Si alguien piensa que Tarantino rompió todas las normas de corrección política con su ucronía Inglourious Basterds, es que no ha visto To Be or Not To Be. Con la irreverencia añadida, para la película de Lubitsch, de haber sido rodada en plena Segunda Guerra Mundial, con media Europa invadida por los nazis, Londres bombardeado noche y día y las noticias de los hornos crematorios en el horizonte.
Cuando el Gobierno de los Estados Unidos comenzó a financiar filmes que despertaran el apoyo popular a la entrada en la contienda, probablemente no estaba pensando en algo como To Be or Not To Be. Aquí no hay héroes intachables de una sola pieza, soldados valerosos que dan su vida por la patria, madres abnegadas que esperan el regreso de sus hijos del frente… De hecho, ni siquiera los protagonistas son norteamericanos: son los actores de una compañía de teatro polaca atrapados en la Varsovia ocupada. Y además de actores –o, precisamente, por eso–, son vanidosos, inseguros, neuróticos y egocéntricos. Era la venganza personal de Lubitsch contra el gremio actoral, un capítulo más en la recíproca fobia entre directores e intérpretes. Al menos, el alemán desplegó cierto cariño por sus criaturas, no como haría treinta años después Truffaut en su oscarizada La Nuit Américaine, inmisericorde retrato de los actores.
Para soliviantar aún más al Departamento de Estado, los nazis no son los monstruos abominables que pregonaba la propaganda oficial. Adelantándose dos décadas a la “banalidad del mal” acuñada por Hannah Arendt, los SS de Lubitsch son arribistas miserables y cobardones, que cumplen burocráticamente las órdenes para satisfacer a sus superiores y lograr los tan ansiados ascensos.
La condición de judío de Lubitsch no le libró de la polémica. La sociedad no estaba preparada para una sátira de la catástrofe bélica mientras esta seguía en curso. Si comedia es igual a tragedia más tiempo, aquí faltaba el elemento cronológico. La crítica fue despiadada. No se tuvieron en cuenta los valores cinematográficos de la película. Lo que se puso en primer plano fue la impertinencia de una burla de tal calibre precisamente en aquellos momentos. Hasta el padre de Jack Benny se salió del cine al ver a su hijo vestido con un uniforme nazi. El propio Lubitsch publicó una carta en los periódicos para defenderse de todas las acusaciones: “Lo que satirizo en esta película son los nazis y su ridícula ideología”.
Casi ochenta años después, añadida la distancia temporal a la tragedia, lo que queda es uno de los más gozosos ejemplos de screwball comedy que ha dado Hollywood, aderezado con el famoso toque Lubitsch, que implicaba sutileza, inteligencia y tomar al espectador como lo que es: un ser pensante al que no hay que darle todo masticado como si fuera incapaz de razonar por sí mismo. El matemático engranaje del guion se mueve en dos planos: el enredo amoroso –la pareja ya establecida que se tambalea ante la llegada de una tercera persona es un clásico en Lubitsch– y la alocada misión que debe ser cumplida. Ambos relatos se complementan, uno alimenta al otro y viceversa, la acción va y vuelve, con unos actores en estado de gracia y un ritmo que si bien no alcanza las velocidades de vértigo que imprimían Billy Wilder o Howard Hawks sí que se desarrolla con la cadencia justa que el relato exige.
De más está decir que To Be or Not To Be contiene algunos de los running gags más divertidos de la historia del cine –como el que da título a la película– y los punchlines más ingeniosos que se puedan concebir. Cabría preguntarse cuándo perdió Hollywood esa capacidad para despachar una escena con una frase de cierre preñada de humor inteligente. Ver en lo que se han convertido esos míticos colofones de guion, por ejemplo en las sagas de superhéroes, produce sonrojo. Quizás la solución esté en recuperar el toque Lubitsch, es decir, no tratar a la audiencia como si fuera imbécil.

