Bárbara habla sentada en la sábana blanca de su cama en un hotel de Teatros. Su cuarto estaría oscuro si no fuese por los destellos de un bombillo amarillo. En el largo pasillo frente a la habitación, pasan hombres y mujeres en cholas y shores preguntando por el agua.
Se escuchan conversaciones a los gritos y baldes rebotando como si cayeran al piso. Bárbara se detiene a contestar a una pregunta simple de un chamo en franelilla blanca:
—¿Sabes si llegó el agua?
—Sí, papi, pero apagamos las bombas porque quedaron prendidas toda la noche –responde con un tono de voz aflautado, pero con un dejo grave. El balde blanco en la puerta de su habitación es el registro de que hace minutos se bañó.
El pasillo amarillo y azul apagado es el de un hotel con huéspedes permanentes, pero también de encuentros casuales. Un chamo con jean, mochila y barbijo, apura el paso para entrar a una de las habitaciones con una chica trans que mueve las caderas de forma aparatosa.
Parece que van apurados, ya sea porque el chamo tiene que ir al trabajo o porque le da vergüenza que lo vean entrando en un hotel a tener sexo.
Mientras, una morena menuda con el cabello enrulado, de franelilla amarilla y shores, cava un hueco en el pasillo de tanto pasar por el frente del cuarto de Bárbara. Como si se preguntara qué vaina tan importante tiene para contar.
Cuando se pierde un amor, pero se encuentra un camino
Si la historia de Bárbara fuese un camino, tendría una línea recta y luego un zigzag, con sus debidas curvas y marchas atrás para retornar a la trayectoria original.
Cuando nació, su madre secretaria y su padre contador, le pusieron Jefferson, luego de enamorarse en la zapatería Jimmy de San Martín. Bárbara la nombra como si fuera un negocio emblema de la zona, de esos que no se olvidan y ubican su cuento en una época de Caracas: la de sus padres en los años noventa.
Cada niño tiene un amigo inseparable que luego se pierde, la mayoría de las veces, en las estepas del tiempo y la vida. Jefferson, por supuesto, tenía uno que se llamaba Gregory, con quien jugaba desde prescolar “a la pelota, a dibujar, a lo que sea”.
A los siete años de edad, la relación fraternal de amigos de escuela dio un vuelco. Jefferson se sintió atraído por Gregory, pero dejó pasar unos días antes de expresarle sus sentimientos. Por aquel entonces, Bárbara daba sus primeros pasos pegando calcomanías de Enrique Iglesias en sus útiles escolares y declarándose a Gregory, por supuesto.
Él le correspondió y nació un secreto común. La rutina era que uno de los dos pidiera permiso para ir al baño y, luego, el otro esperara un tiempo para hacer lo mismo. “¿Qué tanto van al baño?”, se preguntaba la maestra.
Los piquitos y abrazos clandestinos en el baño eran la respuesta. Sus manos tocándose por debajo de las mesas mientras hacían la tarea en clase, la sospecha. Los inquietaba no poder repetir las mismas muestras de cariño en el recreo de la escuela.
“Queríamos tomarnos de la mano en el recreo, como en clase, pero nos daba miedo pensar que la maestra nos retaría y llamaría a nuestros padres. Era una confusión entre el pensamiento y el sentimiento, como una atracción que me jalaba, pero a la vez me frenaba porque la gente se podía burlar de nosotros”, afirma Bárbara con una mano apoyándose en la sábana blanca de su cuarto.
El afecto durante un año entre Jefferson y Gregory fue en silencio durante el recreo, en desayunos y meriendas en la cantina de la escuela. Las miradas cómplices pasaban con galletas y caramelos que cada uno compartía con el otro. Los demás desconocían ese pacto entre ambos: el de expresarse cariño en sus momentos de merienda, juegos y dibujos.
Pero al padre de Jefferson le salió un trabajo de contador en Sabanita, estado Bolívar, a más de un recreo, un baño, una maestra, unos compañeros de escuela y muchos prejuicios de distancia. Bárbara cuenta que, a Jefferson, le “agarró la nostalgia” por perder más que un amigo y más que un primer amor.
“Con Gregory descubrí mi identidad de género”, comenta con su antebrazo tatuado con el nombre de uno de sus últimos amores, como si un hilo invisible lo uniese con el primero.
De su primera vez a la transformación
Jefferson, el niño que se mudó a Oriente, no era el mismo de hacía un año. Y en la casa de un tío en Sabanita hurgó entre sus cosas en busca de sus películas y revistas porno. “A los 9 años ya tenía la mente abierta por ver videos”, exclama con un suspiro Bárbara.
Con el rol claro que quería ocupar, Jefferson vivió su primera vez en el sexo, con dos jóvenes mayores cuando empezaron a jugar a mamá y papá.
