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Ha sucedido un síncope que se desparrama sobre el inconsciente, como un papiro destinado al silencio, un submundo de raros puentes que en el aire reverberan, un suicido en grupo, una suerte de éxtasis biométrico y desaliñado. Yo no sé cuándo llegué, cuando me hice viento ni rasgado de puertas visitadas por hormigas.
Por cada partido te dan un punto, por cada alucinación se prende fuego en la alforja del viajante, por cada sucio vidrio que canta la lluvia se rompe en silencios que el verdugo muerde con ansias de suicida.
Locación desierta, pulido marco de enramadas secas, el viento que se sacude el polvo, la nutria muerta en el viso de la puerta. Lo he visto todo. Me he arrancado el corazón y lo he usado como abrelatas. Me han sudado las manos y me he abierto la vena de la intemperie. Ahora hace frio, me hielo en el rincón de las amapolas. Sucio de saludos, escupo a quienes pasan y son felices. Ya no me tiento.
La calle se estira soñolienta sobre el espinazo de un cerro, bañada en sol, sudada de mosquitos y moscas que se disuelven en el aire caliente. Las golondrinas se invierten sobre el fondo del acuario y ya no soy el que fui. Entonces, entre grietas y fulguraciones de hastío y ruidos de furgones los arboles se miran y callan entre casas arrejuntadas y como muertas. El rocío se duerme en los pétalos de las rosas que asoman en las ventanas y observan el interior de vidas quietas. He visto todo esto, lo he vivido como una luciérnaga en la noche, como un tiro escapado de la basta soledad de las paredes, como un visionario sin ojos que se mira los intestinos, como un plagio de la vida y la infancia destetada. Soy un canto que se arrulla y ya no quiere medirse en los recovecos de los jardines. Esos jardines que cayeron y callaron la intensidad de la grama. Soy yo el miedo que se entronca en las ventanas y en las puertas cerradas.
Se apagó el mobiliario, se lo llevaron incrustado en el vuelo de un pájaro. Se fue con los eucaliptos y las rosas destempladas que veías desde la ventana del baño y que alguna vez te hicieron compañía. Asomadas sobre la poceta, te reían. Sufrieron en la casa los embates del diluvio, disgregadas por la lluvia de los mirlos y el establecimiento de una luz sin dientes que mascaba nubes. Esas mismas nubes que hacían un agujero en el cielo y meditaban sobre hormigas y rocíos. La mañana se abstuvo como si se viera en un espejo, los cerros se estrujaron sobre el valle y a tientas mojaron a los intrusos que reptaban sobre las losas, sobre el granito frío que se curvaba. Me quedé quieto y sin respiración, me obstine en una suerte de epidemia de la piel. Ya no más relamidos vientos, ya no más felices y sincopadas arboledas de risas abiertas en canal.
Mis cinco minutos de fama se diluyen en cerveza caliente y en cigarrillos que nunca he fumado, un estallido sin fiesta que se vuelca sobre el plexo solar y amputa los pliegos del dolor. La cerveza sigue allí, gritando lo que no sé, espabilada y dicharachera, se desprende del olor de las ventanas. Muero cada día, me sumerjo en las aguas de las calles, no encuentro consuelo en lo arboles, en su sabia rota que mancha las aceras. Esas aceras yo las conozco mal, son mis enemigas, las que me han quitado todo. Yo las saludo y a sus caminantes les pido el solsticio de invierno, un frío que me rompa, que me saque de la virtuosa losa de las tumbas. Me distraigo. Ya no camino, me arrastro sobre el lumpen que se ríe, el que siempre se descompone y trabaja en los solitarios polígonos que en las afueras del alma nos acosan. El mirlo y la golondrina se estrellan contra el cielo plomizo, los motores de los coches rugen en la selva asfáltica, húmeda y caliente, regañona y surtida de plomo. Me retuerzo, me acomplejo, salgo a dar una vuelta, entro y me sostengo, me acuesto y vuelo, como y me astillo, hecho madera, me quemo. Hay un dicho que no conozco, pero que me altera el ritmo. Ya no respiro, mas bien bebo alquitrán, me vuelvo ciudad, echo humo y corcoveo, me desentiendo de la carne, me asusto cuando los colores se avivan y parecen contrariar el viejo suspiro de las hierbas.
