Sin The Searchers no habría existido Taxi Driver. El esquizoide Travis Bickle/Robert De Niro de la película de Scorsese desciende directamente del no menos desquiciado Ethan Edwards/John Wayne del filme de John Ford. Apenas sabemos nada de su pasado, salvo que ambos vienen de perder una guerra. Habitan ecosistemas marcados por la violencia: en un caso, la frontera con las comunidades nativas; en el otro, la decadente Nueva York de los setenta. A lomos de un caballo o al volante de un taxi, sueñan con limpiar sus respectivos territorios de lo que consideran escoria, indígenas o negros: son abiertamente racistas. No pueden conseguir a la mujer que aman. Buscarán su redención rescatando a una menor, pero parece imposible que puedan tener un hogar o una familia. Son almas errantes condenadas a vagar por el desierto o por las umbrías calles de una ciudad fantasma.
.
The Searchers es una película atípica, más aún para la época en la que fue rodada. Y sorprende ver al frente a John Ford, hasta ese momento apologeta del western maniqueo de buenos —los blancos— y malos —los “indios”—. En The Searchers, la espiral de violencia devora a cada personaje, con independencia del bando al que pertenezca. Todos acumulan muertos, odios, venganzas, rencores… Como vaticina una colona, el futuro país se construirá sobre una montaña de cadáveres.
.
Ford da un paso adelante y pone el racismo en el centro del conflicto. Hombre más ilustrado de lo que le gustaba reconocer, sabía que el supremacismo blanco estaba en el ethos constitutivo de Estados Unidos. En The Searchers lo muestra en toda su crudeza. Hasta los personajes más amables expresan su repulsión al diferente como si se tratara de algo lógico. También ajusta cuentas con el ejército, antaño glorificado por el director en su Trilogía de la Caballería. Los soldados entran a sangre y fuego en campamentos con niños indefensos, conducen a latigazos a las mujeres apresadas y asesinan a seres llenos de inocencia como la risueña Look…
.
Todas esas turbulencias morales se condensan en el personaje de Ethan Edwards. John Wayne fue valiente al aceptar un papel tan alejado del héroe que acostumbraba a encarnar. La paranoia de este excombatiente confederado le lleva a amenazar con descerrajar un tiro a cualquier niño blanco asimilado por los indígenas, “porque vivir como un indio no es vivir”; dispara a los ojos de los cadáveres comanches para que estos, según sus creencias, no puedan encontrar el camino del más allá; masacra una manada de búfalos y así priva a las tribus de comida y pieles; niega a un chico su condición de blanco porque uno de sus bisabuelos era cherokee… Pero las razones que torturan su alma no son gratuitas, Las heridas que le convierten en un castrado empático son profundas. Sobre este ser disminuido emocionalmente recaerá la larga búsqueda que da título a la película para devolver algo de paz a unos espíritus tan atribulados. Fue un personaje muy querido para John Wayne, hasta el punto de llamar Ethan a uno de sus hijos.
.
John Ford ya no abandonaría la senda revisionista del western. En Sergeant Rutledge denunció el racismo hacia los primeros soldados negros. Puso en tela de juicio la historiografía oficial de la conquista —a la que él mismo había contribuido decisivamente— en El hombre que mató a Liberty Valance, reconociendo que entre la verdad y la leyenda, se optaba siempre por la segunda. Y su última entrega del Oeste fue una elegía crepuscular de los pobladores originarios con el poético título de El otoño de los cheyennes…
.
En términos puramente cinematográficos, The Searchers es una de las obras cumbres de John Ford y un robusto ejemplo de por qué está considerado uno de los directores más importantes de la historia. Narrativamente dosifica con solvencia la explicitud y la elipsis, dejando que sea el público quien ate los cabos argumentales o incluso que imagine lo que se le antoje: ¿Por qué se marchó Ethan Edwards? ¿Y por qué regresó? ¿Dónde estuvo en los tres años posteriores a la guerra civil? ¿Fue a California o viajó a México para combatir con el emperador Maximiliano y, por tanto, encadenando una segunda derrota? ¿Es un ladrón, como parece demostrar su bolsa de monedas de oro y sugiere el reverendo/sheriff, con quien se intuyen deudas pendientes? ¿Hay algo más que una aparente atracción por su cuñada? ¿Fue ese el motivo de su marcha y también de la tirante relación con su hermano? ¿Es Debbie realmente su sobrina…?Visualmente la película evidencia que el realizador era un talento descomunal al máximo de sus capacidades. Nunca Monument Valley –territorio Ford desde La Diligencia– fue fotografiado con tanta magnificencia. Para ello contó con la complicidad de Winton C. Hoch, el mago del color –nunca trabajó en blanco y negro-, quien ya atesoraba tres Oscars, dos de ellos de la mano del propio Ford (She Wore a Yellow Ribbon y El hombre tranquilo). David Lean estudió la película a fondo para aprender cómo debía filmar el desierto en Lawrence de Arabia. La composición de cada imagen es prodigiosa, con una disposición en pantalla de los elementos humanos y materiales apabullante. Para la hemeroteca cinéfila quedan planos como la apertura inicial de la puerta y su correspondiente coda final con el cierre de otra puerta; la cabalgada en paralelo de la patrulla ranger y los comanches, o el descenso de Debbie por la duna. Basta con ver las líneas del horizonte para entender en toda su plenitud el consejo que John Ford le dio a un quinceañero Spielberg y que este rescata en The Fabelmans.
Comentarios 1