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La poesía es revolucionaria. El poeta que siente un compromiso visceral con el hambre de su pueblo, tratando de conjurar las fuerzas demoníacas, se desgarra entre lo posible y lo imposible. No en vano se trata de Eldorado, esa tierra mítica que soñaron los conquistadores. Se trata del sueño y de la pesadilla, de la contradicción de las contradicciones –¿acaso no es contradictorio ser poeta y periodista, como Paulo, el protagonista? ¿se puede ser de izquierdas y dionisíaco, cantar el amor y ser violento?
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Resulta difícil, para un artista consciente de su mundo, en las venas abiertas de América latina, no sentir la tentación de la política, de la lucha, de la resistencia, dónde se encontrará perdido. Y sin embargo debe atravesar ese pantano de fuego, aún a riesgo de estropearlo todo y de romperse, pues el poema sangra como un ave cuando siente el aliento del pueblo como suyo. Pero esto no deja de ser ridículo, pues el poema vuela en solitario, irremisiblemente se aleja de las masas –de toda masificación de ideas o pasiones– a medida en que el poeta se endiosa en su tarea. Lo que queda es un pulso, también una violencia. Es un fuego inmoral donde se quema. Y sin embargo, ¿a quién le importa eso? La maquina política avanza según sus propias leyes, se remite a sus fuerzas. La tensión entre progresistas y reaccionarios, entre liberales e izquierdistas, entre campesinos y burgueses, entre trabajadores y empresarios, con todo su juego de alianzas y de enemistades, que pueden cambiar de un día para otro, según los intereses o las posibilidades del momento.
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Porfirio Díaz, el líder golpista, perpetúa la dominación colonial. Tiene de su lado la energía de los conquistadores de Brasil, cuya misión actualiza. Es la encarnación grotesca de esa historia, simbolizada por la cruz, el cáliz y la bandera de la Inquisición. Ostenta sus consignas: Patria, Dios y Familia. Sus oponentes –Fuentes y Vieira– no tienen nada que oponerle, excepto bellas intenciones, débiles alianzas y rostros bondadosos. Paulo, el poeta, se pone de su lado, pero esta alianza está condenada al fracaso, pues los políticos liberales, surgidos de la burguesía culta, no son capaces de comprender lo que está en juego. Se mueven sobre la superficie, de la que son barridos fácilmente. Los otros personajes –Sara, la amada del poeta, Aldo y Marino– son meros comparsas, a pesar de todos sus desvelos: militantes de esa izquierda posibilista que se alía con la burguesía para lograr reformas y frenar el paso al fascismo, pero que acabará frustrada a causa de su falta de auténtico poder; es decir, de una fuerza telúrica enraizada en una mitología y en una tradición que los vincule con el pueblo y con la tierra. Es fácil proyectar estos personajes en miles de políticos y de activistas de América latina y también de otros continentes.
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Este es el rostro visible de la historia. Pero lo fundamental se juega en otro plano. Para el poeta, se trata de energías, figuras y arquetipos, capaces de movilizar pasiones subterráneas. Hay mucho de magia en la política de masas. El mesianismo demoniaco de Porfirio Díaz, con su lenguaje delirante y su parafernalia religiosa, arrasando con todo y preparando el golpe de Estado como catarsis colectiva. Si el poeta enloquece es porque su visión no puede conciliarse con el discurso ilustrado y manso de la izquierda y de los liberales, incapaces de hacer frente a esa magia negra desplegada por las fuerzas llamadas reaccionarias. Estas son, de forma paradójica, las verdaderamente revolucionarias, pues se saben portadoras de esa aura mesiánica que las sitúa por encima de la razón de los vencidos. No en vano, hacia el principio de la película, antes de inmolarse, Paulo se refiere al líder mesiánico-fascista como “el dios de mi juventud”: esta relación es una de las claves que explican su locura. Se trata de la sangre, de esos atavismos que nos condenan a luchar hasta la muerte.
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Tierra en trance penetra en ese laberinto. Es mucho más que una película política. Es una suerte de catarsis, un grito de desesperación, una inmolación. La narración se rompe en fragmentos, que aparecen como deslavazados. Se desarrolla al nivel de esas energías subterráneas que la política exterior no deja ver, por mucho que sea una mera emanación de ellas. En este terreno pantanoso la cámara enloquece, se pierde y gesticula en ángulos extraños, falsos raccords, flashes inesperados, imágenes que se repiten… Lo mismo puede decirse del sonido, de las interpretaciones, de la estructura, de la fotografía… La película avanza desesperadamente, sin otra cualidad que su delirio. Parece poseída, como los personajes. A menudo nos sentimos perdidos, como ellos. No se nos dice dónde ni en qué momento de la narración estamos. Hay también desajustes estructurales; por ejemplo: al principio parece que todo esta siendo recordado por Paulo antes de su muerte, pero luego vemos episodios de los cuales no puede ser testigo, voces que hablan contra él, otros narradores, sin que sepamos muy bien de quien se trata. A veces se habla del presente y otras del pasado, sin que sea fácil reconstruir la historia en un sentido cronológico. El resultado es tan denso como poderoso. Va directo a la sangre.
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Tierra en trance es un manifiesto decolonial. Nace de una preocupación ética sobre el estilo: ¿cómo debe ser una película auténtica y autóctona, que no imite el modelo norteamericano? Rocha estaba cansado de ver a los cangaçeiros comportarse como cowboys, pero también del colonialismo político de los intelectuales que proyectan sus pobres esquemas sobre una tierra trascendente que se confunde con la piel. Por eso es también una película sobre “la impotencia de la fe”, según la expresión de Paulo. De la fe del poeta de Eldorado, de la confianza en el pueblo, de las esperanzas de transformación social y espiritual, que arranque la oscuridad de sus raíces centenarias. La caída del poeta en la impotencia como acto revolucionario, más allá de toda racionalidad, directo al corazón de la materia. Catarsis de la violencia que lo mueve y de la que él mismo permanece preso, pues se identifica con una situación desesperada, de la que ni puede ni quiere sustraerse.