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La última entrega de El Padrino es el patito feo de la trilogía. El cierre de la saga no resiste la comparación con las dos primeras películas, en las que cada fotograma es un monumento al cine. El Padrino III padece de muchos males, empezando por una rutinaria dirección de Coppola, impropia de un creador de su fuste, aunque bien es cierto que su estrella venía declinando durante toda la década de los ochenta.
Tampoco ayudaron las urgencias del proyecto, concebido como una tabla de salvación financiera tras los batacazos en taquilla encadenados por el director. Las premuras son más que evidentes en un guion deslavazado y a veces hasta sonrojante. Cuesta adivinar la autoría de Mario Puzo y del propio Coppola, artífices de los dos primeros libretos, merecedores de sendos Oscar. El desastre se completa con un desafortunado reparto, encabezado por las nada atinadas elecciones de Andy García y Sofia Coppola (con respecto a esta última, no hay mal que por bien no venga: las críticas fueron tan devastadoras que desde entonces optó por ponerse detrás de las cámaras, no delante de ellas: el cine perdió a una pésima actriz pero ganó una magnífica directora). Secundarios de lujo como Eli Wallach o Raf Vallone hacen lo posible por surfear el tsunami con cierta dignidad.
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Y aun así, el gran cine, el cine con mayúsculas, emerge cuando Coppola se centra en el hueso argumental que vertebra la historia de Michael Corleone: la tragedia de un hombre que creyendo hacer todo lo adecuado para proteger a su familia, en realidad la destruye. Coppola pisa terreno seguro cuando ausculta a ese capo viejo, enfermo y corroído por los remordimientos, estableciendo un vínculo emocional reconocible para el espectador. Los momentos más íntimos son los más reveladores: el rostro cansado y ya casi rendido de un Al Pacino superlativo revela todo el peso moral de quien cometió crímenes tan abominables como asesinar a su propio hermano. El director reserva para él los mejores momentos de su cámara. Comparativamente, es casi insultante la displicencia con la que trata al resto de personajes.
Michael Corleone busca desesperadamente redimirse tratando de limpiar el nombre de la familia. Pronto descubrirá que legalidad y legitimidad no son sinónimos: cuanto más se introduce en el supuestamente lado correcto de la sociedad, más nauseabundo es el ambiente. Hacer negocios con miembros corruptos de la curia no significa obtener el perdón divino. Dios no admite sobornos, ni siquiera por cantidades tan astronómicas como los cien millones de dólares que dona a la Iglesia.
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Sus antiguos correligionarios tampoco se lo pondrán fácil. La mafia no tolera deserciones, especialmente cuando el desertor es el gran jefe. Pero sobre todo, no podrá escapar de él mismo, de aquello en lo que se ha convertido. Como le advierte el sacerdote tras escucharle en confesión, su redención es imposible porque es el propio Michael quien no cree que pueda cambiar. Es en ese momento cuando El Padrino deviene en una tragedia griega en la que el protagonista está sujeto a un destino que no puede evitar: es un cóctel fatalista que Coppola adereza con generosas dosis del catolicismo más oscurantista tan caro a sus ancestros italianos y unas gotas de determinismo histórico simbolizado en una Sicilia que tampoco puede escapar del peso de su terrible pasado.
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Dos mujeres rescatadas de El Padrino I y II orbitan en torno a la figura central de Michael Corleone. Por una parte, su hermana Connie, quien naturalizó hasta tal punto que su propio hermano ordenara matar a su marido que se ha convertido en la máxima defensora de las lógicas necrófilas para garantizar la supervivencia de la familia. Es una indisimulada Lady Macbeth, dentro de una saga repleta de referencias shakespearianas. Incluso su vestuario evidencia la oscuridad que anida dentro de su alma (Coppola no fue muy original: ya Kurosawa vistió a su Lady Macbeth de Trono de Sangre con los ropajes del mal).
En lugares más amables para la vida se sitúa Kay, su exesposa. A pesar de los horrores del pasado, todavía late en ella un pálpito de amor por Michael. Las escenas entre ambos sobresalen del resto del metraje. Hay verdadera química entre esas dos personas golpeadas por los años. El público desearía un final feliz para ellos. Imposible. Como constata la propia Kay, la espiral de muerte y violencia nunca terminará.
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La condena que Coppola y Puzo reservan para el Padrino es terrible: el cent’anni siciliano, brindis para desear una larga y venturosa existencia, se convierte en una vejez solitaria, con la familia destrozada, cercado por la culpa y sin otra compañía que los más negros recuerdos. La muy católica sensibilidad de ambos creadores no podía imaginar otro destino para su más preciada criatura que no fuera el castigo: para ellos, el Padrino no es tanto un criminal como un pecador.
La saga , es decir lastres peliculas , forman una obra muy interesante. Si bien es una fantasia no creo que diste mucho de la realidad.
He visto las tres y me gustaria volver a verla.
El Padrino III vive bajo la sombra de dos obras maestras, pero sí olvidamos eso es una buena película. Aunque esté lejos de sus predecesoras, ya les gustaría a muchos otros directores haberla rodado.