Rugidos plumosos en la orilla del camino. Son los locos con sus piedras en la mano, caminan sin moverse, se desplazan en vuelos nocturnos sobre carreteras cerradas. Yo nunca fui así, destemplado, abierto a la ruta sin fin. Me he quedado, siempre me he quedado en donde se cuecen los encierros. Me he tirado por escaleras de sótanos calientes, me he nutrido del estiércol de meses que no se acaban, he surgido de vientos callados. A cambio, los gusanos me han cedido su tierra de sueños, sus aposentos de minerales caídos. Miento cuando digo que sonrío, cuando me pongo en los pliegues de las cadenas y grito sobre el cielo estrellado. Siempre me acuesto en la misma cama, la de sábanas muertas, la misma en la que he dormido para el pasado. En ella no se duerme bien, se siente la última rozadura del dolor. Qué suerte haber vivido en el silencio de corredores sustraídos a la música de las flores. Escucho ahora el vendaval de los puertos, la comisura de las tiernas cabezas sobre la almohada. Las golondrinas ya no vuelven, no vienen al hastío de las horas blancas, he quedado solo en el mausoleo con los recuerdos en llamas, pero fríos, el suspiro congelado en los labios, la lengua tumefacta y cantarina, y la bestia mordiendo el corazón que no se cansa de soltarse. Ha sido un buen día, el de la carga, el día de las cuerdas agazapadas en el urinario.
Un estallido de huesos en el fondo de la luz y el anacoreta se levanta de su mullido suelo de lava. Es el comienzo de los chillidos, y de las viejas nostalgias. Es ese dolor de recuerdos negros, el violento malestar de la nieve, los últimos brazos de los indolentes. Hay días para virarse y entretenerse con el musgo. También hay días para comer suspiros y sábanas a la intemperie. Quiero romper cielos, asomarme al vacío de las naves, observar el frío levantarse de los metales y las máquinas con sus ruidos incesantes, la tecnología limpia que brilla en los pulmones y nos adormece en la desesperación, en el hueco del alma, en la turbia mirada de nuestros ojos caídos. Hay gritos que se estiran sobre la hierba, y silencios que se enroscan en las tibias. Cuando hablo me sostengo sobre las palabras y caigo siempre en el abismo del mudo. Soy uno más que sobre las aguas se enfanga y enmohece sin rabia, casi con una sonrisa que se hiela y en las manos los estragos de los días. Entonces, camino y me deshielo bajo los árboles, mejor bajo un nogal, solo porque a los nogales no los conozco y puedo hablar con la confianza de un muerto.
Risas nocturnas que se arrastran sobre las baldosas, cantos difuntos trastabillan en las ramas. Hemos aprendido del suelo que los muertos se desangran y los cielos atronan sin sentido. He querido huir en un tren sin salidas, he dormido en los surcos de una mirada, he rechistado en la duda de un beso. Y jamás me deslicé en el sentido de los alacranes. Ya no sufro. Ya no lloro la caída de una sonrisa, ya no me subo a los árboles del camino ni lanzo piedras sobre los miedos de las gentes. Me conformo con dormir en tiendas cerradas y comer en los suburbios del hambre. Las colinas se encienden en la noche, su pasto crepita en la alucinación. Las colinas gritan el ensayo de un mar encarecido, truculento y de silencio traspuesto. Camino sobre la cresta del insomnio. He visto por la ventana el abismo de un sueño. Las ilusiones regresan con sorna de viejas putas. No me veo en el espejo porque el espejo es una luz negra y hambrienta. Los espejos son para los muertos y para aquellos que se hunden en la ruta del impacto. La acera es dura como una tumba, árida como el sueño de un toro. Hemos sido tantas cosas que ya no recordamos pétalos ni mariposas. La gruta cae sobre aguas lúbricas y se enciende un aullido excitado. El sueño desaparece si es que alguna vez estuvo. El sueño es un implante de la razón. Y la razón se esconde en el delirio de un cuervo.
Serenos en la noche, los platos enmudecen, la sabia escurre en paredes adoquinadas, la muerte me visita en esta estepa de vientos barridos y austeros flujos. El anuncio siempre dice los mismo: ya no perteneces a lugar alguno, el camino se ha cerrado sobre el limbo de los días. Crezco en el vaho del insomnio, las luces y el silencio me enmudecen. Ya no escribo, escupo, me interno y me desdigo. Cansado de ser, me escondo en un pliegue del mutismo. Mejor callar, mejor irse en un suspiro, en la madeja del espectáculo, en el tricornio de esperanza satisfecha. Me muevo un poco en este aire de escarnio. Acomodo los huesos de arena. Me visto con el desdén del arco que se tensa pero que no atina. Hay cielos para el quieto rubor de una pantomima y cielos para hundirse en el desamparo. Basta ya de escribir para otros, de mostrarme sobre un escenario ante el público invisible. Basta de actuaciones y pantomimas, basta de hacer el títere frente a focos de luz insulsa. Ya he tenido suficiente vergüenza, ya han tenido suficientes palabras. Ya no me vestiré de imágenes ni transitaré el verso suculento que entierra su puñal de oro fundido en las carnes de los muertos. Mejor el silencio.
A pesar de lo contundente de la frase final, espero no guardes Silencio para siempre. No hemos tenido suficientes palabras