En esta ocasión, les presento un fragmento de un libro sobre la infancia con el que vengo trasegando desde hace cinco años, prácticamente desde que llegué a España. Se trata de Un cuento de fantasmas. Lo escribo a trompicones, luchando aún por darle forma, buscando torpemente la estructura, que no es nada y lo es todo. Sin embargo, con este texto me ha pasado algo que nunca me había pasado: tengo listos el principio y el final. Es decir que me basta rellenar el sánduche. Sin embargo, no me ha resultado sencillo a pesar de que cualquier escritor, un escritor de verdad, les dirá que una vez que se tiene el comienzo y el final de un relato, el resto es pan comido, que hilar esos dos extremos es como coser y cantar. Pero a mí se me da mal hacer dos cosas al mismo tiempo. Así que yo aún navego por la bruma de las ideas, dando palos de ciegos y tropezando más de dos veces con la misma piedra.
Entonces, para terminar e ir al grano, hoy comparto con ustedes los tres primeros capítulos. Creo que dan una idea del tono general del relato. En algún momento también compartiré el final. A ver si así, me obligo a poner de una buena vez el culo en la silla y los dedos sobre el teclado para terminar lo que he comenzado.
Antes del prólogo
Sueño que mamá me dice adiós desde una ventana. Sonríe. ¿Esa ventana es la de la casa? ¿La que construyó el abuelo con sus propias manos? Pues sí, es la misma. En el sueño estoy fuera de la casa y mamá me sonríe desde una ventana y me dice adiós o me amenaza con una mano, ya no estoy seguro. Ahora lo sé, porque la fachada que rodea el ventanal, más que ventana, del segundo piso, desde donde se asoma mamá, es de ladrillos rojos. No puede ser, entonces, más que la casa del abuelo. El pobre abuelo que nunca habría querido salir de su terruño y que terminó a la fuerza, arrastrado por la historia, a cien mil kilómetros de su hogar, pateado por sus congéneres hasta unas tierras desconocidas, calurosas y llenas de mosquitos.
Pero hace mucho tiempo que la casa ha desaparecido. Ha sido arrasada por el agua. Todo ha sido arrasado por el agua. Pasó lo que nadie creyó que iba a pasar. Lo que era pura superstición se hizo realidad. La montaña se partió por la mitad y el agua del mar cayó sobre el valle y arrasó con todo a su paso. Como si un Moisés colérico inspirado por un Dios colérico, abriera en dos aquella enorme mole verde de casi tres mil metros de altura, que desde siempre había estado allí vigilando el valle, y le ordenase al mar que ascendiera mil metros, la atravesara y se abatiese con furia religiosa sobre la orgullosa ciudad que había estado creciendo ya demasiado tiempo con violentos espasmos de progreso.
Sin embargo, aún hoy, vago por el cráter muerto en el que alguna vez estuvo mi hogar. Los zamuros son mi única compañía. Me gustan su desapego y su total indiferencia a lo que no sea carroña. Me gusta verlos después de la lluvia, cuando extienden sus alas al sol para secarlas. Estoy muy a gusto aquí, recordando.
Prólogo
Comienza con un terremoto. Son las 8:05 del 29 de julio de 1967. La casa cruje. El abuelo se lleva las manos a la cabeza y cruje con ella. Su sueño, su obra, su futuro tiembla como una gelatina y amenaza con venirse abajo. Los objetos de la casa cobran vida solo para perderla de inmediato al estrellarse contra el suelo y hacerse añicos: los Lladró de mamá, el equipo de sonido y el ajedrez de papá. Vasos, platos, las tazas para el té, el televisor que, con el último estallido, llamas y humo incluidos, se lleva a Carol Burnett con él. Una Carol Burnett en blanco y negro como todo lo que se veía en la televisión de aquella época. Pero aquí y ahora tiembla en tecnicolor. Y muy fuerte. Tanto que el abuelo, hincado de rodillas, las manos juntas y extendidas hacia el techo, reza. Él que no ha entrado a una iglesia en toda su vida, que su única relación con Dios está basada en la indiferencia. En cambio, la abuela, que sí tiene un rosario y lo usa, uno grande y pesado y muy negro, en los momentos claves, aquellos en los que se decide entre la vida y la muerte, resulta que es más práctica que el abuelo, lo agarra por el cuello y lo obliga a ponerse en pie para, acto seguido, llevárselo escaleras abajo. Mamá corre a la cocina para recoger sus paquetes de cigarrillos y vaciar el vaso de cerveza que siempre esconde detrás de los rollos de papel secante y que milagrosamente aún se mantiene en pie. De vuelta de la cocina, recoge a papá que se ha quedado anonadado sobre el tablero de ajedrez, viendo las piezas que han cobrado vida y juegan solas estropeando por completo su estrategia ganadora. Mamá coge a Danilo en brazos y corre escaleras abajo.
Parados en medio de la calle miramos la casa con caras de tontos. El abuelo está convencido de que se va a venir abajo en cualquier momento. La abuela lo mantiene aferrado por el cuello. Teme que se lance al interior para morir con ella cuando se desplome, como un capitán que se hunde con su barco. Papá hace extraños movimientos con su mano derecha. Su dedo índice extendido señala varios puntos en el aire, frente a sus ojos entrecerrados. Mueve los labios, pero no se escucha lo que dice. Calcula. Mamá está nerviosa. Fuma un cigarrillo tras otro. Necesita una cerveza. Mis tíos se abrazan como si no se fuesen a ver nunca más. Danilo se hurga la nariz a la caza de algún moco que llevarse a la boca. Todo esto mirando a la casa que sigue en pie.
Por fin mamá pone a Danilo sobre el piso, lo toma de la mano y se aleja de la casa. Danilo solo lleva puesto el pañal de tela y hace un poco de frio. Eso a mamá parece importarle menos que un comino. A él sí que le importa y empieza a protestar. A esa edad solo puede llorar y balbucear su desacuerdo. Mamá lo tranquiliza de inmediato. Entran en la casa de los vecinos de enfrente, los Kuzma. Antes de que el mundo amenazara con venirse abajo, celebraban el matrimonio de una de las hijas. Ahora la casa está vacía y silenciosa. A Danilo lo único que le importa es que ya no tiene frio. Así que se deja llevar por mamá. Caminan entre las mesas abandonadas. Está todo tan silencioso que parece que el tiempo se ha detenido. Sin embargo, mamá se mueve entre las mesas recogiendo copas llenas de champán y llevándoselas a la boca. Se sienta y coloca a Danilo sobre sus piernas. Luego de un largo trago se saca una teta y le ofrece su pezón sonrosado. Es como una sorpresa, una revelación, ver ese botón carnoso que se le ofrece. Danilo se prende de él y mientras mama se queda dormido.
Cuando despierta mamá no está. Desciende de la silla en la que lo ha dejado ayudándose con el lazo azul que ciñe el respaldo. Desde el suelo, las mesas parecen gigantescas montañas de las que caen ondulantes cascadas de color pastel. De ese laberinto sale frente a una amplia puerta ventana que da a un jardín. Está abierta. Sale. Afuera, iluminado por la luna llena, ve a un hombre, un anciano, tendido sobre la grama verde. Lleva puesto un smoking negro. Inclinada sobre él, la novia, vestida de blanco con su larga cola extendida sobre la grama, llora y acaricia los cabellos grises del hombre.
La casa
Volvimos a la casa al filo de la madrugada, cuando los temblores pararon. Cuando entramos, las guacharacas chillaban de rabia y el cielo clareaba detrás de los cerros y adoptaba ese color metalizado con que la luz fría de la mañana lo pintaba. El abuelo, lloraba de alegría. Se arrodilló y besó el suelo, y luego abrazó las paredes y, si hubiese podido, habría cogido la casa entera entre sus brazos y la hubiese acunado.
El abuelo construyó la casa con sus propias manos. El abuelo dejó su hogar en el norte y recorrió vastos territorios de frio hasta alcanzar el mar. Navegó sobre aguas a veces quietas, como muertas, y otras encabritadas y tempestuosas como si quisieran sacárselo de encima, hasta llegar al trópico absoluto. Arrastradas por esa fuerza indomable llegaron la abuela y una niña de un año, mamá. Y sobre la tierra hirviente, entre cujíes y madreselvas, sobrevolado por zamuros, insomne frente el zumbido del zancudo, atizado por la furia metálica del sol y con sus propias manos herrumbradas, el abuelo levantó esta casa: con sus manos desbrozó el terreno, cavó huecos y zanjas, encofró, cargó sacos de cemento y a mano lo mezcló con agua, piedras y arena, rellenó de hormigón, elevó columnas de cabillas y alambres, revistió y rellenó. Por sus manos encallecidas pasaron toneladas de ladrillos. Su mirada obcecada elevó paredes y las curvó como si él fuese un arquero tensando un arco dormido. Trazó una intrincada línea de tuberías, amarró la casa con cables de colores y la casa comenzó a palpitar. Picó piedras con el martillo de sus manos. Sus manos enraizadas con la tierra plantaron flores y árboles, y tendieron un manto de grama desde donde ver el cielo encandilado y el paso de nubes soñolientas y, en ocasiones especiales, las estrellas. Cuando terminó, cuando la casa se abrió para recibirnos, al abuelo le temblaban las manos. Y no dejaron de temblar hasta que murió cientos de años más tarde.
