14 de marzo de 2022
La intención es descubrir uno nuevo cada vez, pero se nos están agotando y, por lo visto, Barrancas de Belgrano empieza a perfilarse como el favorito, al menos para Mario. Será por su gran extensión de verde en la que puede restregarse panza arriba alagartijando el cuerpo, echarse a correr en círculo sin obstáculos pero con una distancia de diez metros entre nosotros y él; la de la “correa larga”, reservada exclusivamente para los espacios abiertos. Empezamos a usarla tras un intento de huida desaforada en la que casi nos atropellan; estábamos en otra plaza, la General Francisco Ramírez o Plaza Moldes (que no es precisamente una plaza, sino un pasaje semiarbolado que atraviesa una manzana uniendo dos calles paralelas) y, por vaya a saber qué estimulo exterior (por fuera de los que se arremolinaban en el punto medio lejano a las calles, distancia de rescate que me daba la ilusoria confianza de que si corría hacia estas lo alcanzaría), se abrió del círculo de juego y persecución entre sus compañeros de turno y se esfumó ladrando como un poseso. Lo único que recuerdo es haber dado saltos increíbles a bancos y macetas de hormigón, estirando los brazos hacía su cola que se iba alejando más y gritando que alguien por favor lo agarrara. Sentí el viento metálico de un chasis que primero él sorteó vaya a saber cómo, y que inmediatamente después a mí me rozó la cadera, un segundo antes de que me arrojara de cabeza en la vereda en donde sentí su corazón agitado entre mis manos, y le pegué, y después lo abracé. Le coloqué la correa corta y volvimos a casa; él como si nada y yo atravesado por un sentimiento de culpa por agredirlo, de ofensa porque el condenado me dejaba, de fragilidad porque en un descuido lo puedo perder. De este episodio hace ya varios años, y desde entonces sólo lo soltamos en caniles (o en áreas relativamente amplias y con rejas seguras; es decir, con un límite que él no pueda traspasar o saltar), y hemos ido reconociendo lo que lo estimula y lo saca de sus casillas: skaters, personas con problemas de movilidad, borrachos, hinchas de River Plate, perros alfa y cabezones, plomeros y fumigadores, judíos ortodoxos.
Por su extraña aversión a estos últimos, se ha ganado el mote de perro antisemita, perro palestino… apodos todos estos inventados por humanos, naturalmente. Tengo la sospecha de que su enojo se debe al sombrero; quiero decir: a que el sombrero de los ortodoxos es de ala ancha, lo que hace que la mirada se ensombrezca, y he notado que el contacto visual es importante para él; no sólo su poderosa capacidad olfativa, o que él pueda detectar los primeros crujidos del subsuelo, segundos antes de que se desate un terremoto. Un día le dije: si fuera a haber un terremoto en Buenos Aires, ¿nos avisarías con tiempo para resguardarnos? Y él balanceó la cabeza con las orejas disparejas, como si tratara de captar mis palabras o como si dijera que no. Como decía: la mirada es importante para él; creo que en ella ve una señal de confirmación, de estado de ánimo o desaprobación, de empatía o de aspereza. Creo que también los ortodoxos lo alteran porque son de andar apresurado, con el sombrero y el traje enteramente negro. Es como si a él le intrigara esa prisa; pero sólo la de los hombres, porque a las mujeres y a los niños no les ladra.
La comunidad de judíos ortodoxos en Belgrano es numerosa; los sábados, día de reunión en la sinagoga, en el que se les ve peregrinar por docenas en las calles, es casi imposible salir de paseo con Mario. Esto puede generar controversia (o los apodos antes mencionados), pero él es un perro; la relación de los animales con el mundo y la Historia no debe pensársele en términos humanos. Sin embargo, no deja de resultar incómodo su comportamiento, sobre todo porque lo vemos como una falta nuestra, como si no le hubiéramos enseñado que eso no se debe hacer… pero el lenguaje que él entiende está ligado a un presente desprejuiciado e instintivo, liberado de toda asociación con la crueldad humana.
Aquella huida en que casi nos atropellan pudo haber estado motivada por algunos de los estímulos antes mencionados, o quizás por uno que no hemos registrado, o por vaya a saber qué cosa. Ahora la culpa es otra, la de no haber intentado otra cosa que no sea la correa larga; acabamos decantándonos por la solución más radical y egoísta, como padres sobreprotectores y cobardes.
Con los años he empezado a preguntarme adónde iría si lo suelto, hacia dónde me llevaría mientras lo sigo con prisa y desesperación. ¿Iríamos a algún lugar de su pasado? ¿Me mostraría el lugar previo en que fue hallado por quienes luego lo darían en adopción, ese lugar de las primeras horas de su vida antes de ser atado y olvidado en un húmedo y aceitoso estacionamiento? ¿Habrá tenido hermanos y hermanas? ¿Reconocería a su madre –de estar viva– si la viera? Y a sus primeros agresores, ¿los reconocería? Con frecuencia me quedo rato observándolo, y pienso en Laika, el primer can en visitar el espacio y morir en órbita. Me lo imagino en mil situaciones absurdas (espaciales), horriblemente humanizado, convertido en una tonta caricatura comercial. Dice su tocayo Levrero que uno indefectiblemente se vuelve empleado del perro. Y razón no le falta, pues es un reloj implacable que obliga a exponerse más de lo que uno quisiera (a entablar relaciones vecinales más de las que uno quisiera); me pregunto si al final no es uno el paseado; no es uno quien, por la propensión monótona que tiene lo que reconocemos como obligación, debe activar la creatividad, aprovechar la reiteración para hallar singularidades como, por ejemplo, parques o plazas que no hayamos visitado que nos den otra perspectiva del barrio y de la ciudad.
Es así como cada domingo, Mario nos ha llevado de su correa corta a un lugar nuevo, aunque él pareciera ya haber elegido su favorito, que tiene también la presencia cercana del tren. Curiosamente, los que hasta ahora más nos han gustado están conectados por las vías del tren, y los dos terminan o hacen cambiar de dirección una avenida o una calle; tal es el caso de Plaza Portugal (hace cambiar de dirección a la Av. Cramer) y la Plaza Estación Coghlan (termina allí Dr. Pedro Ignacio Rivera); la primera es una especie de rampa leve que me remite a una plaza de montaña, de pueblo de montaña, con unos pocos bancos de hormigón y algunos árboles altos que apagan el ruido atronador de Av. Cramer, y brindan un sensación de resguardo ante el paso esporádico del tren. Es una plaza sencilla, como para detenerse a descansar luego de una larga caminata. Es interesante ver el sol del este a la mañana desde allí, oblicuo sobre la avenida fugada, aún con poco tránsito un domingo cualquiera.
La Plaza Estación Coghlan más que una plaza es un patio y, a diferencia de la Portugal, el tren no pasa a un lado, sino que la atraviesa longitudinalmente dividiéndola en dos partes unidas por un puente de hierro. Está rodeada de contrafrentes de edificios; pero diera la impresión de que está rodeada por un bosque, porque hay enredaderas y árboles que cubren y tapan los muros. Se da en ella una sensación de interior poco común en una plaza, como si fuera un claro donde lo importante es el cielo y la luz, generando un espacio de intimidad colectiva. Pero para Mario no hay como el verde profuso de Barrancas de Belgrano, donde el tren pasa elevado al otro lado de la Av. Virrey Vértiz, envuelto por un tubo de aluminio que le da un aire de presunta proeza tecnológica sobrevolando el Barrio chino.