La poesía venezolana, sobre todo la de segunda mitad del siglo XX, tiene entre sus tropos principales la figura del padre. La naturaleza, la patria y otras desmesuras ocupan la primera mitad. Sin embargo, lo que nos interesa aquí es la puesta en escena de las genealogías que también ha tenido, tiene y seguramente tendrá raigambre en nuestros actos de creación.
Si bien las ya nombradas poéticas del pasado situaban al patriarca en la elegía y en el génesis de la oscuridad, en el caso de la poeta que nos convoca reúne todos estos elementos con la diferencia de que su punto de partida es la figura de la madre.
Se trata de una genealogía desde otra perspectiva o fuente, la matrilineal, tal vez. Este es el tercer poemario que he leído en los últimos años que gira en torno al contar un tránsito vital de generaciones (Casa de viaje de Deisa Tremarias y La ruta de los ancestros de Ingrid Chicote), lo que nos habla de un tema que probablemente seguirá desarrollándose en nuestra poesía actual y que, además, ocupa un lugar importante en nuestro imaginario literario y creativo, que ya ha dejado su impronta y se ha enriquecido con la llegada de este libro de Katherine Castrillo, galardonado con el Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca 2014.
Desde luego, no quiero decir que sea un tema poco recurrente, al contrario. En nuestra tradición está presente el contar la épica familiar, que es al mismo tiempo todas las épicas. Un nacimiento, un probable éxodo y el drama de llegar y vivir un nuevo territorio material e inmaterial, con sus correspondientes registros que vienen más bien a fijar de nuevo, en este caso, la épica de Katherine.
Son tres capítulos o tres libros que componen Una totuma con mi nombre: “Rizoma”, “Fruto caído” y “Semilla fecunda”. Es de acuerdo a su estructura que trataremos de comentarlo, puesto que según nuestra lectura, esta tríada es la columna interior de este libro. Un ejercicio que posee, al decir canónico y/o aristotélico, una estructura sometida al tres y sobre todo al triángulo gnóstico, es decir, la entrada, la iniciación, que sería el rizoma, un desarrollo o vida, que sería el fruto caído y por supuesto su clímax y desenlace en la semilla fecunda. Metáforas narrativas que sin afán de rebusque, nos ponen en la mesa, en el banquete mitológico, escenas circulares de la existencia dentro de la cáscara, de lo cotidiano y familiar.
El “Rizoma” sería una escena o serie de escenas, momentos y memorias que se extienden, se ramifican para contar la épica familiar en cuestión. Parte esta genealogía, como ya lo hemos comentado, desde la primera mujer, en este caso ya difunta o como lo dice Katherine “nuestra primera difunta” que es la que “rehace el suelo” y al mismo tiempo se le pide, en su poder de ancestro: “trénzalo entero”, “vuelve traje al harapo”, remitiéndonos a la abuela que probablemente convertía en cobertores y sábanas los retazos en el ejercicio, el eterno arcano, de hilar, que ahora hereda Katherine a través de un zurcir otro, el hilar de las palabras.
También está el salto, el vuelo de los fenómenos del patio o los patios. Porque esta casa no es una sola. Es decir, si se habla de una historia de lo familiar, la casa suele ser la protagonista, sin embargo, en la poética de Katherine hay más bien casas, que son representadas a través de los recuerdos y las múltiples vivencias familiares en todos esos espacios que han servido de morada, en ese tránsito constante. Entonces, el patio está y se ve porque “una mata se seca en el patio / unos gallos se aproximan / tallan una totuma con mi nombre”, escribe, y además “los viejos dicen / hoy vienen brujas / nos guardamos / bajo el mango / las esperamos”.
No es la visión fantasmagórica de quien en la aparición del espanto se recoge y va hacia la casa en busca de refugio o en la espera de la salvación del gallo como símbolo solar, se trata de otra cosa. Hay una comunión entre los elementos de lo etéreo y la naturaleza. Brujas y árboles son parte de la genealogía familiar, por eso el nombre, la marca de nacimiento en esa totuma, tal vez pocillo, plato de sopa o cucharón resguardando la identidad en algún lugar de la casa. Si hay Una totuma con mi nombre es porque algo represento en ese universo en movimiento, en esa casa que son casas, en medio de tanta gente a mi alrededor que le da sentido a lo que ahora nombro. Es, además, la totuma, un instrumento que sirve para alimentar como una extensión de la mano de la madre, como diría Guédez a propósito de sus propios recuerdos, para cerrar la boca, pero no para dejar de decir sino “para dejar tanto mundo dentro”.
También hay conjuro, desde luego, si hay brujas hay conjuros. “Tráenos a los muertos desde los pliegues de la noche”, dice. Corrobora testimonios de las voces familiares: “En este patio estuvo el mar”, afirma y agrega que “nadie dirá que no es matorral espléndido”. La tarea de la poeta que es precisamente, además de poner nombre a lo creado, exaltarlo.
“La lengua de mi infancia / cada vez más oscura”, dice en uno de los últimos poemas, dando cuenta nuevamente de que rizoma, aunque alude a un despliegue por el universo de las cosas, es al mismo tiempo el nacimiento. Y que la lengua es también memoria frente al paso del tiempo.
