos.