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Las primeras secuencias muestran, como pocas veces hemos visto, la rigidez de esa institución de encierro que es un reformatorio. Sus salas son enormes, transmiten la sensación de desolación y frío: los techos altos, los espacios amplios, sin mesas y sin sillas, las paredes vacías, los niños dando vueltas sin sentido, ante la mirada durísima del instructor. La rigidez de los maestros y de los horarios, enmarcadas por sólidas paredes. Y esas escaleras por donde descienden los niños como presos. El correccional aparece como un inmenso depósito en el que han sido arrojados. La cámara los mira desde arriba, resaltando su insignificancia. El carácter aplastante de la institución es captada por medio de la arquitectura. La escasa iluminación, como esas luces directas que deforman las figuras de los niños y alargan las sombras de los celadores. Sus voces y sus silbatos son autoritarios, como su actitud. Los niños, en cambio, hablan con murmullos, como si cualquier comunicación fuese clandestina.
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El reformatorio aparece como la concreción de una ideología represora, que somete a la infancia a códigos estrictos: vigilar y castigar. Polín, el protagonista, se revela. Pero, ¿realmente se revela? Es tan solo un niño, sometido a una disciplina que lo niega. Pues la infancia es justo lo contrario: es espontaneidad, libertad, fantasía, juego. Una energía subversiva desde el punto de vista de las instituciones, que sigue latiendo, más allá de los castigos y los premios. Estalla en transgresiones y en gestos violentos, que a su vez justifican la violencia del sistema.
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La visita de las madres, en ese marco hostil, no hace sino reforzar la conciencia del abandono en el que viven. Más poderosa sería la imaginación si el sol la alimentase, o si la situación lo permitiese. Solo cabe enfermar o ser aniquilado. De la escuela a la prisión solo hay un paso, que puede darse por instinto. Basta con devolver un golpe a un profesor, o desobedecer sin darse cuenta, tratando de escapar por medio de cualquier gesto que alivie su vacío. Basta el deseo de orinar para que el encierro se haga insoportable, pues es contrario a los instintos.
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Perdido en un mundo construido contra él, el niño solo vagará en la noche. No sabe ni siquiera qué buscar. Tan solo cabe huir hacia la propia nada. Pero no puede escapar del hambre y de la sed, ni del mal que envuelve a la pobreza. El niño libre es un niño solo. Vaga, fuma, mea, roba, deambula. Está marcado por la pobreza de la villa, donde se respira un aire fúnebre. La película nos muestra la ausencia de la madre de un modo fulminante. Cuando Polín llega a su casa, lo vemos hablar con su madre, pero la cámara se queda fuera de la casa, sin mostrarla. Ese es un terreno vedado para ella, del cual no emana ningún consuelo, ni el mínimo calor.
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Pues aquí se sobrevive, no se vive. También a la villa llegan los agentes del orden: policías y burócratas. Pero, en contraste con la secuencia anterior, aquí Polín parece libre. Y aún más en el tercer espacio al que nos lleva: el río. Reformatorio, villa y río componen una gradación. En el río puede saborear la libertad: adentrarse en el bosque, bañarse desnudo, sentir el sol sobre su cuerpo… Hay un fuerte contraste entre el tiempo estricto de la vida en el reformatorio y la distensión que sentimos en contacto con la naturaleza. Cada lugar tiene una atmósfera y un tempo propios. Ahí puede saborear la vida, pero también sentir la indefensión y descubrir su cobardía. El mal ya está dentro de los niños, los cuales se limitan a reproducirlo. Y con él el terror, el frío, la impotencia. La soledad del niño que somos: puerta abierta al deseo y a la nada, que nos devuelve siempre al punto de partida.