Desde ese momento, Jefferson dio el paso temprano y definitivo para ser Bárbara, porque se le “despertó el deseo” en los frecuentes encuentros con los dos jóvenes. Uno de ellos, luego cumpliría un rol de liana en una selva distinta a la de la Sabanita, una de hormigón y cemento, revestida de salsa e informalidad con deformación de capital. Porque solo duraron unos años en el Oriente hasta que su familia volvió a Caracas.
De regreso, Jefferson fantaseaba con ver a Gregory en el trajín diario de la esquina de la Baralt y la avenida Universidad, en el tumulto de gente en la entrada y salida de los vagones del metro, alrededor del humo de un carro de perros calientes de Capitolio o en el mercado de Caño Amarillo, repleto de niños llevados de las manos por sus padres, en los pasillos de puestos de verduras, frutas, embutidos y carne.
Se enteró por una amiga de su madre que Gregory iba al Nicanor Ochoa de los Frailes de Catia. Convenció a su padre para que lo inscribiera en esa escuela y tardó solo unos días en empezar su búsqueda. Preguntó por aquí, allá, subió y bajó por las calles empinadas de Los Frailes. Pero como los cables enredados de los postes de luz del barrio: más lo buscaba, más se perdía.
Si los asesinos seriales vuelven a la escena de sus crímenes para revivirlos, los enamorados ven en los lugares que cruzan las experiencias vividas con sus amantes. Y Jefferson veía en Caracas la ciudad en la que había jugado, pintado y besado a Gregory.
Jefferson se aferró tanto a la ilusión de hallarlo, que perdió el año escolar distraído en su intensa búsqueda. Pero nunca más lo vio, según aclara una y otra vez Bárbara, ante mis insistentes preguntas que buscan un final feliz donde no lo hay.
En ese mismo tiempo, los susurros sobre la sexualidad de Jefferson aparecieron entre los adultos que lo rodeaban. Se preguntaban: ¿por qué se la pasa solo?, ¿por qué se ve más con chicas que con chicos?
—Era un chamo de pose normal pero triste, porque no hallaba cómo salir del closet y ser quien soy –sostiene Bárbara con sus manos en el aire como si explicara aquel sentimiento con ese movimiento de extremidades.
Ahí fue que Yésica, una de sus vecinas y amigas de la adolescencia, adivinó su deseo y le soltó una frase que todavía retumba en su cabeza: “Tú no eres distinta a los demás. Eres igual a todo el mundo”.
Ella notaba a Jefferson afeminado, por lo que inició un trabajo de hormiga para estimularlo a salir del closet. Lo sacaba de compras con su hijo y a pasear por la Caracas de las bocinas y la gente que corre para todos lados. Un día, en una de esas salidas, Jefferson y Yésica se perdieron, por lo que fue a buscarla a las siete de la noche por la tasca El Ávila, un poco más arriba de los perreros de Capitolio donde imaginaba encontrarse con Gregory.
Dentro de la tasca, en un ambiente de cigarro y salsa baúl, ella le señaló a otra Yésica que vendía chucherías y cigarros en un puesto de la entrada.
—Era así como tú, pero creció como una chica trans –y señaló con la cabeza en dirección a la otra Yésica que vestía un conjuntito azul tipo, unas sandalias de malla como las de antes, con su cabello negro. Todavía por esa época no se había operado los glúteos, aunque sus pechos se veían hormonizados.
Jefferson, con 14 años, se dio cuenta de que podía hacer lo que quería y, por supuesto, se presentó con su corte de pelo honguito, vestido con un jean y una franela blanca, como correspondía a la ocasión.
—Hola, soy Bárbara, mucho gusto –dijo con orgullo apoyado en la barra de madera de la tasca.
La otra Yésica, al instante, asumió su rol de madrina y la aconsejó cómo dar los siguientes pasos para su transformación. Se volvió rutina que Jefferson pasara por el frente de la tasca El Ávila y la acompañara mientras vendía chucherías y cigarros a eso de las 6 o 7 de la noche.
En medio del bullicio de la ciudad, los carros tirando humo y el sol cayendo en las Torres de El Silencio, la otra Yésica le recomendaba que se dejara crecer el pelo para cortárselo como quería y que tomara hormonas para que su cuerpo se formara como la mujer que deseaba ser. Después, Jefferson volvía a su casa con nuevos conocimientos y la otra Yésica terminaba su día con la limpieza de la tasca al cierre de la jornada.
Las peleas con su madre en la casa eran cada vez más frecuentes, porque sentía que había diferencias de trato con su hermano Christian, de 20 años. “Si se enfermaba lo atendían normal, pero si me pasaba a mí era un problema. Nunca me gustó esa diferencia y cuando me pude ir, me fui”, remarca Bárbara con otro tatuaje en el pecho dejándose ver con el mismo nombre que el de su antebrazo. Como ella, la casa era una olla a presión a punto de explotar.
