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Touch of Evil (Orson Welles, 1958)

  • Alejandro Fierro Alejandro Fierro

  • 4 agosto, 2022

    Ciudadano Kane (1941) es la obra mítica por excelencia de Orson Welles y una de las cumbres de la historia del cine. Pero Touch of Evil (Sed de mal/Sombras del mal) es su película más redonda. Cuando rodó Ciudadano Kane, Welles apenas tenía 25 años y reconocía que jamás se había acercado a una cámara. Su gran mérito consistió en dar carta blanca a un talentoso equipo para que llevaran a la pantalla sus arriesgadas ideas de la forma más atrevida posible. En Touch of Evil, el otrora bisoño realizador ya era un consumado cineasta que dominaba las herramientas cinematográficas y las ponía al servicio de un relato áspero, duro y sin concesiones.

    Dice la escolástica que el noir clásico comienza en 1941 con El halcón maltés (John Huston) y se cierra diecisiete años más tarde con Touch of Evil. A partir de ahí, el género se vuelve consciente de sí mismo y se transforma en neonoir, donde ya solo es posible o la repetición o la deconstrucción. Más allá de la dificultad de establecer unos límites temporales que siempre son gelatinosos, sí que da la impresión de que Orson Welles quiso reunir todos los clichés del cine negro para hacer algo mucho más grande que la suma de los mismos. Aceptada la clasificación academicista, queda la duda de si la película es el último noir o el primer neonoir.

    Independientemente de los debates cinéfilos, lo cierto es que Touch of Evil es un festín para el espectador. Ya desde el plano secuencia inicial se intuye que se avecina un filme gigantesco: tres minutos y medio que comienzan con un primerísimo primer plano de una bomba, una cámara que vuela sobre las calles de la ciudad y la explosión del artefacto, justo en el límite fronterizo entre México y Estados Unidos. Es el pistoletazo de salida para una investigación conjunta entre policías de ambos países que pone al descubierto un microcosmos de podredumbre, miseria moral, ajustes de cuentas con el pasado y, lo que es más doloroso, con uno mismo.

    La envergadura del Orson Welles director suele eclipsar al Orson Welles actor. Fue un intérprete portentoso. Su personaje fagocita toda la historia, incluso en las escenas en las que no está presente. Bajo toneladas de maquillaje y embutido en casi 30 kilos de prótesis, el detective Hank Quinlan parece más un animal hinchado y abotargado; viejo y cansado; cojo de un disparo recibido; ojos acuosos; masticando las frases en lugar de pronunciarlas; racista hasta la náusea… Pero que las apariencias no engañen: este oso herido, malhumorado y cínico, que ha cambiado el alcohol por las chocolatinas, sigue siendo capaz de lanzar letales zarpazos. Se ha jurado no dejar escapar a ningún culpable, aunque para ello tenga que pasar por encima de la ley.

    Su contrapunto es Charlton Heston, a quien hay que otorgar el mérito de haber luchado hasta la extenuación para que Orson Welles, ya etiquetado como un dilapidador de presupuestos, dirigiera el proyecto. El investigador mexicano Miguel Vargas es un firme defensor de la legalidad. Nadie está por encima de ella y mucho menos la policía. El hecho de que los mexicanos se atuvieran a códigos civilizatorios frente a unos estadounidenses que parecían seguir viviendo en el salvaje Oeste escoció en las altas esferas de Hollywood.

    El viejo dilema de si el fin justifica los medios vehicula una trama en torno a la que orbitan abruptos personajes que pueblan un territorio de frontera, lugares aptos para tragos amargos. Orson Welles no rehúye ninguno de esos sorbos de cicuta: robos, asesinatos, drogas duras, prostitución, crímenes sexuales, torturas, corrupción, traiciones…

    Hay espacio para rescatar a leyendas del cine, como Marlene Dietrich. Para la que sería una de sus últimas actuaciones, Orson Welles recuperó las texturas de los primeros planos con los que Josef Von Sternberg la convirtió en una estrella treinta años antes. Su personaje es etéreo, casi mágico, un remanso en medio de tanto maremoto emocional. Todo lo contrario a Mercedes McCambridge, a quien la obligó a dar una vuelta de tuerca al sadismo que ya había demostrado en Johnny Guitar (1954). Su exigencia de estar en primera fila para presenciar una violación al grito de “quiero mirar” sintetiza el tono de toda la película.

    Es difícil juzgar la obra de Orson Welles por cuanto toda su carrera fue una pugna con una industria empeñada en cercenar su creatividad en nombre de la rentabilidad. Touch of Evil fue la máxima aberración. El montaje final, realizado en ausencia de Welles, amputó toda la potencia de la cinta en aras de una supuesta mayor claridad del argumento. Horrorizado, Orson Welles remitió un memorando de más de 50 páginas en el que explicaba cómo debía ser la estructura y señalaba que más importante que la comprensión de la historia era el estado de ánimo que esta desprendía. No le hicieron caso. Aun así, el material entregado era tan brillante que ni siquiera la tijera castradora logró empañar sus méritos. Luminarias como Godard o Truffaut la saludaron de inmediato como una obra maestra.

    Cuarenta años después se llevó a cabo un nuevo montaje utilizando todo el metraje disponible y siguiendo las instrucciones del memorando de Welles. Es lo más cercano a la película que su creador tenía en mente. Demuestra que su visión era la acertada (advertencia a los apologetas de la infalibilidad de los autores: no siempre es así, miles de películas han sido y son salvadas por unas productoras que imponen cierta racionalidad a los delirios de grandeza). En efecto, no importa tanto la trama como el tufo a decadencia y anomia que emana de cada fotograma. Y sin embargo, aún nos seguimos preguntando quién mató al potentado Rudy Linnekar y a su nueva amante, la veinteañera stripper Zita…

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    Alejandro Fierro

    Alejandro Fierro

    Islas Canarias, 1968. Cinéfago impenitente desde la infancia y periodista cinematográfico a partir de la década de los 90, cree a ciegas en el mandamiento de Truffaut de que el cine para leer es tan importante como el cine para ver. Creció con solo un canal de televisión y paradójicamente eso le permitió ampliar su mirada: se veía lo que se emitía, ya fuera un clásico de Hollywood o un filme neorrealista italiano.

    Comentarios 2

    1. Avatar Javier Sacristán Manzano says:
      7 días hace

      Adsoluta obra Maestra de Wells

      Responder
    2. Avatar José Luis Sosa Perez says:
      5 días hace

      Perfecto , el análisis que realiza este joven cineasta

      Responder

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