Sonata de otoño opone saber vivir a saber existir: de como los conflictos emocionales no resueltos se transmiten de una generación a otra. Bajo la apariencia de una buena vida puede ocultarse un infierno emocional, un paisaje interior devastado. La película esta radicalmente centrada en mostrar dichas emociones, a través de los rostros de Charlotte (la madre, interpretada por Ingrid Bergman) y de Eva (la hija, Liv Ullman). La madre es una famosa pianista, una mujer cosmopolita, brillante y aclamada. La hija es la esposa de un vicario, que vive en una hermosa casa de campo, llena de libros y donde se respira comprensión. En una noche en vela se producirá un encuentro catártico entre ambas, en el cual la hija desvelará las miserias de la madre: de cómo su incapacidad de amar ha condicionado su vida y la de su hermana. Pues una cosa es saber existir: representar a la perfección los papeles que adoptamos, ya sea por elección o porque nos sean designados. Y otra saber vivir: cuidar de la propia alma y de la de los demás, ser empático con los que nos rodean, especialmente con aquellos que son parte de uno mismo.
Lo que impresiona de Sonata de otoño es ver reflejadas de una forma tan punzante las secuelas de la falta de amor de una madre hacia sus hijas. Pero esa falta de amor ha sido a su vez heredada por la madre, la cual confiesa no recordar ni una sola muestra de afecto por parte de sus padres… Lo cual nos lleva a plantearnos: ¿acaso la vida que apenas logramos vivir no es el cúmulo irresoluble de los sufrimientos, las frustraciones y los conflictos no resueltos de las generaciones precedentes? ¿Se hereda la felicidad igual que se hereda la infelicidad? Lo primero es dudoso, lo segundo es seguro… Lo cual suscita otra pregunta: ¿cómo lograremos romper con este círculo vicioso? ¿quién logrará sanar las emociones enquistadas, las cuales llegan a manifestarse corporalmente en forma de enfermedades o tensiones?
La hija trata de aprender a vivir con esa inmensa carga: una infancia marcada por la ausencia y la falta de amor de su madre, el recuerdo de su hijo muerto y la compañía de su hermana enferma. La madre huye de todo: su talento como pianista le ha permitido evadirse del plano emocional, tener un papel satisfactorio que representar, lo cual le ha reportado dinero y reconocimiento social. Pero, ¿cuál de las dos sabe vivir, cual meramente existe? ¿Cuál es el criterio?
Siendo aparentemente un personaje típico de Bergman, el de Eva constituye una excepción. Se trata de una mujer auténticamente “religiosa”, en el sentido de que vive una apertura a un mundo intangible del cual recibe fuerzas para soportar su carga. Pero, ¿no es este mundo también un lugar en el cual se evade, igual que el arte lo es para su madre? Se trata en todo caso de una huida hacia su propio interior, que la permite mantener una conexión con lo invisible, incluida la creencia de que su hijo muerto sigue cerca de ella. Para el espectador esta claro que si hay un atisbo de autenticidad está en la hija. En esta interioridad, representada por su paseo y monólogo interior en el cementerio, reside la única posibilidad de sanación. Pero, ¿acaso el perdón que ofrece no es un modo de resignación, que lo dejará todo como estaba antes de la catarsis? Es dudoso que esta haya sido realmente sanadora, pues Bergman no muestra sus efectos y sí la continuidad de lo que había. Pero ahí reside la única salida: el desnudarse de las emociones, el sacarlo todo a flote y enfrentarse al sufrimiento emocional, como único modo (¿ilusorio?) de liberación de la carga que hemos heredado. Y sin embargo, ¡cuántas cosas nos quedaremos por decir! La vida entre padres e hijos suele pasar sin esos sobresaltos: sabemos que Sonata de otoño es una obra de ficción, que destapa aquello que normalmente dejamos encubierto. Cada cual sabe lo que calla; o, más bien, ni siquiera es consciente de hasta que punto su vida viene marcada por conflictos no resueltos heredados, de modo que pasa su vida sin enfrentarse a ellos.