Cuando se lo contaba a uno de los jóvenes con los que vivió su primera experiencia sexual en Tucupita, lloraba una y otra vez frente a la tasca El Ávila. Hasta que una tarde noche, luego de una pelea con su madre, el muchacho se ofreció de liana para que se mudara con él a la casa de su tía en Caracas. No lo pensó ni un minuto. Esa misma noche se llevó su ropa y peroles del hogar de sus padres.
Al mes, sus padres se enteraron de su nueva identidad sexual cuando regresó a la casa vestido con un pantalón acampanado, el pelo crecido y una chemise ovejita.
—¿Dónde estás viviendo? –preguntó su madre.
—En Propatria –respondió sentado en la cocina de su casa.
—¿Con quién?
—Con mi pareja –empezó a exasperarse.
—¡Cómo con tu pareja!
—Si, con mi pareja, normal.
—Pero tu pareja, ¿es hombre o mujer? –no se aguantó la madre.
—Es un muchacho, un muchacho y ya –cerró el tema.
Luego, su madre le dio unos pantalones del liceo para que los cambiara por los acampanados y subiera a hablar con su padre al cuarto. Le contó sobre las diferencias que sentía con su hermano, lo incómoda que era la situación, pero en ningún momento habló sobre su identidad sexual, un asunto que dejó en manos de su madre. Con el tiempo, su padre aceptó su elección sexual, pero bajo la condición de que no se vistiese de mujer.
—Si me quiere, que me quiera así, y si no, me da igual –respondió Bárbara a su madre, la mensajera entre los dos.
Unos días antes, Jefferson por primera vez había sido Bárbara en el cumpleaños de la otra Yésica, su madrina. Vestía “una camisa rosa con un piolín con brillanticos que era amarrado al cuello, un pantalón negro y el pelo crespo despeinado con gelatina”, según recuerda.
—Tú eres fuerte y estás bonita –le dijo Yésica luego de darle un abrazo.
Ella, por un segundo, se vio en el espejo de la barra.
—Y con el pasar del tiempo me veré mejor.
De trabajar en la calle hacia la pérdida de rumbo
Una nube de smog subía por El Calvario, los motorizados zigzagueaban los carros y un pure volvía del trabajo con los cierres de su mochila arreglados con alfileres, para alargar su vida útil. Bárbara conversaba en las escaleras con Yésica, su madrina trans, sobre una sugerencia de sus primos para ganarse la vida.
La rutina, por aquel 2000 y tanto, era subir, pasadas las cuatro de la tarde, desde la pensión de Yésica por la Urdaneta, bajar por Puente Llaguno y llegar a El Calvario dejando atrás el bullicioso cruce entre la avenida Universidad y la Baralt, donde su madrina compraba las chucherías y cigarros para vender más tarde en la tasca El Ávila. La pausa obligada era en las escaleras de El Calvario para una conversa sobre la vida, con los carros y motos de telón de fondo.
—Una trans siempre anda involucrada en la prostitución, a veces quiera o no, porque es una de las formas para ganarse el sustento, sin necesidad de arriesgar su vida robando por la calle –argumentó Yésica con un mono negro, zapatos con tacos y unas cejas delineadas que resaltaban, aún más, su entrecejo fruncido por la sentencia.
Bárbara había abandonado la casa del chico con el que se inició sexualmente y vivía ahora con Yésica en la planta de arriba de una pensión. Era menor de edad, sin cédula de identidad y acababa de perder su trabajo de secretaria del babalao que la había iniciado en la santería, con los rituales y sacrificios animales del caso.
—El babalao quería que de día me vistiese de chico, como Jefferson, y de noche me transformara en Bárbara. Entonces le dije que no, que no iba a tener una doble vida –explica desde la habitación donde hoy vive.
Yésica solo le recomendó: nada de alcohol, nada de drogas y mucho cuidado con los clientes.
A la rutina diaria entonces se le agregó un paso más. Bárbara ahora, a eso de las nueve de la noche, volvía a las escaleras de El Calvario, después de ayudar a su madrina a acomodar su puesto de chucherías frente a la tasca. Por esa hora, con la Carlo, la Nicole y la Rebeca, trabajaban la noche como chicas trans en los mismos escalones de las charlas con Yésica, a unos pocos pasos de los edificios amarillos de El Silencio y a otros tantos de un puesto de guardias verde olivos, que solo se llegaban para frenar las peleas a botellazos y pedirles, con poca voluntad, que se fueran.
Los clientes paraban con sus carros en las escaleras y, si la conversa era un éxito, se subían para ir a alguno de los hoteles del Oeste caraqueño. Bárbara, con su cuerpo de 14 años apenas tomando forma por las hormonas, dio su primer servicio en el JJ de la Andrés Bello.