El abuelo no necesitó de planos. Le bastó cerrar los ojos y la casa se fue dibujando en el aire. Los planos estaban en su mente. Nosotros éramos sus planos. La hizo a nuestra imagen y semejanza. Unos días era amplia y luminosa, otros apretada y negra. Podía ser infinita e inexplorada o cerrarse hasta reventarnos los huesos. Entreverada y promiscua, podíamos escuchar su respiración, el latido denso de sus paredes, el ladrido sordo de sus profundidades.
Frente a la casa, las golondrinas rasgaban el aire como flechas blanquinegras, ejecutando giros imposibles a mil por hora. No se detenían nunca. No descansaban. Parecían tener prisa en comerse todo el aire y todo el viento. Nunca chocaban. Rozaban sus alas entre ellas, contra los muros de la casa, contra el vidrio del ventanal, contra el asfalto, volando a ras de la calle. Danilo las miraba fascinado, con la piel de gallina y excitada alegría. Los días eran más luminosos cuando las veía jugar con el aire. Con las golondrinas nunca se sabía hacia dónde iban, cuál era su destino. Le habría gustado saber qué rumbo tomaban cuando desaparecían. Se prometió que algún día las seguiría y descubriría ese lugar en donde estaba su hogar.
Entre las piedras, en las fisuras y en las esquinas, vivían las lagartijas. Danilo confiaba en las lagartijas, como si fuesen amigos desde hacía mil años. Aparecían muy poco puesto que eran tímidas. Pero en cuanto salían de sus escondrijos, la casa parecía agrandarse y hacerse más fresca. No ocurría a menudo que se quedaran quietas, pero cuando ocurría lo hacían por mucho tiempo. Se convertían en estatuas palpitantes, sus grandes y saltones ojos dirigidos hacia Danilo con una expresión concentrada y expectante.
Los mosquitos poblaban el aire quieto del interior. Los mosquitos y Danilo estaban en guerra. Los odiaba. Ellos amaban su sangre. Las noches eran testigos de batallas encarnizadas. Horas de combates a palma abierta. Pero los mosquitos tenían la facultad de multiplicarse. Mataba cien en una hora y cuando volvía a contar seguía habiendo cien. Cada noche se acostaba a dormir derrotado. En la mañana, luego de un sueño agitado, veía su cuerpo cubierto por las ronchas inflamadas de las picadas.
Las cucarachas salían en la noche a recorrer la casa como si no supieran o no tuvieran a donde ir. A las cucarachas las espachurraba con un zapato o con una chola. Eran rápidas y escurridizas, y buscaban siempre las esquinas en las que era prácticamente imposible alcanzarlas. Algunas sabían volar. Estas le interesaban. Se preguntaba por qué volaban. Entendía que un pájaro volara. El sentido de la vida de un pájaro es el vuelo. Pero una cucaracha es un ser rastrero que gusta de vivir en sitios húmedos y calientes, en oscuros recovecos de los que sale poco, y su vuelo es un torpe remedo del vuelo de los pájaros. Una noche, mientras dormía, una cucaracha voladora se metió en su boca. Danilo soñaba. En el sueño chupaba un caramelo con sabor a limón.
De vez en cuando aparecía alguna culebra. Casi que preferiría no hablar de ellas. Les tenía un miedo proverbial. Aquel terror parecía venir desde el pecado original. En cambio, el abuelo no les tenía ningún miedo. Parecía sentir cierto placer en agarrarlas y arrancarles la cabeza con sus propias manos.
Cada tarde, justo antes de anochecer, una familia de rabipelados caminaba sobre la reja del fondo del jardín. Danilo se sentaba a verlos pasar. Avanzaban con gracia sobre el borde superior de la reja, mamá rabipelado y sus tres pequeños hijos rabipelados, con orden marcial. A veces, mamá rabipelado se detenía y detrás de ella se detenían sus pequeños hijos. Mamá rabipelado miraba a Danilo con sus ojos amarillos y su largo hocico olfateando el aire. Detrás, sobre los cerros, el cielo enrojecía y luego se iba apagando, hasta que los últimos flecos, de un rosado muy suave, desaparecían tras el gris y finalmente en el negro más profundo. Este oscurecimiento ocurría muy rápido y durante este tiempo mamá rabipelado no dejaba de mirar a Danilo. Al final, solo podía ver aquellos ojillos amarillos brillando en la oscuridad, congelados en la noche, fijos en él, esperando. Danilo los miraba con fascinación y repugnancia. Parecían ratas gigantes, sucias y desgreñadas. A Danilo le gustaban. Habría querido acercarse y acariciarles el pelaje del cogote como si fuesen un gato o un perro. Después de un rato, los rabipelados se ponían en marcha y sus sombras desaparecían en el extremo opuesto del jardín.