Pregunto: ¿A qué lugar va uno conscientemente para que lo torturen, para que le hagan daño minuciosa y premeditadamente? A la fisioterapia. ¿O no? Lo afirmo con conocimiento de causa. Hace unos años me vi envuelto en una estúpida pelea (todas las peleas lo son, sobre todo después de que ocurren). En mi vida había golpeado a alguien y en esa pelea el primer golpe que propiné me rompió el quinto metacarpiano de la mano izquierda. El resultado fue nefasto, no solo por el hueso roto, que ya sería razón suficiente para sentirse infortunado, sino, sobre todo, por la operación quirúrgica de emergencia a la que fui sometido, en la que yo vi una clara alusión al karma en plan, si tú propinas, el universo te propina, durante la cual implantaron tres alambres que perforaron la piel y los huesos de mi mano, la subsiguiente inmovilización de dicha mano por cuarenta y cinco días y la encapsulación de las articulaciones del meñique que produjo dicha inmovilización. Bajo estas circunstancias hay una sola forma de conocer la fisioterapia: dolorosamente. Y se la conoce a fondo por un espacio de tiempo que a uno se le antoja interminable. Y lo es. Créanme.
A mí me tocó un lugar agradable con un enorme ventanal que tenía una vista magnífica de la autopista Francisco Fajardo, de Ciudad Banesco y de Colinas de Bello Monte. Sobre todo la autopista luce impresionante vista desde allí arriba. Es asombrosa la cantidad de bestias que la transitan. Veo todo tipo de conductas esquizoides y situaciones absurdas mientras, sentado en una sillita de metal, los fisioterapeutas se afanan en extraerme el último vestigio del dolor. En la mañana, un pobre diablo del Vivex estaciona su camioneta en el rayado que divide la vía que va hacia Plaza Venezuela y la que va a la Valle Coche. Durante las dos horas que dura mi terapia, mientras no estoy constreñido por el dolor, lo veo montado en la defensa de la autopista, desperezándose, o pateando piedritas en el hombrillo, viendo pasar los carros. Un desfile interminable. Cuando ocurre alguna eventualidad, es poco lo que hace. Se aburre.
Ahora hablemos de los fisioterapeutas. Los fisioterapeutas. son tus amigos. Son implacables. Los amigos lo son. Son gente agradable y conversadora. A la hora de hacer su trabajo no se detienen ante súplicas, lloriqueos o amenazas, veladas o no. Son profesionales y lo demuestran. Al final tienes que agradecérselo. Asombroso. Al terminar mi primer día de terapia, me planté frente a la secretaria y le dije: ¡Ah! pero ¿es que además hay que pagar? Era un chiste, pero lloraba mientras lo decía.
Soy muy gracioso mientras me hacen daño. Lo he comprobado. Mis amigos, los fisioterapeutas, se ríen mucho conmigo. Yo trato de reírme también. Cuando ríes liberas endorfinas y mitigas el dolor. Cuando gritas también liberas endorfinas. Cuando no estoy diciendo alguna tontería, estoy gritando. De lo que se trata es de sufrir lo menos posible. Si es que eso es posible. No hay manera de saberlo. No hay puntos de referencia. No puedes decir: Así duele menos, así duele más. Es inútil. Es dolor en estado puro y no hay manera de escapar de él. Un señor me dijo que un día su hijo, en mitad de la terapia, pegó un grito tan atronador y desgarrado que vinieron de todo el edificio a ver qué había sucedido. Dos personas que esperaban en la consulta se marcharon en silencio como si se hubiesen dado cuenta, en ese preciso instante, de que se habían equivocado de consultorio. Al muchacho tuvieron que inyectarle un calmante. Cuando el padre le preguntó si había sentido dolor, el hijo no supo contestarle. No sabía si había sentido dolor. No sabía cómo nombrar lo que había sentido. Finalmente dijo que lo que había sentido iba más allá del dolor.
Yo estoy sumergido en todo esto con un estoicismo que me sorprende. Hay días (casi todos) que he pensado en abandonar. Sin embargo al día siguiente estoy plantado, con mi habitual puntualidad, frente a una sorprendida secretaria que me mira sonreír, cada día, como si fuese la primera vez que voy y ella la primera vez que me ve.
También he pensado en cortarme el dedo meñique. Después de todo, sirve para poco más que hurgarse los oídos. Pero claro, no lo voy a hacer. Aún no he agotado del todo la porción de masoquismo que me corresponde y que ahora administro con extrema prudencia. Así que nos vemos en la terapia.