“Era una noche oscura y hervía de nervios porque una lo vive, desde el inicio, con miedo, porque hay clientes malos y buenos. Me preguntaba, ¿a dónde me lleva?, ¿y si me roba y deja botada en El Guaire? Pero fue un cliente normal que se portó como corresponde”, sostiene.
Una noche, la levantó un señor gordo canoso, de unos 40 años y con vello en su cuerpo. Por él hablaba su auto Chevrolet Corsa con ruidos de varias averías poco atendidas y olor a humedad. Dentro de la habitación, el hedor a cebolla de su cuerpo desnudo, apuró a Bárbara a terminar lo más rápido posible el servicio y a dar un salto inmediato a la ducha. Cuando salió, no tenía ni sus sandalias ni el dinero por el sexo ofrecido. El canoso, con aspecto de panadero portugués, por aquel entonces tenía fama en el ambiente de robar los zapatos de las chicas por fetiche.
Para Bárbara fue un golpe al bolsillo, porque el portugués panadero era su primer cliente de la noche. No tenía ni un solo bolívar para pagar el taxi de regreso a El Calvario y, por supuesto, tampoco sandalias. Por lo que improvisó como un malabarista en un semáforo.
—Chamo, llámame un carro o préstame dinero para un taxi. Después te juro que te lo devuelvo –pidió descalza al recepcionista del hotel, de 24 años.
—Bueno, tú eres inteligente y sabes que una mano lava la otra y dos lavan la cara.
—Háblame en español, por favor –respondió Bárbara que no entendió nada de lo que quiso decirle.
—Un clavo saca otro clavo –insistió el recepcionista.
—Pero cómo es eso que un clavo saca a otro clavo, si eso se hace con un martillo –afirmó Bárbara ingenua.
—Que me regales un servicio y yo te regalo el taxi –remató cansado de indirectas.
Bárbara caminó luego sola por la madrugada opaca y silenciosa de la Andrés Bello, hasta que el taxi pagado por el recepcionista la sacó del mal trance.
Lamentablemente, por aquel entonces, sus problemas eran más graves. Su cuerpo, con las hormonas, se confundía con el de una “carajita del liceo”. Cuando subía a los vehículos de sus clientes, le tocaban sus partes para aclarar la “confusión”. Ella se molestaba y muchas veces volvía a las escaleras de El Calvario. Otras, se iba con los clientes que la aceptaban por ser como era. El problema sucedía con los que se enojaban, cuando descubrían en el hotel que era una chica trans.
Otra noche, un muchacho de 30 años, de ojos verdes y tez café marrón, la levantó con una camioneta Cherokee blanca, con olor a recién lavada y tapizado negro. Bárbara le quitaba sus manos de las piernas, cansada de la búsqueda de su sexo.
—Papi, ¿por qué no me dejas volver? No sé lo que tú piensas –dijo cansada.
—No importa, vamos pa´lante –respondió el joven, vestido con una camisa de manga larga negra y un pantalón blanco.
En el hotel, el muchacho café marrón aspiraba, con ansiedad, una raya de cocaína y bebía una botella de ron, hasta que empezó a meterle mano a Bárbara y la desvistió a tirones. Cuando la vio desnuda, un segundo de tensión vistió el cuarto. De inmediato, le pegó una cachetada y la tiro a la cama.
—Mardito marico, ¿por qué me engañaste? –le gritó con sus dientes con braquets brillando con la luz de la habitación.
Bárbara se paró y corrió hacia la puerta en un arrebato de sobrevivencia, pero el muchacho café marrón de la Cherooke blanca, impoluta, la jaló de los cabellos y arrojó de nuevo en la cama. Después, se subió encima de su pecho y la tomó del cuello casi ahorcándola.
—¡¿Por qué no me lo dijiste?! Mardito marico –le volvió a gritar.
Por un minuto pareció recobrar la razón y la soltó.
—Discúlpame, discúlpame, no sé por qué reaccioné así. Debe ser la nota del perico. Vamos, levántate para que te vayas. Qué pena contigo –dijo de pie, frente a la cama donde Bárbara recuperaba el aire con los ojos abiertos.
Tardó un minuto en reincorporarse.
—Tú me recogiste en una parte donde habíamos puras chicas trans. No puedes hacerte el confundido. Cuando me tocaste, te dije que no sabía lo que pensabas tú. Tienes suerte de que no soy una de esas bichas matonas que te hubiesen asesinado. No te denuncio porque soy menor de edad y pueden meterme presa a mí o mis papás por ser prostituta.
Bárbara, con miedo, se dejó acercar a una avenida y con el dinero que le dio el muchacho café marrón, se tomó un taxi para volver a El Calvario. En las escaleras, la Rebeca, la Carlo y la Nicole escucharon su historia con atención bajo la penumbra de la noche. Era frecuente en ellas el miedo a que un cliente las lastimara y las dejara botadas por cuentos como el de Bárbara. Siempre andaban pendientes y con pies de plomo, para evitar ser víctimas de la calle y la noche en Caracas.
