¿Han visto ese pájaro? Digan la verdad, ¿lo han visto pasar frente a la ventana? Pues yo sí y me propongo seguirlo. Así comienza esta historia: con un pájaro que pasa frente a la ventana y con mi decisión de seguirlo.
No es empresa sencilla seguir a un pájaro. En primer lugar los pájaros vuelan. Nosotros, al contrario, nos arrastramos penosamente por el suelo. En segunda instancia, los pájaros apenas tienen restricciones en su vuelo. Nosotros, en cambio, estamos sujetos a una serie de normativas estúpidas que rigen nuestros pasos y los entorpecen y ralentizan. En fin, ellos son pájaros y nosotros ciudadanos. A estas dificultades sumemos que siento profunda aversión por la calle y sus circunstancias y se darán cuenta a qué clase de dificultades me enfrentaba.
No obstante, estos estorbos normativos, la absoluta falta de experiencia en el seguimiento de pájaros y mi fobia a la calle no fueron razones suficientes para reprimir mi impulso, que se tradujo en un primer error y que no fue otro que lanzarme por la ventana. En mi defensa he de decir que no tenía otra alternativa si quería mantener el pájaro a la vista. Caer de un tercer piso no lleva necesariamente a un desenlace fatal, pero desde luego el reencuentro con la tierra suele ser doloroso. Por suerte un árbol de ramas en su punto justo de firmeza y flexibilidad y un contenedor lleno de basura amortiguaron el golpe. Lo malo es que salí del contenedor rengueando y con la ropa rasgada e impregnada del olor de alimentos en distintos estados de descomposición.
Mientras caía logré ver que el pájaro torcía a la izquierda en el chaflán de Zoroastro y Purgatorio, así que, una vez hube salido del contenedor, no sin dificultad, hacía allí me dirigí con pasos vacilantes y sacudiendo de la ropa trozos de comida.
Quiso la suerte, inclinada siempre a ponerse en mi contra, que en la esquina me tropezara con doña Adara. No obstante, no me fue de todo esquiva en esa ocasión y pude ver de reojo que el pájaro se había posado sobre la barra del quiosco de don Efraín y se refrescaba con una bebida energética. De inmediato la matriarca del barrio me atrapó en sus imbricadas redes de chismes y maledicencias. En esta ocasión quiso informarme de ciertas habladurías que sobre mí se habían esparcido en el barrio. Habladurías, sin duda alguna, que ella misma se había tomado la molestia de “esparcir”. No dije nada y seguí escuchándola con fingida atención. Se hablaba, sobre todo, de mis largas temporadas de encierro y de mi enfermiza falta de ambición en la vida. La asquerosa hipopótamo me exigía que la visitara en su casa. Pretendía hablar largo y tendido sobre el tema y aconsejarme. Ella no había tenido hijos y le haría feliz la oportunidad de guiar los pasos de un hijo putativo, aunque se tratara de un tarajallo fracasado como yo. Los vecinos, algunos, habían llegado, incluso, a insinuar que yo podría ser un asesino enloquecido, de esos que una vez empiezan ya no paran de matar. Lo que menos quería yo era escuchar qué tenía preparado para mí en el apartado consejos filiales. Así que de inmediato le di la razón y le rebané el asqueroso cuello de león marino. Puse pies en polvorosa justo a tiempo para ver que el pájaro le pagaba su consumición a don Efraín y emprendía nuevamente el vuelo.
Cruzó como una flecha la avenida Timotocuica que a esa hora era un hervidero de metal recalentado, cornetas, olor a aceite quemado, humo tóxico, frenazos y vendedores ambulantes voceando sus papas fritas, sus videos caseros en los que castas actrices de telenovelas se desprendían de todo tipo de tabúes sexuales junto a sus novios o novias y frente a las cámaras de video, sus tostones y unas raqueticas eléctricas para achicharrar mosquitos que anoté mentalmente con el fin de adquirir una más adelante.
Aquí cometí mi segundo error, puesto que por las prisas y en vista de que los carros no se movían debido al atasco, crucé la avenida a toda velocidad sin ver a los lados como aconsejan las normas ciudadanas y sin tomar en cuenta la existencia de una tribu urbana que imponía su ley en calles y avenidas, y no menos en las aceras, con gran desparpajo y violencia y a salvo de castigos: los motorizados. La rueda de la primera moto me partió la pierna izquierda en diez partes, el manillar de la segunda desgarró mí ingle, el tubo de escape de la tercera me quemó la espalda, los radios del ring de la cuarta me trituraron la mano derecha, el faro trasero de la quinta me destrozó la boca. En fin, detengamos aquí la carnicería. Baste decir que uno a uno se fue acumulando sobre mi humanidad, demasiado enclenque, aquellos caballitos de acero junto a sus jinetes hasta formar un montículo de metal ardiente y carne sudorosa y agria bajo el cual perdí el conocimiento.
