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Tarantino levantó cierta polémica cuando dijo que Tiburón era la película mejor filmada de la historia. Polémica efímera, como todas las de estos tiempos, marcados por la volatilidad de las redes sociales. Y también absurda, por cuanto nunca dijo que se tratara del mejor filme, como malinterpretaron algunos inquisidores del teclado. Tarantino estaba poniendo el foco en la realización, es decir, en la forma de trasladar una historia a imágenes. Y en este sentido, conviene darle crédito al autor de algunas de las más potentes secuencias de estos últimos treinta años cuando afirma que nadie ha alcanzado las cotas de magisterio que logró Steven Spielberg en su primer revienta-taquillas.
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Para redimensionar lo que supuso Tiburón en su momento hay que señalar que nunca hasta entonces se había visto una cinta con semejante factura. No solo era una cuestión de técnica, aunque era sorprendente la pericia adquirida por aquel seminovato que aún no había cumplido los treinta años, formado en la estajanovista pero solvente televisión de la época. Se trataba, como bien apuntaba Tarantino, de la propia concepción visual del relato, de ese impulso inicial en el que un autor imagina la película en su propia mente. Al igual que esos músicos que no necesitan un instrumento para componer, sino que la melodía va surgiendo en su cabeza, Spielberg es un superdotado para pensar con imágenes. Puede que muchas de sus películas no sean obras redondas, pero su privilegiado cerebro visual deja siempre un puñado de escenas para la posteridad.
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En Tiburón, el director aún no había caído en los almibarados subrayados emocionales que lastraron muchos de sus títulos posteriores. La narración es más seca, más cortante, haciendo las concesiones justas al sentimentalismo al que más tarde se abonaría. La primera parte de la película, con los ataques del escualo a los bañistas, probablemente hizo sonreír al mismísimo Alfred Hitchcock: la construcción del suspense clava a su butaca a un espectador que empieza a ver aletas por todas partes. En particular, la segunda aparición del animal es un tratado de cómo manejar la tensión.
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El segmento final es territorio Howard Hawks: un grupo de personas, muy diferentes entre sí, unidas en una misión. La peligrosidad de la tarea hará que, contra todo pronóstico dado lo irreconciliable de sus caracteres, se estrechen los vínculos. Spielberg tampoco seguiría por este camino. Si en Tiburón el grupo se une a través de la acción y, por tanto, de la imagen, en el resto de sus películas la afinidad llegará a través de los sentimientos expresados con palabras: véase, por ejemplo, los largos parlamentos de Tom Hanks en Saving Private Ryan.
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Dice la leyenda, alimentada por el propio realizador, que la decisión de apenas mostrar al tiburón se debió a los continuos fallos de la réplica mecánica. Nada nuevo bajo el sol: ya en 1942 Jacques Tourneur insinuó las panteras homicidas en la imprescindible Cat People, ante las nada convincentes opciones de felinos de trapo que le ofrecía el estudio. Vincente Minelli rememoraría el episodio diez años más tarde en la no menos imprescindible The Bad and The Beautiful.
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Con independencia de cuál fuera el motivo real, lo cierto es que la película se beneficia enormemente de esa apuesta visual. El tiburón es presentido, lo que lo convierte en más amenazante aún. En ocasiones, su llegada ni siquiera es anunciada con imágenes, sino mediante los siniestros acordes pergeñados por John Williams. Otro acierto es el hecho de conferirle comportamientos más humanos que animales. Llega un momento donde se mueve por razonamiento y no por instinto, hasta el punto de que sus perseguidores se dan cuenta de que está jugando con ellos. El tiburón pasa de ser una bestia de la naturaleza al villano de la película, y por cierto, uno de los más malvados que se han visto en el cine… El público ya no piensa en él como un animal sino como una persona y lo juzga bajo esos parámetros. Sobre el papel, parece una idea muy simple. Hacerla creíble en una pantalla está al alcance de muy pocos.
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Los otros “malos” son las autoridades y empresarios locales. Se niegan a cerrar las playas para no arruinar la temporada turística. Minimizan los riesgos en nombre de los negocios. Cuentan las crónicas que la audiencia abucheaba a estos mercaderes de la tragedia, indignada ante su miserable cicatería. Casi medio siglo después, cuando otro ataque no menos letal, el del coronavirus, asolaba el mundo, muchas voces de relevancia y cargos de alta responsabilidad, entre ellos el entonces presidente de los Estados Unidos, restaban importancia a la amenaza y recelaban de confinamientos y cuarentenas izando la bandera de la economía. A veces, la vida imita al cine de la peor de las formas posibles.
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Excelente reseña. Impulso indetenible de ir corriendo a verla.