—La mayoría de los clientes no eran transfóbicos, porque sabían lo que buscaban con nosotras. Pero una siempre vivía con miedo a que te pasara algo –afirma Bárbara con una camisa púrpura con volados y sus lentes de sol negros en su cabeza.
—¿Qué sentías cuando dabas un servicio? –le pregunto con su mirada penetrándome.
—Cuando haces la transacción piensas que si no te hormonizas hay que ponerse el relleno, una peluca. Quieres que el servicio sea rápido, pero no es de la noche a la mañana. Te incomoda sacarte la ropa, quedarte desnuda por completo, quieres apagar la luz de la habitación y que sea solo tocar y ya.
—Siempre entonces está la presión de trabajar para ser tú. Es un medio para un fin –digo para ver su reacción.
—Cuando nos vemos en el espejo deseamos ver la figura que siempre hemos querido ser. Muchas veces es un choque emocional porque una sabe que quiere algo, pero no lo tiene. Y al verse, estás incompleta porque de cara eres quien anhelas, pero de cuerpo no.
Un ejemplo de lo que dice Bárbara es la economía que manejaban con la Nicole, la Rebeca y la Carlo, cuando empezaban la noche en El Calvario. Cada una compraba una botella de alcohol, cigarros o una bolsa de perico, luego de haber separado el dinero necesario para las cajas de hormonas, la comida, el hotel, y en el caso de Bárbara, una operación para moldear su cuerpo como deseaba.
La doctora con la que acordó la operación era una que había intervenido a otras chicas trans. Era más barata por no tener licencia, y era la que podía pagar para cumplir su sueño. Bárbara acomodó sus días para la intervención quirúrgica antes de cumplir sus 18 años. Tres días después, desfilaba orgullosa, por la avenida Baralt, con sus glúteos operados a la espera de un auto que la pasara a buscar.
Su territorio era las escaleras de El Calvario, pero la Baralt era otra cosa, era de la “Terrible María Lionza”: una trans que cobraba vacuna a las chicas por trabajar en la avenida. “La que no pagaba era triste porque le cortaban el pelo, le daban palo o le echaban ácido”, dice Bárbara en su habitación del hotel de Teatros, donde si se apagara el bombillo de luz, sería un homenaje a la noche en penumbras que es la Baralt a esas horas.
En esa espera del carro, la Terrible María Lionza le reclamó que pagara su vacuna para trabajar en la calle. El grito se debió escuchar a una cuadra de distancia porque la avenida, por la noche, también es silenciosa como la Andrés Bello, salvo por los sonidos de los hoteles y las charlas en los perrocalenteros. Bárbara respondió que su estadía en la calle era de paso, pero a la Terrible María Lionza no le bastó con la explicación.
La diferencia creció como una bola de estambre en el medio de una calle desierta. Por lo que una noche, días después de la operación, la Terrible María Lionza la atacó en la avenida con cinco puntadas que entraron y salieron de su cuerpo como si fueran años. Los gritos de dolor y la sangre debieron correr como noticia de último momento en el silencio de la noche. Iniciando en la vida de Bárbara una serie de hechos desafortunados que cambiarían su vida. Como la pausa obligada del destino de quien espera un bus, para seguir con su camino luego de ir en dirección contraria.
¿Qué es lo peor que puede pasarle a una trans?
Un rayo de sol cayó por la mañana en los pies de su camilla. Abrió los ojos con cansancio y se secó la transpiración de la frente. Aprovechó el fresco matutino para estirar los pies y sentir uno de los pocos momentos del día sin el calor húmedo del oriente de Venezuela. La ventana enrejada le permitía ver las montañas recortadas por unos paredones con alambres de púas.
Una doctora y una enfermera le drenaban con tubos el biopolímero de sus glúteos. El mismo que dos meses antes le habían inyectado en una cirugía estética. Por poco Bárbara no muere por la mala praxis de una operación cuyo objetivo era acercarla al cuerpo de mujer que desde pequeña había deseado.
En el espejo frente a su camilla veía otra realidad: su pelo era corto, su cara sin maquillaje ni las cejas depiladas, y su uniforme era el de una enferma de un hospital. El pasillo de su habitación daba a una sala cuya puerta principal era una reja. Bárbara estaba presa en una cárcel de Oriente por un crimen que había cometido bajo los efectos del alcohol y las drogas.
—Me le eché a perder a Yésica –se lamenta sobre el crimen registrado en Tucupita, capital del estado Delta Amacuro, donde escapó de las puñaladas de la Terrible María Lionza, a la nueva casa de sus padres.
