Caliche: Se utiliza este término para referirse a noticias o eventos de poca trascendencia, sin importancia, que carecen de valor o impacto para ser difundidos a través de un medio de comunicación. Las noticias “calichosas” son aquellas que no tienen importancia, y que en el peor de los casos, se recurre a ellas como relleno.
Glosario de Términos Básicos en Periodismo.
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Año 2002. Vargas se echa aire en las bolas cómodamente repantigado en la cama deshecha. Suena el teléfono. Lo mira con desconfianza. Luego mira a su mujer que plancha la ropa. La mirada es casi un grito de socorro. ¿No vas a contestar?, es todo lo que dice ella sin levantar la mirada de la tabla de planchar. Así que no le queda más remedio que levantar el auricular y pegárselo a la oreja. Improvisa un agónico, inaudible ¿aló? con la esperanza de que no le escuchen y cuelguen. Pero no cuelgan. Es Rosa. Y Rosa nunca cuelga hasta que ha dicho lo que tiene que decir. Vente para La Guaya Pérez, dice. Te cuadré una entrevista con Gonzalo Llum, el jefe de fotografía de Postrero Bombazo y El Planeta. Tráete unas fotos quemadas en un CD y tu currículo. Cuelga. Vargas se queda con el auricular pegado a la oreja. Mira a un punto impreciso entre la pared y el techo. Tiene la boca abierta. No dice nada. No se mueve. Pero está electrificado. Lo que quiere en realidad es saltar de la cama, ponerse a gritar, correr como un chimpancé, chillar. Su mujer por primera vez levanta los ojos de la tabla de planchar y lo mira. ¿Qué te pasa?, dice. Coño, que qué le pasa. Vargas no se lo cree. ¿Es qué no se entera de nada? Coño, si lleva añales soñando con convertirse en fotoperiodista. Tiene amontonadas enormes pilas de revistas: Life, Newsweek, Time. Las lee con fervor casi místico. Anota los nombres de los fotógrafos que aparecen allí: Natchwey, Eugene, Addario, Smith, Haviv, Anderson, Niedringhaus, McCullin, Capa, Meiselas Burrows, Faas, Ut, Taro, Turnley, Adams, etc., etc., etc. Sueña con ser como ellos. Sueña con irse a la guerra, agarrar su cámara y dejarse la piel en el Medio Oriente, en Afganistán, en Irak o, por lo menos, en Centro América. Sueña con hacerse famoso, ganar todos los premios, publicar libros, exponer sus espectaculares fotografías. Y ahora, de pronto, sin venir al caso, le ofrecen trabajar en un periódico. Tal vez ese no será un gran paso para la humanidad pero, desde luego, para él es un paso gigantesco Pero de qué se va a enterar ella si él sigue paralizado sobre la cama sin decir ni pío.
La entrevista dura apenas cinco minutos durante los cuales Gonzalo Llum, sentado frente a la computadora, los pies ejecutando un rítmico bailecito en el aire, cabeza grande, manos pequeñas, dedos gruesos que golpean enfervorecidos el teclado, no le ve a la cara en ningún momento. Vargas se pregunta qué es eso tan importante que está escribiendo. También se pregunta qué coño está haciendo en esa minúscula oficina en la cual ni siquiera se ha atrevido a entrar del todo porque de esa pequeña masa humana que lo ignora olímpicamente emana una energía poderosa, un rugido que llena por completo la oficina. En todo caso el asunto no pinta nada bien. Se va dando cuenta de que ha atravesado media ciudad para nada y que esta mierdilla solo ha accedido a atenderlo porque Rosa se lo ha pedido. Gonzalo Llum, sin dejar de ver la pantalla de la computadora, golpea la mesa de su escritorio con su dedazo índice y le dice que deje el CD allí y que lo llamará. C’est fini.
