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Lo que sucede en el interior del ser humano -ya sea a nivel anímico, espiritual y/o intelectual- tiene conexiones inmediatas, casi diría que palpables, con su realidad externa, aunque posee una significación diferente y, por ello, solo puede ser expresado mediante un lenguaje propio. El mundo de las apariencias en el que nos movemos coexiste con una dimensión mítica o simbólica. Con la primera tenemos un contacto epidérmico, solo la segunda resuena a un nivel profundo. En el mundo que llamaremos “mundano”, el peso de lo circunstancial puede llegar a ser abrumador. Esto se verifica en especial en una ciudad moderna, en un mundo abigarrado, lleno de ruidos y de luces, en el cual la tecnología y la ciencia no solo configuran los modos de vida sino también las relaciones. El mundo moderno se ha alejado del mundo de los espíritus, en el cual ya no se reconoce. La fractura entre la modernidad y la tradición es tan evidente que ya no pueden convivir. La primera aplasta a la segunda. Y sin embargo la dimensión espiritual sigue latiendo en las profundidades de la psíque.
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Esta es la razón por la que Tropical Malady se divide en dos partes. En la primera vemos el surgimiento del amor entre dos hombres, el soldado Keng y el joven Tong, en una ciudad de la cual nos llegan todos los signos característicos: tráfico, aglomeración, distracciones, los juegos, una música banal… en definitiva, la superficialidad más descarada. Keng y Tong no parecen tener ningún contacto con el mundo mágico de la tradición. Sin embargo, este asoma de forma tímida, mezclado con el caos: la referencia al tío que recuerda sus vidas pasadas y la historia de un pequeño monje que se encuentra con dos campesinos, desde la cual llegan las sentencias: “la avaricia es vuestra perdición”, “dejad que los mayores guíen vuestro camino”. Son reminiscencias de un mundo que, para la mayoría, pasa desapercibido.
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Tal vez sea el amor que surge entre ellos lo que los pone en contacto con los signos de ese mundo oculto, sepultado bajo el ruido y la ausencia de contenido en el cual parecen sumergidos. Su deambular los lleva a las afueras, donde encuentran a una extraña mujer que los introduce en un templo subterráneo, dónde realizan un ritual ante un Buda tallado… Tímidamente asoma la dimensión simbólica. La mujer los invita a seguir descendiendo por la cueva, llegando a un lugar estrecho donde las luces exteriores se apagan: “solo los benditos pueden pasar por él”. En este momento se nos da la clave de la segunda parte: aunque Tong quiere intentarlo, el soldado Keng tiene miedo y se niega a continuar. Esta es por ello una iniciación frustrada. Ahora sabemos cual es el mal de su espíritu: el miedo a penetrar en las profundidades. Por eso se mueve con tanta soltura en el mundo epidérmico en el cual se han encontrado.
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Retornan a la ciudad y, tras un paseo en moto, llegan a un lindero. Allí se lamen las manos y se miran. Tong se gira y se adentra en la noche, dejando sólo a Keng, que vuelve sonriendo con su moto, justo antes de reincorporarse al ejército y partir a una región remota. Allí, tumbado en su camastro, escucha unas voces que hablan de la presencia de un chamán convertido en tigre… Esto da paso a la segunda parte de la película, radicalmente diferente. Pocas veces hemos visto en el cine un salto semejante. Lo único que da continuidad es el actor que interpreta a Keng, al cual vemos internarse en la selva, donde debe seguir “el sendero de un espíritu”. Con esto somos introducidos en otra dimensión de lo real: el mundo tradicional, con sus chamanes y sus mitos. En este caso, el mito de un chamán asesinado que se aparece bajo la forma de un tigre que causa estragos en la zona donde Keng ha sido destinado.
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Esta segunda parte es, a nivel cinematográfico, un prodigio. Se desarrolla íntegramente en la selva, casi sin palabras, y en ella asistimos al enfrentamiento entre el soldado y el chamán, hasta el punto culminante en el cual deben reconocerse mútuamente, en una suerte de ritual de iniciación en el cual Keng deberá enfrentarse con su miedo, entregando su cuerpo y su espíritu a la devoración de las fuerzas telúricas que acechan en la noche.
A muchos esto les aburre o les parece inteligible. Se han quedado en lo mundano, incapaces de descender a esa cueva a la que el gran cine nos invita. Esta es la razón por la cual Apichatpong Weerasethakul tiene mala prensa: nos muestra la pervivencia de la magia en un mundo cada vez más dominado por la banalidad. Su forma de filmar nos fuerza a descender a esa dimensión.
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