Dolorida se sentía culpable. ¿Por qué no le había hecho caso a su madrina Yésica sobre la mala vida? ¿Por qué vivía ese infierno? ¿Por qué debía soportar que la obligaran a llamarse de nuevo Jefferson? Los guardias le cortaron el pelo ni bien puso un pie en el sistema carcelario y en su celda, se enteró de que los malandros prohibían a las chicas trans y la relaciones entre personas del mismo sexo.
—Me generó una reacción psicológica, porque no me hallaba con camisa ni pantalones de hombre. El choque de identidades era fuerte, porque te catalogan de una cosa y te obligan a ser otra. Y si era yo misma, me podían asesinar –suspira con sus piernas delgadas cruzadas la una sobre la otra.
Pero la mala praxis de su operación de glúteos, que casi la mata en prisión unos meses después, fue una desgracia con suerte. Internada, conoció a las doctoras del penal como una carambola del destino. En poco tiempo, con clases y mirándolas atender, se convirtió en una de las enfermeras de la sala de cuidados médicos. Dormía en la camilla de la entrada, mientras vigilaba que no les faltara nada a los pacientes internados en las tres habitaciones de la enfermería.
Con su uniforme celeste, Bárbara caminaba por los dos edificios de la cárcel y el patio interno con canchas de deportes y un galpón para trabajos manuales. Se cuidaba de que no gritaran su nombre quienes lo conocían por ser sus amigos en el Facebook, para no sufrir represalias por su identidad sexual. Con el calor sofocante del Oriente, que transpiraba gotas de humedad en las paredes del penal, ponía las inyecciones a los enfermos por patologías como gastritis, gonorrea y tuberculosis.
Las celdas eran como habitaciones, así que los atendía con la soledad de un enfermero con su paciente. La situación se prestaba, por lo que en algunas ocasiones les decía a las doctoras que uno de sus amores en el penal necesitaba dosis médicas para tratar una dolencia. Con esta excusa, podía vivir en clandestinidad su sexualidad con internos de la prisión hasta ciertas horas de la noche, como si volviese a los tiempos de la escuela con Gregory.
Respetaba los horarios porque por la mañana, en el patio, los guardias contaban a todos los reclusos. Si el número no les daba, buscaban celda por celda a los perdidos y, si encontraban a alguno dormido con otro, podía ser una sentencia de muerte. Para el pranato, ser transexualu homosexual, era un delito más al cometido fuera de la cárcel. Y Bárbara lo sentía así cuando caminaba por los pasillos del penal.
“Ahí va el marico, allá va el marico”, le gritaban antes de intentar prohibirle el paso entre varios, cuando no pretendían obligarle a que usara otros platos, vasos o cucharas, como si una elección sexual se pegara por usar los mismos utensilios de cocina. La valentía de reírse en manada de Bárbara, se apagaba cuando días después, alguno de ellos, necesitaba ser atendido en la enfermería por una dolencia.
“Muchos de los que me odiaron por mi orientación sexual, terminaron siendo amigos porque al final les daba una lección de vida cuando los atendía. Tú no puedes discriminar a la persona que el día de mañana te puede salvar la vida”, afirma sobre su trabajo en la enfermería que le valió el respeto de muchos de los reclusos.
La sala de cuidados médicos se trasformó en su lugar para la redención. Con la atención a otros se despertó su vocación por ayudar, por lo que se involucró en la oficina del Control Penal de la cárcel. A sus paseos por las celdas con inyecciones, le agregó planillas para interrogar a otros reclusos sobre su situación, para pasar los datos a las abogadas del penal. Si calificaban para beneficios procesales, las planillas de Bárbara podían sacarlos de prisión. Eligió ir hacia adelante más que lamentarse por los malos tratos de sus compañeros. “No importa el que hiere, sino el herido”, se dijo.
En ese tiempo, su familia solo le habló por teléfono como si el mensaje fuese: “Defiéndete sola del problema en que te has metido”. En cambio, desde Ecuador, su madrina Yésica le escribió por Facebook, luego de lamentarse por el camino perdido: “No te preocupes que cuando salgas nos veremos. Siempre serás mi hija”. La diferencia de trato es una foto de lo que siempre sintió Bárbara sobre su familia, que no la aceptan por ser quien es.
Las charlas con los psicólogos del penal fueron su forma de resolver una herida tan profunda. De autovalorarse sin esperar que su familia ni nadie lo hiciera por ella.
—Físicamente en la cárcel era Jefferson, pero sabía bien quién era. No se trató entonces de mi aspecto físico, sino de cómo me sentía conmigo para ser fuerte ahí dentro –indica hoy en su habitación, mientras miro uno de sus cuadernos en la repisa del armario con el título “Todo lo que necesitas es amor”. Si uno volara con las palabras de Bárbara, le agregaría “propio” para darle su respectivo copyright.