Dadas las circunstancias, lo razonable habría sido que recobrara el conocimiento en la cama de un hospital, pero no, nada de eso, desperté en mi cama más sano que una lombriz y fresco como una lechuga. Y justo a tiempo para ver al dichoso pajarraco de la víspera pasar de nuevo frente a la ventana de mi apartamento. Una situación la mar de extraña que no me detuve en analizar en ese momento dado que me lancé de nuevo en su persecución.
Aprendida la lección del día anterior, en esta ocasión me deslicé por la fachada, ayudado por el enrejado de ventanas y balcones del edificio. De este modo llegué sano y salvo a la acera. El tiempo perdido en el descenso lo recuperé corriendo como un desalmado. Al torcer la esquina y encontrarme con doña Adara no perdí tiempo en prolegómenos y esgrimiendo el cuchillo con artes de carnicero le rebané el cuello a la vieja morsa. En ese momento el pajarraco cruzaba como una flecha la avenida Timotocuica. Hice lo propio saltando sobre los techos de los carros de la misma manera en que cruzaría un caudaloso río saltando de piedra en piedra. Quiso la suerte, esa puta, que el último techo que abollé antes de saltar sobre la acera fuese el de un coche patrulla. Me detuvieron. Es conocida la reticencia de la policía a las discusiones. Debido a mis prisas, a mi estado de agitación y al humillante abollón en el techo del coche patrulla, la situación degeneró rápidamente. El pajarraco se me escapaba y no pensaba permitirlo. Aquí cometí el primer y último error del día: me zafé de los policías y escapé. No es buena idea dar la espalda a unos policías cabreados. Lo comprobé segundos después. Es rigurosamente cierto lo que dicen: no escuchamos las detonaciones de las balas que nos van a matar. Solo sentí tres punzadas ardientes que perforaron la carne de mi espalada y produjeron una explosión de fuego en algún lugar indeterminado de mi cuerpo.
Desperté en mi cama sin un rasguño y en posesión de todas mis facultades físicas y mentales. Un minuto después pasaba frente a la ventana mi querido pajarraco. Así que: rápido descenso por la fachada del edificio, carrera hasta la esquina, degollamiento de doña Adara, cruce de la tumultuosa avenida Timotocuica con abollamiento del techo del coche patrulla incluido. Pero una vez que hube puesto los pies sobre la acera y los agentes del orden se me echaban encima, dejé en sus manos un grueso fajo de billetes que los tranquilizó en el acto. Es sorprendente el efecto sedante que produce una buena cantidad de dinero en un uniformado. Aproveché el desconcierto inicial de los tarados, ese breve y apenas perceptible tropezón con la moral y la ética que los desequilibraba, esa inicial y muy breve sensación de vergüenza que les obligaba a bajar los ojos y a mirar a los lados por si acaso, para escabullirme y seguir en persecución del pájaro que ahora enfilaba un estrecho callejón. Fui tras él. Estaba oscuro y comenzó a hacer frío. Cuanto más me internaba en la oscuridad del callejón más frío hacía. Temblaba y mis dientes se golpeaban entre ellos. Una pared de ladrillos rojos sucios de hollín marcaba el final del callejón. La única forma de proseguir era a través de una puerta de madera pequeña y cuarteada que se mantenía cerrada. El pájaro, posado sobre el pomo tocaba la madera con el pico. No pasaron más de dos segundos y la puerta se abrió dejándolo entrar. Luego volvió a cerrarse. El frío se había convertido en una helada en toda la regla y yo comenzaba a sentir los estragos de la hipotermia. Me acerqué trastabillando y como temía la puerta estaba cerrada por dentro. Tenía sueño. De las brumas de mi mente congelada surgió una constatación: el pájaro había usado una clave para que se abriera. Algo así como tuc tuc tuc tuctuctuc tuc tuc. Levantar el brazo y tocar la puerta requirió un considerable esfuerzo. Me quedaba sin energías. Apenas pude arañar la rugosa madera con el dedo índice que en el acto se hizo añicos. Perdí el conocimiento.
Desperté en mi cama, como no, pleno de energía y con mi cuerpo entero. Pasó el pájaro frente a la ventana, descendí por la fachada del edificio, corrí hasta la esquina, degollé, crucé, soborné y me introduje en el callejón, pero en esta ocasión debidamente abrigado con ropa interior térmica, chaqueta y manoplas de plumón, gorro de lana y toda la parafernalia necesaria para combatir fríos extremos. Alcancé el final del callejón, justo cuando el pajarraco de los mil demonios traspasaba la puerta y esta se cerraba tras él. Llegué hasta allí, me saqué la manopla de la mano derecha y toqué la puerta siguiendo el código que el pájaro de los cojones había telegrafiado a través de la madera. En menos de lo que canta un pájaro (me disculpan el chiste malo) la puerta se abrió y yo me adentré en el misterio.
