Nadie, ni siquiera los propios creadores, puede imaginar en qué momento están dando cuerpo a un personaje o a una historia extraordinarios. Este es un proceso azaroso, que no depende del todo de la voluntad humana. Dudo mucho, por ejemplo, que Mary Shelley estuviese consciente de estar creando en su momento (1811) al monstruo más famoso, Frankenstein; o Lewis Carroll dando vida a la niña más célebre, Alicia; o Ian Fleming al espía más conocido, James Bond. Tampoco Joe Schuster ni Jerry Siegel, cuando crearon la tira cómica de Superman hace más de medio siglo pudieron imaginar que en ese momento estaban diseñando al superhéroe con más poderes que haya existido, el cual vivió grandes momentos a lo largo de tres décadas por lo menos, hasta los años sesenta.
Durante los años cincuenta, Superman tuvo vida en una serie televisiva hecha de modo artesanal, con efectos muy limitados e historias elementales. El atractivo mayor del programa radicaba en el ingenuo encanto con que George Reeves interpretaba al gran héroe.
Durante los años noventa, los editores de la tira cómica de Superman decidieron acabar con él, poner fin a sus días de ficción, y contrataron a varios dibujantes y narradores para lograrlo. Pero nadie sospechaba que el héroe de ficción iba a tomar venganza en la realidad.
George Reeves había nacido en Iowa en 1914. Estudió arte escénico en la Casa del Teatro en Pasadera, e interpretó varios personajes secundarios en producciones grandes: a Brend Tarleton en Lo que el viento se llevó, al capitán Pierre Lansen en Jim de la selva (una suerte de Tarzán con ropa); en Sansón y Dalila, de Cecil B. De Mille, hizo el papel de mensajero herido; trabajó en otras cintas de Raoul Walsh y de Fritz Lang (Encubridora). Pero su gran papel fue el de Superman, el cual cumplía con una simpatía tal, que nunca lo dudamos de niños: se trataba del mismísimo superhombre salido de las tiras cómicas, no podía ser otro aquel que respondía a las preguntas: “¡Allá en el cielo! ¿¡Es un pájaro? ¿¡Es un avión!? ¡No! ¡Es Superman!”. Cuando volaba, casi podía sentirse a un gran ventilador moviendo su capa, parte de un traje que a menudo se arrugaba. Pero con todo, fue todo un éxito mundial. Se supo que el emperador Hiroito de Japón envió una carta de felicitación a Reeves, contándole cuánto disfrutaba de su serie.
La fama de Reeves llegó a ser tanta, que no creyó cuando los estudios de la Metro Goldwyn Mayer consideraron que ya el personaje estaba agotado, y dejar a su protagonista cesante. Sacaron el programa y despidieron a Reeves; a causa de esto se deprimió notablemente, y no lo pudo superar. George tenía una novia en la alta sociedad neoyorkina, Leonore Lemmon. Se hallaba en la casa de este una noche, cuando llegaron unos invitados de Leonore a la 1 de la mañana. Reeves, molesto, amenazó con echarlos, y subió a su habitación, sacó una pistola Lugar 9 mm de la gaveta y se pegó un tiro en la cabeza. Era un 16 de junio de 1959. Su cuerpo fornido de 1,85 m de altura yacía desnudo en la cama. Su novia Leonore siempre achacó a Superman la muerte de su amado George.
Pero el personaje Superman cobró una nueva víctima con otro Reeve: Christopher, (curiosamente el vocablo inglés “Reeve” significa magistrado jefe de una ciudad o distrito, o presidente de un consejo, siempre alguien con poder) quien estuvo interpretando al personaje desde los años ochenta, en las famosas películas producidas por Alexander Salkind. En las cuatro o cinco películas que protagonizó, no pudo ser mayor su identificación con este personaje. De hecho, las cintas dieron una excelente fisonomía al superhéroe, y seguramente ya han pasado a ser clásicos del género. Sin embargo, Reeves no se quiso encasillar en este personaje y trabajó en otras películas haciendo roles variopintos: pescador, asesino, cardenal de la iglesia, y cuando ya estaba alcanzando trabajos interesantes, ocurre la tragedia: va al galope en su caballo y este tropieza con algo; Reeves cae del animal y sufre un serio golpe en la columna vertebral que le deja paralítico y aún más, deja inmovilizada la mayor parte de su cuerpo, condenándole a la silla de ruedas.
Pero el actor no descansa, y lejos de sentirse inactivo o deprimido, se sobrepone, para encarnar a un personaje paralítico en la película Ventana trasera, donde espía por la ventana de su edificio la relación extraña de una pareja en un departamento situado frente al suyo, rindiendo así un homenaje al clásico de Alfred Hitchcock La ventana indiscreta. Allí encuentra que un hombre maltrata a una mujer, y él se dispone a descubrirlo, como el personaje de Hitchcock, aunque ya sabemos que este asesino también descubre a su observador furtivo y amenaza con matarlo, lo cual crea unas soberbias situaciones de suspenso y acaso constituye el mejor papel suyo. Es decir, Reeves es un paralítico que interpreta a otro paralítico, y con ello conjura su propia condición física, buscando elevarla a un plano de creación. Lo celebramos por él, por la capacidad que ha mostrado para resistir, asistiendo a actos públicos y defendiendo con nobleza el derecho a vivir.
Mientras tanto, ahí está quien interpretara al más fuerte de los hombres, hasta cierto punto tocado por el destino de un papel trágico, como otra de las víctimas de haber tenido la osadía de meterse en la dura, pero igualmente frágil, piel del hombre de acero.
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Este texto se publicó originalmente en el libro de Gabriel Jiménez Emán titulado Impreso en la retina, Ediciones Uney, 2010.