Me disculpo de antemano por los vaivenes de este texto que comienza. No es estrictamente un ensayo, ni una reseña o una crítica. Está absolutamente mediado por la admiración personal y por las ganas irreductibles de que quien lo lea, si no conoce a Toño, salga con total desenfreno a leer, a mirar, a cerrar los ojos y a soñar desde el vasto universo que propone.
Conocí a Martorell en 2009, y cuando digo “conocí” no significa que le haya hablado, ni que haya estrechado su mano. Él estaba en La Habana, como tantas otras veces, en esta ocasión para la X Bienal de La Habana, y para cualquiera otra de sus locuras proyectadas y vueltas realidad. Era el 4 de abril, cuando en Cuba se celebra el día de los pioneros, y yo estudiaba el primer año de la carrera de Historia del Arte, en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, donde Yolanda Wood había sentado cátedra para los estudios caribeños, y desde donde sus estudiantes se vinculaban con cuanto proyecto artístico estuviera de paso por la isla.
Del maridaje precioso entre Toño y los artistas del Taller Experimental de la Gráfica del Callejón del Chorro, con la colaboración de estudiantes de varios cursos de Historia del Arte guiados por el magisterio tenaz y soñador de Yolanda, así como con otros jóvenes profesores o futuramente devenidos como tal, los creadores y sus instrumentos se botaron para la calle. La idea fundamental era, en primera instancia, vincular al público -mayoritariamente niños- con el espacio artístico, para luego desplegar una multitud de técnicas de grabado en diferentes soportes, hacia el espacio urbano, mostrando la capacidad de transformación visual del arte y las posibilidades de la creación con elementos familiares en las vidas y dinámicas cotidianas de los infantes.
Las “planchas” o “placas” fueron rápidamente sustituidas por hojas de árboles y otras plantas, papas y boniatos con incisiones de diversas formas, pequeños cuños de oficina, manos, pies y cualquier cosa que, poco después, pudiera ser impregnada con olorosa tinta para dejar su huella en telas, papeles y cartulinas. Los niños tenían las manitos negras, las caras verdes y rojas, a pesar del esfuerzo de los que andábamos trapo en mano para socorrerles con tanta pintura regada por el cuerpo. Nosotros, como estudiantes, teníamos diferentes tareas. Los mayores, los de cuarto año, estaban al frente de las diferentes “estaciones” de grabado, es decir, los varios lugares desde los que se enseñaba cada técnica. Los de primero, principiantes al fin, teníamos más una labor de voluntariado corredizo, desplazándonos de aquí para allá, donde hiciera falta, entintando viandas, aguantando cartulinas, limpiando niños, conduciéndolos por cada rincón para que no se les ocurriera dejar de experimentar ni un milímetro de arte.
De un lado a otro iba Martorell, con su sombrero típico y su sonrisa, y su histrionismo humilde y gozador, como un pequeño más que acaba de descubrir el mundo, el arte, los colores, la técnica. Y es que el magisterio de Toño es tan maravillosamente disfrutado por él, que creo solo es capaz de enseñar como si él mismo estuviera aprendiendo, por primera vez, todo aquello que brinda.
Algún tiempo después volví a verlo en la inauguración de “El velorio no-vela”, exposición homenaje a Francisco Oller, donde la elocuencia artística del artista juega y convierte en historia visual la paradigmática obra “El velorio” del maestro boricua. Esta historia, por demás, constituye la expresión plástica de un libro de igual nombre, que forma parte del repertorio literario de Antonio Martorell. Sí, también escribe, y de eso hablaremos.
En 2014 ya yo me había graduado, y formaba parte de un programa interdisciplinario de estudios caribeños de posgrado, entre el Centro de Estudios del Caribe de la Casa de las Américas y la Universidad de La Habana, donde me había quedado como profesora un año antes. Mi primera misión, coordinar un Ciclo de Pensamiento Social dedicado a Puerto Rico. ¡Madre mía! Yo conocía a Puerto Rico, sí, porque mi tesis además fue sobre una exposición de la Asociación de Mujeres Artistas de ese país, porque Yolanda hablaba de ese país con una enorme pasión, porque los lazos que unen nuestros países son históricos y entrañables, porque somos “de un pájaro las dos alas”. Pero organizar un evento de esa magnitud, una semana, ambas sesiones, y bajo la tutela de Yolanda, era una gran prueba de fuego. Por supuesto yo no estaría trabajando sola, éramos un equipo donde todos colaboraban. Sin embargo, la responsabilidad de estar al frente era dura. No obstante, por eso ya habían pasado airosos todos los del equipo, así que yo también debería salir vencedora.
Rápidamente decidimos rendir homenaje a dos figuras cuyos centenarios se celebraban por esas fechas: la poeta Julia de Burgos y el artista Lorenzo Homar. Entre tantas cosas que debo agradecer hoy, de haber estado al frente de esa experiencia, es justamente haber conocido de primera mano testimonios sobre estos dos seres, y sentir el calor de ambos como si nos estuviesen acompañando.