Como si una cosa llevara a la otra, cuatro años después conoció a un chico de ropa deportiva y pelo recogido que era familiar de uno de los reclusos. “Soy Victoria Saraí, pero para ti, Víctor”, se le presentó con una inconfundible sonrisa con huecos. La excusa del encuentro fue una severa gastritis que Bárbara atendía cada vez que aparecía en la sala de cuidados médicos. Y cuando quiso darse cuenta, otra vez se había enamorado.
La atracción era un secreto con el que jugaban las dos. En el primer cumpleaños de Victoria Saraí, Bárbara, entre copas, prometió que se tatuaría su nombre. Pasaron pocos minutos hasta que llamó al artesano de la prisión que, con tinta china, le tatúo en el pecho un corazón con la leyenda “Victoria Saraí I Love you”.
Pero empezaron los celos de una de las novias de Víctor por la cercanía de Bárbara con Victoria Saraí. Y para el cumpleaños siguiente las dos se pelearon. La gastritis de Victoria Saraí conspiró para que Bárbara la atendiese en la enfermería, luego de que se tatuara su nombre completo en el antebrazo.
—Tú no me guardas rencor en nada porque te tatúas mi nombre en todos lados –afirmó Victoria Saraí con su sonrisa con huecos.
—Tranquila, que me lo voy a poner hasta en la frente –contestó Bárbara.
Por la noche, las dos charlaban por el celular hasta dormir, pero no encontraban momento ni lugar para corresponderse, porque Victoria Saraí era familiar de uno de los reclusos, pero no uno de ellos.
Hasta que un día, la imposibilidad de consumar ese amor se materializó cuando el juez del caso de Bárbara la entrevistó en el patio de la cárcel para ver si era posible que saliera en libertad. Sus tareas sociales en la oficina de Control Penal y la enfermería hablaron por ella. Y las buenas referencias de las doctoras hicieron el resto.
—Cuando me vaya, me va a doler porque no te voy a ver más –comentó Bárbara cuando le pasaba los protectores gástricos.
—Si encuentro dónde estás, te iré a buscar –prometió Victoria Saraí con los medicamentos en las manos.
Bárbara salió un día de junio de 2019, con la gorra de El Caracas que por un año ocultó el crecimiento de su pelo en el inicio de su transformación. Se sintió nerviosa y extraña por caminar, por primera vez en ocho años, fuera de la mini ciudadela de la cárcel. “El aire era distinto, no era el de la rabia, de la transfobia, era libre”, sostiene Bárbara sobre el momento que la sacó de la pausa obligada después de las puntadas de la Terrible María Lionza. “La cárcel me sirvió para ver la vida de forma distinta, dejar las drogas, porque una no piensa en salir para volver por andar en la mala vida”, afirma.
Solo una puesta de sol tardó en subirse a un bus hacia Caracas que la dejó en Zona Rental, cerca de Plaza Venezuela, medio día después. Entre el tumulto de la gente, encaró con su bolso para la avenida Libertador a buscar a las chicas trans de sus tiempos en la calle. Sin éxito, se decidió por ofrecer un servicio y una moto la llevó a una habitación donde comió una arepa de reina pepiada y se bañó con la paz que da el agua después de un largo viaje. Luego, cerca del amanecer, se lanzó para Teatros donde finalmente encontró a una de sus amigas de aquellas viejas épocas.
Bajo la sombra del Teatro Nacional, los nombres de sus amigas trans desfilaron con la suerte que les había tocado. La Rebeca y la Nicole murieron años antes de VIH. La Carlo fue asesinada sin que se sepa si su victimario fue su hermano malandro, enemistado con ella por su elección sexual. La Terrible María Lionza también falleció por lo que se presume fue una infección de transmisión sexual. Y su madrina Yésica se fue a Ecuador para ganarse la vida luego de que la venta de chucherías en la tasca le dejara de alcanzar para sobrevivir a la crisis en Caracas.
Con el pasar de los días, Bárbara, por necesidad, comenzó a ganarse de nuevo su sustento en la calle. Bajaba de la casa de una amiga en el montañoso El Junquito en la tarde y pasaba la noche en Caracas. Su vida empezaba de nuevo donde había terminado. Solo que la avenida Lecuna, con las sombras del metro y el teatro, sustituía a las bulliciosas escaleras de El Calvario. El ambiente era distinto al de su juventud porque ya no tenía más 14 años, sino que calificaba como una de las más veteranas de la calle.
Solo dos o tres días después, un cliente se le acercó cuando esperaba debajo de la santamaría de un comercio de la avenida. Se fue con él a un hotel y amaneció conversando sobre sus planes y sus infinitos cuentos de Caracas bañados de nostalgia. Ya mudada al hotel donde hoy vive en Teatros, el cliente se transformó en uno de sus apoyos y nació de nuevo el amor al lado del camino de Bárbara. Cuando se quedaba sin dinero para pagar el hotel, la segundeaba cuando dormía en la misma santamaría en la que hasta hacía un rato había trabajado.
