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Esta es una película política, en la cual se denuncia la explotación de los trabajadores en las cadenas de montaje, pero también el modo como las instituciones acosan a los ciudadanos y los mantienen bajo control, para mayor gloria del capital. Pero es también una comedia sobre la condición humana. Cuando Chaplin la filma Charlot ya es un personaje celebérrimo, que ha suscitado en todo el mundo carcajadas. Sus peripecias tienen lugar en barrios marginales, en lugares ajenos a lo que distingue a la sociedad del espectáculo. De ahí la paradoja que encarna para la industria cinematográfica la figura de Charlot, como uno de sus iconos más famosos. Su apariencia inocente le permitió introducir cargas de profundidad critica allí donde lo que se esperaba era mero entretenimiento. Ningún discurso hubiera logrado mostrar al mundo todo aquello que logró mostrar Chaplin disfrazado de payaso. Un disfraz que no edulcora la miseria: le da vida y la exhibe en toda su crudeza.
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Charlot se muestra siempre bajo figuras marginales: pobres, presos, inmigrantes, trabajadores precarios, vagabundos… Siempre tiene hambre y nunca tiene dinero. Se busca la vida, lo cual le pone en problemas con la ley. Existe una incompatibilidad radical entre el ser humano inocente, representado por Charlot, y cualquier figura de la autoridad: políticos, capataces, oficiales, agentes de inmigración, mandos militares… Su antagonista por antonomasia es el policía. Está permanentemente en fuga: se fuga de la cárcel, del hospital, de la fábrica… Pero Charlot no se opone a la autoridad por rebeldía. Simplemente, su naturaleza le hace refractario a ella. Representa la naturaleza humana en su desnudez originaria, perdida en un mundo que le es hostil. Lo que su humor y sus movimientos espasmódicos revelan es el absurdo de la racionalidad moderna y la tragedia que esta representa para el ser humano. El cine ha desplazado la tragedia de lo extraordinario a lo ordinario. Son trágicos el destino de un pobre y de un obrero, de un inmigrante y de un vagabundo, pero no el de un rey; este ya no merece compasión sino desprecio.
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Tras un largo periodo de reflexión, Chaplin vuelve a dar vida al personaje y, en una vuelta de tuerca genial, lo introduce en una cadena de montaje. La película se inicia bajo la imagen de un reloj, pautando los movimientos de las máquinas y de los trabajadores. Nos muestra la violencia inherente al mundo del trabajo y la maquinización del hombre bajo el imperio de la técnica. Todo está sometido a un control y a un cálculo precisos. La cadena exige al trabajador que se adapte a ella, manteniendo en todo momento su atención y ofreciendo una respuesta inmediata, según un ritmo impuesto. Una acción mecánica que excluye toda reflexión sobre lo que se está haciendo y lo convierte en un autómata.
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Si en las películas mudas ya habíamos visto a un Charlot incapaz de adaptarse al mundo de la ley y el orden, aquí el colapso es inevitable: hasta una mosca lo distrae. Incapaz de seguir el ritmo, es devorado por la cadena de montaje. Una vez en su interior, lo vemos deslizarse por sus engranajes, haciendo pantomimas. Una vez expulsado, sigue moviéndose maquinalmente, poseído por la máquina. Su locura espasmódica interrumpe la cadena y es enviado al manicomio. Diagnóstico: “depresión nerviosa”. En sus peripecias posteriores se enamorará de una joven huérfana, mendiga como él. Tratarán de salir a flote mediante trabajos precarios, pero el mundo que les rodea se muestra hostil a su ternura.
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Más allá de la denuncia del trabajo en cadena típico del fordismo de la época, Tiempos modernos nos invita a una reflexión sobre la naturaleza de las máquinas y nuestra relación con ellas. Los movimientos mecánicos de Charlot, una vez que deja de trabajar, muestran como el uso masivo de los aparatos provoca nuestra adaptación a ellos. ¿Acaso no sucede lo mismo cuando vamos al cine? La pantalla nos fija en la butaca y nos abre los ojos como platos. Nos absorbe lo que vemos, el despliegue de efectos, colores, sonidos, las interpretaciones y la historia –por todo aquello que hace del cine el arte de la era técnica. Lo mismo sucede cuando usamos el móvil o el ordenador: ellos nos utilizan a nosotros tanto como nosotros a ellos. La tecnología no es solo un instrumento en manos del hombre, sino un conjunto de dispositivos de poder que lo configuran. El despliegue masivo de estos dispositivos, de los que dependemos, determina nuestra vida mucho más de lo que imaginamos. Igual que Charlot sigue moviéndose mecánicamente cuando deja la cadena de montaje, así nos movemos cuando dejamos el móvil en la mesa. Seguimos bajo su magnetismo y su poder mecánico incluso cuando no lo usamos. Somos ya seres maquinales que viven una existencia maquinal. Pero también somos Charlot: sigue latiendo en cada ser humano esa inocencia originaria que nos impulsa al encuentro con los otros. Nuestro núcleo más auténtico e inexpugnable, refractario a toda maquinación, que solo descubrimos en el despojamiento. Nuestra infancia.
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Al impacto de las máquinas y de las instituciones de encierro Chaplin solo puede oponer la inocencia del amor. Y nos invita a caminar hacia lo abierto, aunque sea por un camino polvoriento. Pero esta solución, tan candorosa, no deja de ser desoladora. Se sitúa a medio camino entre la esperanza y la impotencia. Implica la certeza de que ninguna acción, ninguna cosmovisión, ningún programa de gobierno, ninguna ideología redentora nos podrá salvar. Esta es la situación del ser humano en la Modernidad. Vivimos en la era de las maquinaciones, que se expresa en gigantescos proyectos de desarrollo, inmensas instalaciones y dispositivos, planes de ordenamiento mundial en los que se invierten ingentes cantidades de recursos. Vivimos en la era del desarraigo generalizado y de la caída del ser humano en la inautenticidad, atrapado por lo que Heidegger llamó “el engranaje”, un modo de organización total en el que todo se relaciona con todo según la lógica de la compatibilidad y de la producción. En esta época oscura, no podemos sino aferrarnos al tiempo que nos ha sido concedido, cultivando un poco de amor en nuestro pequeño universo personal. Esto era así en el año 1936, en vísperas de la II Guerra Mundial, y aún más el año 2021, en tiempos de pandemia. Más allá de las ilusiones con las que cada cual logre consolarse, y a despecho de que muchos puedan salir sanos y salvos de la quema, lo que ha ocurrido en el mundo entre una y otra fecha lo confirma. Tal vez por eso Charlot y su compañera dan la espalda a la civilización y hacen de la impotencia, pero también de la ternura y de la risa, su camino. Por ese camino polvoriento, alejándose de Hollywood, el cine también ha seguido los pasos de Charlot. Incluso si a nivel cinematográfico no haya aportado mucho, a nivel humano se lo debemos todo. Su presencia en la historia del cine, desde la década de 1910 hasta Tiempos modernos, es un milagro.
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