En el caso del tributo a Homar no podía faltar Toño. Él, una vez más, fue una pieza clave dentro del gran homenaje que le hicimos. La cabeza soñadora de Yolanda, la disposición a la primera de los artistas del Taller de Gráfica, y el verbo motivador de Martorell, condujeron y llevaron a buen puerto la iniciativa de hacer un portafolio de grabados cubanos como homenaje al centenario del creador puertorriqueño. En una charla, porque Toño no da conferencias, sino que conversa, intercambia y provoca, abrió el abanico de posibilidades al diálogo con la obra de Homar. Hubo ahí un punto clave, de inflexión, donde las caras de todos se iluminaron, y fue cuando dijo que lo que ellos debían hacer con la obra de Lorenzo era conversar. Contó Toño que su maestro era un gran conversador, que en el taller se la pasaba todo el tiempo hablando, que esa era la fuente nutricia de su trabajo. Yo creo que sí, que el lenguaje hablado y escrito es imprescindible en la obra de Homar, y también en la de Toño; que esas conversaciones con ellos mismos o con otros, son las que provocan y crean el universo visual desplegado por los dos.
Las obras resultantes fueron verdaderas joyas, diversas en lenguajes y técnicas, donde la apropiación se dio como estrategia fundamental, pero hacia diferentes caminos. Unos experimentaron con elementos visuales de obras específicas y las readaptaron, otros utilizaron como tema su propio retrato, otros hicieron gala del letrismo y del juego caligráfico, otros utilizaron su nombre. Todos, todos sin excepción, lograron entablar esa conversación tan maravillosa y fructífera, que fue donada al Museo de Historia, Antropología y Arte de la Universidad de Puerto Rico, en su recinto de Río Piedras. Y lo mejor de todo es que ese diálogo con el maestro generó un intercambio con los grabadores contemporáneos puertorriqueños, los cuales, en respuesta generosa, hicieron un portafolio boricua que donaron a la Casa de las Américas, y que fue expuesto un año más tarde en el Coloquio Internacional La Diversidad Cultural en el Caribe.
Pero en paralelo a todo este ir y venir de homenajes y tributos, Toño había gestado una gran exposición retrospectiva, al cumplirse sus setenta y cinco años, que empezaría su recorrido justo en La Habana, en el Museo Nacional de Bellas Artes. Yo solo puedo decir que es la mejor exposición que he visitado alguna vez. No me importa pecar de absoluta, exagerada, tremendista. Aquí y allá saltarán los que rebatan esta afirmación, pero no puedo decir otra cosa.
La exposición “Imalabra”, que desde ese neologismo convertido en título anuncia los dos ejes esenciales del trabajo de Antonio Martorell, constituyó una intervención total del espacio. ¿Un environment? Qué se yo. Aquello era cosa de otro mundo. Imagínese una gran huella dactilar, gigante, hecha de la sucesión de pequeños papeles grabados, construida tras el rastro de cientos de ellos que anunciaban el camino desde la propia entrada del museo, y que quedaba finalmente conformada justo en la puerta de entrada a la sala de exposición. Huella, camino, tránsito, identidad, marca, trasiego, búsqueda, encuentro, presencia.
Una vez atravesado el umbral estaba esa gigantesca construcción que fue “Imalabra”. Quien haya visitado la sala transitoria de Bellas Artes habrá notado que es bastante grande; quien no lo haya hecho confíe en mí, es enorme. ¿Enorme dije? Ahí no había espacio para nada, literalmente, para nada. ¿Usted sabe lo que es que haya obras desde el piso hasta el techo? Y cuando utilizo esa frase no me refiero a que las obras estuvieran en las paredes y que abarcaran toda su altura desde un punto hasta el otro. No, cuando digo desde el piso hasta el techo es en el piso, en las paredes y en el techo, y debo decir también, mucho más allá. ¿Qué es esto? ¿Cómo es posible? ¿A qué cabeza se le ocurrió? Que preguntadera la mía. ¿A qué cabeza? ¡A la de Toño! Y a la de Humberto Figueroa y su genialidad para la curaduría, museografía y montaje, y a todos los especialistas del Museo Nacional, montadores y estudiantes que participaron en aquella aventura. Estuve en algunas ocasiones, ratos cortos, en el proceso. Envidio profunda y sanamente a quienes estuvieron a tiempo completo. Estoy segura de que fue una experiencia que los marcó para siempre. Ese día entendí la maestría de un artista que celebra la vida, que se renueva desde la unión entre la sabiduría que le dan los años y la ingenuidad del primer aprendizaje; que ama profundamente lo que hace, y que lo disfruta más todavía cuando lo comparte con los otros; que siempre está regalando sonrisas, que es generoso, que construye desde su universo una casa y un mundo para los demás. Más nunca fui la misma.