Pasa el tiempo y Gonzalo Llum no lo llama. Habrá visto mis fotos, piensa Vargas. Sigue echándose aire en las bolas pero ahora, de vez en cuando, sale con su Caprice Classic a taxear y los fines de semana trabaja de fotógrafo BBC (bodas, bautizos y comuniones). La esposa, embarazada de su primer hijo, no sabe cómo sobreviven. Él tampoco. Lo del taxi es una absoluta pérdida de tiempo y de gasolina. Además no sabe nada del negocio. No conoce los trucos. Una tarde, por ejemplo, lo para un grupo de cuatro individuos. Cuando se asoman por la ventana para preguntar cuánto les cobra por la carrera, a Vargas le corre un escalofrío por la espina dorsal. Le parece, sin lugar a dudas, que son ladrones. Se pone blanco como el papel, así que les pide una cifra exorbitante. Los tipos lo insultan y se alejan. Después de todo tal vez los tipos no pretendían robarle. Otro día recoge a un tipo bastante joven que se sienta detrás de Vargas. El trayecto es tan ridículamente corto que podría haberlo hecho a pie. Así que Vargas suda frío hasta que lo deja en su destino. Luego da un par de vueltas por la zona y decide regresar a casa. Entonces alguien, en una esquina, levanta el dedo. Vargas se detiene. Es el mismo muchacho de antes. Vuelve a sentarse detrás de él. El trayecto vuelve a ser ridículamente corto. Vuelve a sudar frío. Imagina que el muchacho saca un cuchillo o algo más estilizado como un punzón o un bisturí, incluso piensa en una jeringuilla llena de sangre contaminada con VIH. Cuando el muchacho se baja del carro, Vargas decide dejarlo de una vez por todas y enfila hacia casa.
Pero un día llama Rosa de nuevo. Vente para La Guaya Pérez, dice. Gonzalo Llum necesita un fotógrafo urgente para hacer unas vacaciones en El Planeta. Corre coño. Vargas no solo no corre, sino que ni siquiera se levanta de la cama. Son las once de la mañana. Tiene un poco de hambre y no le apetece cruzar media ciudad para enfrentarse a Gonzalo Llum. Está bien donde está. Por suerte tiene esposa. Lo saca a patadas de la cama y lo monta en el carro.
La entrevista vuelve a durar cinco minutos, pero se desarrolla de manera muy diferente. Gonzalo Llum gira su silla empujándose con las manos apoyadas en el escritorio, se echa hacia atrás sobre el respaldo, entrelaza las manos en la nuca y lo mira fijamente a los ojos por primera vez. Yo no sé quién coño eres, dice. No te conozco de nada, pero eres amigo de Rosa. Lo estoy haciendo por ella. Estás contratado. Empiezas mañana. No me hagas quedar mal. Vargas no se lo cree. Está allí parado, ni dentro ni fuera de la oficina, con una sonrisa de tonto en la cara. Puedes irte, dice Gonzalo Llum. Cuando Sánchez se aleja Gonzalo Llum añade: Por cierto, tu CD tenía un virus. Me jodió la computadora. Vaya suerte la mía, piensa Vargas. No ha visto mis fotos de mierda.
Vargas se ve en el espejo del cuarto. Le gusta lo que ve. Ve a un fotoperiodista. ¡Al fin!: Levi’s azules, camisa Columbia manga larga con los puños arremangados a medio brazo, chaleco Domke de color crema y un pequeño bolso Domke negro en el que llevaba su Nikon F100 con un objetivo 28-105 y un flash. La cámara se niega a disparar cuando el diafragma está por debajo de f8, pero eso a Vargas lo tiene sin cuidado. Lo considera un inconveniente menor frente a la sustanciosa oportunidad que se le ha ofrecido. Su mundo se ha ensanchado de un día para otro y le está mostrando maravillas insospechadas. Un nimio desperfecto electrónico o mecánico no lo va a detener. No se va a permitir preocuparse por ello. Se da la vuelta y le pregunta a su esposa: ¿Qué tal? Ella lo mira un rato y le dice: Solo no la cagues, ¿sí? ¡Qué la va a cagar! Vargas anda tan eufórico que tampoco se permite enfadarse con ella. Se va a la cocina y se sirve un vaso de Coca-cola y agarra una Susy. Una vez mitigada la ansiedad se despide de su esposa con un beso y se va al encuentro del destino.
