Afuera, en la mitad de la sala de la casa, hay un fantasma que saca con sus espectrales dedos terrones de una mata, de esas matas que aún cuida y le quedan a mamá. Dicha aparición se asemeja bastante a quien escribe estas líneas y deja constar qué sucedió. En la casa de mis abuelos paternos había un amplio jardín como recibidor, luego unos altos escalones que conducirían a la primera parte o planta de esa casa alta que construyeron en los años cuarenta, la urbanización La Concordia de Barquisimeto, estado Lara. Mi abuelo, aquel calvito sordo, simpático y mocho de dos dedos de su mano derecha, había entrado y salido a la fuerza, perseguido o conducido por la Seguridad Nacional; años después murió, muchos años después murió en la placidez de su habitación, en la noche, una noche de julio cuando cumplía, creo, si mal no recuerdo, ochenta y un años. Murió siendo visto por el retrato de su madre Adela y por el espíritu de su nieta, quien se despidió de él estando casi muerto, nieta que soñaba a trescientos sesenta y cinco kilómetros de distancia, en Caracas, nieta que al despertar de un tirón dijo a su padre que su abuelito se había acostado a dormir y no se despertaba más. La nieta, en el medio del patio y de la noche larense (esto es parte del sueño) había comido un poco de tierra. Ese patio sirvió para todos, olía a deliciosa tierra mojada, era el ombligo de una casa, de los cuartos que lo bordeaban, los de los rebeldes, la tía comunista esa y su padre, el atolondrado. En esa casa todo el mundo estaba completamente loco, gracias a dios. Mi abuela, quien es prácticamente una sobreviviente, ya casi no va a esa casa de lámparas de araña y revólveres antiguos dormitando en los cajones. Mis tíos crecieron. Quien fue de pasada movió una que otra cosa. En algún momento de la historia mi padre también moriría en esa casa, pero yo no doy testimonio de eso aquí, porque no es algo que interese ahora, no aporta en realidad mucho a la historia y es, a fin de cuentas, algo profundamente doloroso para mí. Estuvo la cosa en algo que pasé por alto, que se ocultó en los años sagazmente, un detalle casi imperceptible hasta ahora que sé, un fantasma se come la tierra de una mata de mamá. Todo comenzó décadas, tiempo, mucho tiempo atrás, cuando bisabuela Adela vivía con sus catorce hijos y bisabuelo Ovidio en el pueblo de Aguada Grande. Ella era geófaga y melancólica y malgeniada, por dentro la habitaba el mundo, comía sistemáticamente porrón por porrón del pedazo donde se sentara. Comía descaradamente como ahora como yo, porque las taras se heredan y porque en el sueño de las tres urnitas blancas de los bebés familiares ella tiene algo que ver. La sangre llama, la tierra también y como no me he muerto, me propuse hacerme un cementerio por dentro. La tradición de comer tierra nadie se la vio a nadie. Vicio solitario y oculto, generaciones de campesinos, de rurales, marginales, de caminantes, de paridoras y todo fue así, yo me recuperé un poco, haciendo esfuerzo, de ese mal que me consumía, giré en la cama y di con ella, la sensación de que en el medio de la noche me había muerto, y entonces iba a la ventana donde está la mata. Todas las noches parece que muero. Bisabuela más allá del claro me veía y decía “Muchacha pendeja cuando regresés pa tu cuarto te vas a volvé a espantá, allá estás, mirate”, y yo un poco temerosa termino de escribir esto para dejar constancia de que estoy en mi cama, sentada, y de que afuera hago un poco de ruido chupándome mis cadavéricos dedos. Allá en la sala, en el medio de la casa, están las mujeres y de seguro las urnitas blancas con los bebés de la familia.
***
Cuento del libro Todas las noches parece y otros relatos (Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, 2011) ganador del Concurso de Narrativa Salvador Garmendia 2010. Para descargar el libro completo cliquea aquí.