El misterio resultó ser un garito de apuestas ilegales. Una habitación grande de un solo ambiente, techos altos, ofuscada por el humo de los cigarrillos, bruma azul que diluía las formas, el golpe agudo de los dados y el chasquido de las cartas sobre los paños verdes en donde se decidían mínimos destinos, los gritos de júbilo en la victoria sobre los que se montaban resoplidos guturales, lamentos que derramaban rabia, frustración y futuras violencias, vidrios entrechocando, risas nerviosas, el sudor oliendo a miedo, ansiedad y lujuria, el denso vaho del alcohol que remontaba el aire. Y allí estaba el pajarraco tahúr jugando a los dados con un grupo de maleantes de mirada torva y gestos chulescos que bebían absenta y fumaban Gauloises. La naturalidad con la que alternaba con aquellos maleantes me sorprendió y me sublevó. El muy cabrón. Todos mis esfuerzos, el sufrimiento que esta absurda persecución me había causado, y el muy canalla tranquilamente apostando en un garito de mala muerte. Silbando de furia me lancé sobre él y lo agarré por el pescuezo. Ni chillar pudo. Sus ridículas patitas hacían estériles esfuerzos por apartar mis manos de él. Inútil cretino. Sin embargo, fue un error, el error del día. Salieron a relucir las navajas que brillaron en el aire turbio y que muy pronto hundieron sus hojas en mi carne. Telón.
Desperté en mi cama sin orificios ni rajaduras en el cuerpo. Pasó el pájaro, descendí, corrí, degollé, crucé, soborné, me abrigué y de vuelta en el interior del garito, con la lección aprendida, caminé con flemática presencia hacia el fondo del local y me senté en la barra, la mirada puesta en mi absurda obsesión. Sin que se lo pidiera, el barman me puso delante un chupito de absenta. ¿Por qué no? Al gaznate. Intuía una espera larga. El pajarraco tenía una racha de suerte. A la quinta absenta el local junto con su fauna culebreaba como si los estuviese viendo desde el fondo de una piscina. En este punto la memoria falla. Recuerdo que una mujer se acercó y quiso que le brindara un chupito. Recuerdo unos labios rojo fuego y brillantes y detrás una boca con pocos dientes. Recuerdo más chupitos de absenta. Recuerdo haber subido unas escaleras abrazando a la mujer. ¿O era ella la que me sostenía a mí y me ayudaba a subir? Recuerdo ya muy vagamente una habitación gris con un catre en un rincón, las paredes desnudas y olor a desinfectante. Me desnudo o me desnudan. La bruma es ya intensa cuando veo a la mujer sobre mí. Una risa ronca, un hueco negro con un par de brillantes alvéolos, gotas de saliva chispean sobre mi cara. Finish.
Desperté en mi cama. En efecto, desnudo. Me vestí. No me tomé la molestia de comprobar si el pájaro pasaba frente a la ventana y descendí, corrí, degollé, crucé, soborné, me abrigué y ya en el interior del garito no tuve tiempo de cometer otra tontería ya que en ese preciso instante el insolente pajarraco, luego de desplumar a sus compañeros de juego, emprendía el vuelo hacia la salida.
Afuera la unánime noche como dijo el poeta. Raudos nos comimos el callejón, el pajarraco adelante y yo detrás. La avenida Timotocuica era un manto de asfalto solitario y como muerto. En las aceras silenciosas solo se escuchaba el eco de mis pasos y el aleteo del pájaro. Doña Adara había desaparecido. La ciudad hundida en un profundo sueño. El pájaro ascendió y se posó en el alféizar de la ventana de mi apartamento. Esperó que llegara hasta allí. Después volvió a levantar vuelo y se metió en su jaula. Mi esposa cerró la puertica de metal y se dirigió a la cocina. Has llegado tarde, dijo mientras yo terminaba de entrar por la ventana. He tenido mucho trabajo, respondí. Pasé frente a la jaula y le eché una mirada de reojo al pájaro que hundía el pico en el alpiste. Ven a comer, dijo. La mesa estaba puesta. En mi sitio me aguardaba un plato de macarrones con salsa boloñesa, un frasco con queso parmesano y un vaso con coca-cola. ¿Y tú?, dije. Ya cené, dijo. Su sonrisa helada y mecánica parecía sostenida en el interior de su cara por un complicado artefacto de engranajes, muelles y tuercas. Todo en ella me pareció mecánico cuando me dio la espalda y se puso a fregar los platos. Delante de mi humeante plato de macarrones había un puñado de sobres puestos en desorden sobre el mantel. ¿Y esto?, dije mientras me sentaba. Sin darse la vuelta contestó: ¿Tú qué crees que es? ¡Facturas! Como era mi costumbre, mezclé la salsa y los macarrones, eché una capa de queso parmesano y volví a mezclar. Finalmente eché otra capa de queso. Observé un rato el plato antes de clavarle la primera cucharada. ¿Adara?, dije. ¿Sí? No, nada.
Comí sin apetito. Intenté recordar cuándo había sido modestamente feliz.
El pájaro no volvió a escapar de su jaula.