La gran pantalla fue esquiva a los superhéroes hasta que llegó el Superman de Richard Donner. Las productoras no se tomaban en serio a los personajes de comic y los relegaban a subproductos destinados a un público infantil o directamente a series de televisión realizadas con piloto automático e infames presupuestos.
Dados los antecedentes, sorprende aún más el mayúsculo esfuerzo financiero acometido: 55 millones de dólares, la película más cara jamás filmada. Aún hoy, la gran mayoría de filmes ni siquiera rozan esa cifra. Podría haber sido la ruina absoluta para el conglomerado de majors involucradas, pero la apuesta se demostró certera: Superman se colocó como la sexta película más taquillera de la historia y dio paso a tres secuelas ochenteras que arrojaron beneficios, si bien en tendencia decreciente.
Buena parte del dinero se destinó a los efectos especiales. Un proyecto de tal magnitud no se podía permitir vergonzantes vuelos del Hombre de Acero con notorias transparencias, tal y como sucedía en las películas precedentes. Debía parecer que Superman, en efecto, volaba. Y aunque con la mirada de hoy los trucos son bastante evidentes a los ojos de un espectador más que nunca hiperentrenado en efectos ultrasofisticados, en aquel momento fue algo nunca visto en el cine. La excursión nocturna de Superman y Louis Lane sobrevolando los rascacielos de Metrópolis –en realidad un Manhattan indisimulado, de hecho pasan por encima de la Estatua de la Libertad– a los compases de la arrebatada música de John Williams sigue conmoviendo más de cuarenta años después.
Pero Superman es mucho más que unos efectos especiales, caducos por definición como toda técnica lo es. Atesora unos valores cinematográficos a los que la hiperinflación actual de cintas de superhéroes no hace más que reforzar. Y el primero de estos méritos es la fidelidad al tono de los comics. Ya había varias generaciones lectoras de las historietas y los productores supusieron, con buen tino, que al ver el filme querrían experimentar las mismas sensaciones que al devorar página tras páginas de su superhéroe favorito. De lo contrario, la oferta quedaría de nuevo limitada a niños y algún que otro adulto no demasiado espabilado.
El guion de Mario Puzo acierta al respetar la atmósfera que irradia el universo Superman. Llama la atención ver al autor de El Padrino y guionista de sus legendarias adaptaciones cinematográficas metido en estas tareas. Pero lo cierto es que hace falta un talento superlativo para acometer una tarea de traslación mucho más compleja de lo que parece, como evidencian sonoros fracasos de las franquicias contemporáneas.
Puzo mantiene el clivaje bien versus mal que articula la serie y dota de la profundidad precisa a los personajes, sin caer en un esquematismo simplón pero tampoco bajando a las profundidades del inconsciente: al fin y al cabo, es una películas de aventura, no el diván del psiquiatra: Superman se pregunta de forma legítima por su identidad, pero no arrastra por ello un trauma que lo convierta en un tarado mental.
Tanto la bondad como la maldad están equilibradas. Este Superman está muy lejos del alarde tetosterónico de algunas entregas recientes: ni parece que esté permanentemente retando a todo el mundo a partirse la cara en la calle, como si viviera siempre en una pelea tabernaria, ni se siente en la necesidad de culminar cada diálogo con un punchline pretendidamente gracioso que a duras penas consigue encubrir querencias de bullying. Lo mismo cabe decir del villano Lex Luthor. La contenida ironía del nunca suficientemente valorado Gene Hackman –uno de los más grandes actores no solo de su generación, sino de todos los tiempos– logró un milagro parecido a la transubstanciación: convertir al personaje de papel en un malvado de carne, huesos y celuloide. Otro genio, Jack Nicholson, rozaría su nivel una década después en el Batman de Tim Burton (los estratosféricos y sobrehumanos Joker de Heath Ledger y Joaquin Phoenix pertenecen a otra competición).
Toda la función se habría venido abajo sin el Superman adecuado. Los productores tenían claro que el parecido físico debía ser el punto de partida del casting. El público iba a identificarse con el protagonista a partir de su semejanza física. Ya se había hecho demasiado el ridículo con superhéroes imposibles como el rollizo George Reeves. No les tembló la mano a la hora de elegir a Christopher Reeve, un absoluto desconocido: con Marlon Brando ya tenían cubierto el cupo de estrellas para la taquilla –entre salario y porcentaje de recaudación se llevó cerca de 15 millones de dólares por diez minutos de pantalla, además de encabezar los títulos de crédito: privilegios de ser una leyenda en vida: Reeve se tuvo que conformar con 250.000 dólares y su nombre fue relegado al tercer lugar–.
La elección fue un acierto. Christopher Reeve funcionaba igual de bien en el registro de Superman que en el del tímido y patoso Clark Kent, pasando de uno a otro con sorprendente fluidez para tratarse de un novato. Desprende química con Margot Kidder, en especial en las escenas entre la avezada reportera y el apocado periodista, remitiendo a las screwball comedies más alocadas de Howard Hawks. A su alrededor, un puñado de personajes y localizaciones icónicas que aún hoy siguen pulsando las teclas de la identificación cómic-película: los padres terrestres de Superman, el Daily Planet y su colérico redactor jefe y su optimista joven fotógrafo Jimmy Olsen, la Fortaleza de la Soledad, la carrera contra el tren, Krypton y la Kryptonita, los generales rebeldes que aguardan para una segunda entrega…
Superman dura dos horas y media. Es una duración análoga a las películas actuales de D.C. y Marvel. Sin embargo, el espectador siente que en aquella le han contado más cosas que en estas. Richard Donner se toma su tiempo para mostrar a este extraño ser con apariencia humana llegado de un planeta remoto. Su cámara se detiene lo necesario en el apocalipsis de Krypton y en la adolescencia del héroe, rodada esta con una cinematografía deudora de Terrence Malick. Solo así resulta verosímil la historia que después va a contar. Y da tiempo suficiente en 150 minutos. A condición, claro está, de que no se monopolice el metraje con peleas y persecuciones de treinta, cuarenta y hasta cincuenta minutos, aunque esta petición probablemente choque con las expectativas de dividendos de los accionistas de las productoras.Probablemente lo que suceda es que ya murió toda una forma de hacer películas mainstream. Quizás ese lenguaje pueda encontrarse aún en las periferias, pero de ninguna forma en el centro del Sistema Hollywood. Esa tradición se apagó lentamente, al igual que se apagó la vida del malogrado Christopher Reeve, dejando un hueco en el panteón de superhéroes que por el momento parece imposible de llenar.