Cuando Gonzalo Llum lo ve, sonríe y se inclina sobre un puñado de papeles rasgados que se alinean en el escritorio y en los que están escritas las pautas del día. Elige uno y se lo entrega a Vargas que no ha tenido tiempo de instalarse ni de presentarse al resto de fotógrafos, aunque a esa hora aún no han llegado todos, cuando ya tiene su primera pauta entre las manos. La euforia y la emoción que lo venía acompañando desde que despertó se esfuma como una pompa de jabón que explota en el aire cuando lee lo que está escrito en el papelito. Su primera misión es hacerle fotos a los buhoneros que abarrotan el centro de la ciudad. No los simples manteros de hace años. Nada de eso. El negocio ha evolucionado, ha progresado. Ahora han levantado verdaderos tinglados, tenderetes florecientes armados con lona, con luz propia robada del cableado público. Un mar de toldos de vivos colores que cubren aceras y calles y en los que puedes conseguir lo que quieras o necesites. Un friíllo le recorre el espinazo. Mal momento, pésimas circunstancias. Un reciente golpe de Estado casi victorioso, un paro petrolero en ciernes, el peor momento de las relaciones entre el Gobierno y los medios. Pueblo arrecho en la calle, periodistas mal vistos, fotógrafos odiados como si fueran la fuente de todos sus males. Mi primera guerra, piensa Vargas. Y se va no muy convencido.
Deambula durante una hora entre los bulliciosos tenderetes. La cámara sigue oculta en su flamante bolso Domke. No se decide a sacarla. Por el contrario, está pensando en no sacarla. Se siente como una diana ambulante vestido con lo que ahora le parece un disfraz de fotógrafo. ¿Soy un disfraz?, se pregunta. Entonces, ¿he llegado a la orilla solo para ahogarme?, se pregunta. Y si decido ahogarme, ¿vuelvo a la oficina derrotado o me voy directamente a casa también derrotado?, se pregunta. ¿Qué es peor?, se pregunta. Mi esposa ya está acostumbrada, se responde. Y yo ya me he acostumbrado a que ella esté acostumbrada, concluye. Y si es una cuestión que puedo decidir, ¿no podría decidir no ahogarme?, se pregunta. ¿Y cómo hace uno para no ahogarse?, se pregunta. Nadar no, se responde de inmediato. ¿Porque, quién nada estando en la orilla?, se pregunta reafirmándose. Sería ridículo, piensa. Luego se pregunta si no se estará haciendo todas estas preguntas para evitar agarrar al toro por los cuernos. Ah, cómo me gustaría estar viendo todo esto detrás de la barrera, piensa.
El sol es un plomo hirviente que cae sobre su cabeza.
Necesito una cerveza, piensa. Entonces decide que emborracharse es la solución que busca. Se mete en un bar que está en una esquina y que no tiene buen aspecto. El aspecto le tiene sin cuidado. No está de fiesta. La intención es tomarse unas cinco cervezas a toda velocidad. Calcula que serán suficientes.
Adentro el bar no es mucho mejor. Incluso puede que sea un poco peor, pero la penumbra no le permite apreciar los detalles. Además los detalles no le interesan. Se sienta en la barra y pide una cerveza. La cerveza está fría y eso sí que es importante. Se la bebe de un trago. Siente el frío líquido bajar por el esófago y luego, casi sin transición, una explosión de felicidad en el cerebro como si cien elefantes blancos bailaran y soplaran, con sus trompas como trompetas, notas de euforia.