Después vino enseñar a Toño en clases, desde sus visiones más comprometidas con y cuestionadoras de su contexto. Las barajas Alacrán, los carteles por las elecciones del 68, y una de mis preferidas: “White Christmas”. Ahí donde la ironía y el sarcasmo se vuelven armas estratégicas, Toño logra la creación de una idea extraordinaria para la crítica a la colonialidad no solo de hecho, sino también simbólica y mental de los puertorriqueños. Construir visualmente un San Juan nevado a partir de postales de algunos de sus lugares más emblemáticos, montar un carrito de piragua, invitar a los espectadores a asistir con ropa de invierno, hacer de la nieve un espectáculo risible, poner de relieve mediante la desautomatización, la extrañeza de un fenómeno meteorológico como el que pretendió emular la alcaldesa de San Juan, llevando un avión con nieve hacia un parque de la ciudad para que sus niños pudieran tener esa experiencia, ¿qué nombre se le da a eso? Ingenio, creatividad, elocuencia; la elocuencia de una persona que no se cansa de poner en crisis el sistema mundo en el que vivimos, yendo desde el ámbito más íntimo hasta lo público.
Y llegó el 2019, y Toño volvió a la Casa, su casa, para hacer el “Ascensor al paraíso II”, reedición del que hiciera hace veinte años con jóvenes grabadores latinoamericanos, y que formaba parte del vasto patrimonio que alberga la Casa de las Américas. Atracción de todo el que lo abordaba, siempre era el lugar propicio para hablar de Martorell, su obra, su relación con Cuba, su desprendimiento, su benevolencia, su dadivosidad para con los cubanos.
Para esta edición el trabajo fue también colectivo, esta vez con sus colegas del Taller de la Playa de Ponce. Grandes paneles de vinilo soportan el trabajo con matrices, cuyo resultado deja ver rastros de figuras, espectros ascendentes, aves, mariposas, huellas de nuestro tránsito hacia un lugar mejor. Mas lo interesante de esta edición fue su completamiento con personajes que pretendieron ser semblanzas y terminaron siendo retratos. Pues sí, el artista pensaba, en cada piso donde abre el ascensor, hacer una serie de siluetas que acompañaran al que espera, o dieran la bienvenida al que llega. Para ello decidió utilizar como modelos a los trabajadores de la Casa, sin embargo, por el camino como dice él, se dio cuenta de que lo mejor era hacer retratos. Y así las paredes de esa gran casa latinoamericana se fue llenando de sus gentes, los de hoy, que son herederos de los que han estado durante sesenta años, y que unos días más tardes aparecerían como parte de la exposición “La línea de la vida”.
Yo llegué el segundo día de trabajo in situ, una vez más no puede estar durante todo el proceso. Con timidez me acerqué y lo saludé, y él me recibió con una sonrisa afable. Cuando descubrí que yo podía también estar en la pared, fui feliz. Fui extraordinariamente feliz porque el ojo de Toño es de una agudeza tal que hace ver en el retrato la personalidad de cada quien, aunque lo haya visto por primera vez, en ese justo instante. Más allá de ser pintada por un maestro, yo quería saber cómo él me veía. Y me vio bien, a mi juicio, y casi doy saltos de alegría. Tuve que acordarme que estaba en mi centro de trabajo, y que ya me están picando cerquita los treinta. Para colmo, el último día que conversamos, nos obsequió su libro “Pierdencuentra”, una clave quizás para comprender por qué Toño es de ese modo, cómo se entrelazan los encuentros y las pérdidas propios y ajenos, en una red que finalmente es común a todos los seres humanos. Y para recontracolmo, ¡uff!, ya estoy inventando palabras yo también, cuando llegué a la oficina el lunes me encontré que me había dejado un hermosísimo libro infantil, para mi pequeño hijo, que lleva por título la pregunta que vuelve locos a los padres, y que parece ser ya un remanso para los abuelos: “¿Y por qué?” Con texto de Georgina Lázaro León e ilustraciones suyas, este tesoro no es respuesta, es puerta hacia nuevos caminos de la imaginación y el cuestionamiento infantil y hasta de los padres que deben leerlo. No puedo estar sino agradecida por ese bello gesto, por la alegría en los ojos de mi hijo, que también descubrió con él que las paredes sí se pueden pintar.
Lo mejor de haber estado con él esos días, durante el trabajo, la inauguración y luego para ver dos hermosos documentales sobre su trabajo, fue que aprendí a vivir. Acompañar a Toño en el proceso creativo es una delicia, conversar con él es un aprendizaje, pero verlo, solo verlo, es una lección de vida. Toño enseña desde las intríngulis de la naturaleza y la ontología del arte, hasta sus cuestiones técnicas; pero sobre todo, hace del lugar donde se encuentra un sitio más placentero para estar, hace del viaje de la vida una experiencia siempre positiva, hace que cualquier accidente termine siendo feliz.