Este es el libro de la infancia, de los recuerdos, de los instantes melancólicos y no tanto, de la casa o de las cosas, como hemos dicho, y sobre todo de los muertos, de sus muertos, de la totuma resonante, de la totuma instrumento para tomar agua. O como diría el poeta Juan José Guevara Alvarado: “el dinosaurio totuma”, es decir, el juguete que hace la madre, la piñata casera a falta de cartón. A falta de artificio en la carestía: árbol, nos dice la poeta. El árbol y la raíz de su identidad entre los vivos y ausentes.
Fruto caído es la maduración. Y no es desde luego un pleonasmo, es la vida en otro lugar fuera del nacimiento, el crecimiento y la infancia. Ya hay un reconocimiento de la fenomenología, porque “afuera todo pasa”. Es decir, ya no habla desde la cáscara, desde el útero de la casa, desde el cosmos interior, ahora está fuera, aunque todavía se manifiesten asuntos de la casa, del patio o de los cuerpos.
Katherine apunta “la noche caravana de culebras” y allí atendemos a ver pasar ese discurso tubular de los animales sin patas, y vuelve entonces la casa casas, en el movimiento migratorio de los semejantes, porque hay también una búsqueda por la raíz, tal vez, la que se perdió o se olvidó en el rizoma, a veces el exceso de memoria nos castiga y nos recuerda que nada nos salva “ni aquella casita que vendiste para estar en la ciudad que odias”.
Sigue el radar, el oído puesto sobre la lata, sobre el zinc, sobre el adobe, sobre la tierra: “y a veces piensas que son los niños en el techo de la casa”, sentencia, ¿se tratará acaso de una aparición, juego, lotería del miedo?, de inmediato el conjuro aparece nuevamente y Castrillo asume “tengo el pecho lleno de espuma y una luna amarilla que me va”, porque esa luna que mueve el agua le llega a su oficio, lo mueve porque es también un instrumento de la intuición que le hace reconocer esa “necedad de cazar cangrejos”, y ya hemos aprendido de nuestros maestros que esos animales son de oro y que es, desde luego, el mapa para ver cómo “una constelación se mueve”, tal vez uno de los versos más poderosos de este apartado. Allí Katherine cumple su trabajo, la tarea de esta poesía: captar esos movimientos, cumplir el cometido y así resaltar: “voy escribiendo y fuego y sobre y debajo de él y te traigo”.
¿A quién trae?, seguramente a uno de sus muertos, porque en cualquier lugar o en cualquiera de esas casas, de la casa o la no casa, ella podrá seguir oyendo en ese lugar que una vez fue mar, aún bajo tierra en su demanda: “oye lo que te digo / mientras te siguen creciendo las uñas”. Porque el devenir ético es seguir conversando con los que ya no están.
Semilla fecunda, el último capítulo o el último libro, es por supuesto el sello o el gesto que atiende a la circularidad de la vida. A su continuación. Ya no es niña ni devenir o proceso, ni fantasma, es, dice la poeta, “entre tanta flecha enferma soy esta mujer”, por supuesto aquella que planta su “querer hacer”, que no es más que asumir de una vez por todas que “solo querer / cansa”, y advertir, por supuesto, “la grieta en el muro ajeno”.
Y sabe que su estirpe no es cualquiera, ni la de sus semejantes o cuerpos cercanos, porque los reconoce al verlos, “vienes del bravo tronco”, reconoce, “de la gente que espera los golpes” y, al mismo tiempo, es una poeta agradecida con todo el marasmo genealógico; sentencia: “agradezco la muerte que no soy”; y reconoce: “es verdad que miro a una mujer”, ¿se refiere a sí misma, a la mujer amada, a todas las mujeres que es y están, a su ley, a su condición?
No todo es alumbramiento y lucidez. Porque también el mundo aturde, y es por ello que “esta tarde / me parece / los carros gritan mucho”, insiste. Porque sabe que “tiene el invierno en algún lugar de su cabeza”. Ya comenzó esa estación, que sería algo así como la última pero no tanto, ¿por qué?, porque se trata de un ciclo y si ya hay semilla y si hay invierno es que luego podrá “crecer rama aceptar lo seco” y al fin, “ser” para florecer y también mostrarse con “mucho diente al aire”.
En este punto ya la poeta ha mostrado y sobre todo, ha nombrado su mundo. Sus objetos, sus cuerpos, sus escenarios. Sus casas y patios, su totuma. Sus muertos. Su propio nombre en cada palabra que signa su genealogía para sentenciarnos que aunque se cierre el círculo y termine el conjuro, aunque “ya vimos el mundo / y los colores asándose en su vientre”, el flujo, el ciclo continúa y vuelve a cumplir la dinámica de la vida, la de la identidad, la de ese fruto en donde se ha tallado el signo palatal que le nombra y la palabra que lo talla eternamente.
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Mentekupa ha publicado poemas de Katherine Castrillo que puedes leer aquí.
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