En unos meses abandonó la calle para reemplazarla por la peluquería, sin perder contacto con las chicas trans de la noche. En menos de un año Bárbara también usó sus conocimientos en enfermería para ayudar a las muchachas con dolencias. A muchas las acompañó para los exámenes de VIH. A otras les aconsejó sobre sus dolencias para que fuesen menores. Si la seguridad de alguna de ellas peligraba, la llamaban de los hoteles para tratar al violento.
Como la otra Yésica, parece haberse convertido en una madrina trans. Y con eso, igual que en la cárcel, se ganó el respeto de las chicas. “Mejor una muchacha que haya vivido en carne propia la calle, que sepa qué es la prostitución, el proceso de la transformación y los riesgos que corres”, argumenta.
Ella sola tiene su propio conteo de las chicas. Las que viven en la calle, las que cargan con una enfermedad, las que necesitan ayuda del Estado. Se rebusca y rebusca para ayudarlas con contactos oficiales y lo que logra por ahí. Su sala situacional, desde que asumió esta tarea, es el cuarto de hotel donde la mayoría va a verla. Desde ahí es que cuenta su historia y desde ahí es que aprovecho para hacerle unas últimas preguntas.
—¿Qué es lo peor que le puede pasar a una trans?
—Caer en la cárcel, porque si te agarran en la calle unos funcionarios y te golpean, puedes maquillar los golpes y comprar extensiones. Pero en prisión, si te joden, te jodieron y así te tienes que quedar sin derecho a nada.
—¿Y dónde tu identidad sexual fue más prohibida?
—También en la cárcel, porque tenía que ser la persona masculina que quieren ver. Y nosotras, a pesar de tener sexo masculino, no lo aceptamos porque nuestra identidad es femenina. Es un shock fuerte y muchas no lo saben aceptar. La reflexión para las chicas trans es que siempre piensen las cosas, porque si caes presa pierdes completamente tu identidad. Es un verdadero infierno para nosotras.
Y con el sonido de calle, afuera de los pasillos del hotel de paredes amarillas y azul apagado, su voz se pierde cerca en una esquina cualquiera, donde otras chicas trans con barbijos se ganan la vida a plena luz del día en medio de una pandemia.
Nota: Bruno Sgarzini y Marcelo Volpe quieren agradecer a Ketsy Medina y a toda la comunidad LGBTTTIQ+, por su apoyo en la realización de este trabajo
Buena historia, bien relatada , cuántas Bárbara habrán así en el mundo , un mundo tétrico y oscuro como las fotos de Marcelo oscuras, tristes y reales .
“Bravo Sgarzini scrivi benissimo mi hai intrattenuto” Bravo Marcelo , buon servizio fotografico.
Sí, me gustó mucho. Qué bella es Bárbara, háganselo saber.
Gracias por esta historia!
¿Pueden las personas cis hablar sobre las identidades trans? Seguramente se puede, pero desde que lugar lo hacemos, nos corremos de nuestro lugar cis y de sus privilegios, (el cual implica una desigualdad de poder con las disidencias identitarias) que historia queremos relatar y que le transmitimos al lectorx. Roberto se llevó que vivir siendo trans representa «un mundo tétrico y oscuro», no siempre es así y no debería de serlo. Yo invito a desconstruir esta mirada negativa, y a preguntarnos donde están enfocados nuestros intereses a la hora de «contar». No puedo dejar de corregir sin tibieza alguna, ciertas frases que me he encontrado en la recorrida por la crónica, Las personas no mueren de VIH, mueren de SIDA, las personas no «cargan con enfermedades», se convive con VIH, se convive con ITS, se controlan las ITS o VIH. Le pregunto al autorx porque la insistencia de recuperar la tragedia, «que es lo peor que puede pasarle a una trans» me parece que lo peor es que se lo pregunten dos veces en una misma nota y lo peor es que ud sepa la respuesta porque ya lo hemos leído en los relatos de Barbara, pero seguimos apostando a la recuperación de la tragedia, poniéndo a Barbara en una desigualdad de poder, esto es un acto cisexista, a su vez se le pregunta, Que sentías cuando dabas un servicio? en serio? esa es la pregunta, ud sabe la respuesta y todxs la sabemos, porque exponer a Barbara?, porque no le preguntamos cuales son sus sueños, como es su día a día en la peluquería, que la motiva, etc, etc. Espero que esto no sea motivo de ofensa, sino espero que tengamos la humildad para poder construirnos en este proceso de transformación en donde es indiscutible que las piezas están en movimiento, las hemos logrado mover y no podemos aceptar textos binarios, cisexistas, estereotipados y sin lenguaje inclusivo.