Vargas camina entre la bulliciosa y colorida selva de tenderetes. Lleva la cámara colgada al cuello y el carnet del periódico bien visible sobre su gran panza. Ahora tiene un plan y el valor para llevarlo a cabo. Hace lo siguiente: se acerca a un puesto de buhoneros y se planta frente al dueño. Suelta un eructo que trata de disimular cerrando la boca y dejando una delgada rendija por la que escapa un silbido apenas audible y dice: Buenos días, estimado caballero, soy fotógrafo y estoy realizando un extenso y pormenorizado catálogo de fotografías de letreros y carteles. Me preguntaba si me da su autorización para fotografiar los carteles de su negocio. Sentado al lado del dueño está un tipo rechoncho con la cabeza hundida sobre los hombros y cubierta por una boina en la que se observan dos cagadas de paloma que parecen cuernos blancos sobre la felpa roja. Ambos miran a Vargas sin entender. ¿Porme… qué?, dice el hombre de la boina. Vargas tarda unos segundos en contestar. No le pasa por la cabeza que no hayan entendido algo de lo que les ha dicho. Minuciosa, dice al fin. Los dos hombres se miran. Este tipo sí habla raro, compa, dice el buhonero. Se ríen y vuelven sus ojos a Vargas. Los tres se quedan inmóviles y silenciosos, estudiándose. A Vargas empieza a parecerle que ha sido un error acercarse a este tenderete en particular. O a cualquier otro si viene al caso. A estas alturas le parece, por el contrario, que la incapacidad de estos sujetos para entenderlo puede generar alguna situación equívoca en la que resulte perjudicado. ¿Detallada?, aventura sin embargo luego de unos segundos que parecen una eternidad. Bueno, da igual. Haz las fotos que quieras, dice el buhonero dando el asunto por zanjado y reanudando la conversación interrumpida con su amigo. Visto en retrospectiva, ha sido bastante sencillo. Vargas recupera la confianza perdida. Hace las fotos. Usa un lente gran angular. Parece que estuviera haciendo la foto del cartel, pero en realidad encuadra el tenderete con el techo de lona roja, la mesa sobre la que se distribuye la mercancía, los clientes que curiosean y al buhonero que vocea y regatea. Repite la operación con otros buhoneros con rotundo éxito.
Envalentonado, baja hacia la avenida Universidad y se sube en la isla que separa el edificio de la Asamblea Nacional del Palacio de las Academias. Necesita unas tomas generales. Apoya la espalda en el tronco de la ceiba de San Francisco. Desde allí tiene una visión aceptable del panorama. Desde allí, también, parece un faro iluminando la oscuridad que le rodea un anuncio titilante que dice: ¡Aquí estoy! Se lleva la cámara a la cara y mira por el visor. Toma un par de fotos. Pajúo, grita alguien. Una voz lejana. Lo que no es lejano es la botella que se hace añicos contra la corteza de la vieja ceiba, justo encima de su cabeza. El mensaje llega con claridad. Insulto y botellazo vienen juntos. No lo piensa demasiado. Guarda la cámara en el bolso, se baja de la isla y camina hacia el periódico lo más dignamente que puede.
¿Quería guerra? Allí tiene su guerra.
Al llegar a casa cuelga el chaleco en una percha y mete el bolso en el rincón más oscuro del armario. Ha comprado un bolsito de color azul que lleva cruzado sobre el pecho. Se saca la camisa por fuera de los pantalones y se mira en el espejo. Le gusta lo que ve. No ve a un fotoperiodista. Aprende rápido. Tal vez eso lo salve.
Está genial la historia, fenomenal la descripción de cómo alguien que no tiene noción del trabajo que tiene que realizar, despierta a la clarividencia empujado por las circunstancias y su propia buena fé. ¡Gracias Joaquín! Se siente el «crecimiento» de tu Gregorio Samsa Particular… ¡Muchos éxitos y buena salud¡
Creo que conozco a ese Gustavo Llum jeje, el dedo índice, la cabeza grande en esa pequeña humanidad, las manos entrelazadas detrás de la nuca. Y la actitud de jefe sobrado, que no te contrata por tu trabajo sino porque se lo pidió una amiga. Y ese fotógrafo en ciernes, tiene mucho de todos nosotros, Quim.