El cubano era una pequeña roca negra que se pavoneaba por El Gótico. No conocía su nombre, pero eso iba a cambiar pronto. Solía trapichear y esquilmar turistas incautos a los que les servía de guía. A cambio de bebida, comida, algo de droga y dinero, les mostraba la vida nocturna del centro de Barcelona.
Nunca habíamos tenido problemas con él. Solíamos intercambiar saludos cuando pasaba frente a La Macarena, y en general nuestra relación era respetuosa. Pero esa noche discutía con un cliente que fumaba apoyado contra la vidriera de la lavandería. No sabía qué sucedía, pero no pintaba bien. Mi cliente era joven y era georgiano y no solía tener paciencia con los pesados. Así que me acerqué y le toqué el hombro mientras dije con tono jovial y amigable: ¡Hey, asere! ¿Qué pasa? El cubano se volteó con brusquedad. Vi su cara desencajada por la farlopa, esa expresión de pánico contenido que agranda los ojos como si en ellos no cupiera todo lo que hay que ver. Me pegó un manotazo en el pecho. Fue en ese momento cuando olvidé lo poco que había aprendido trabajando en la puerta de la discoteca. Se me subió la sangre a la cabeza y perdí la noción de todo aquello que me rodeaba. Solo vi la puta cara del cubano comemierda. Me le fui encima. Retrocedió. Le estampé en la cara dos cachetadas y lo empujé. Retrocedió. A ese ritmo, con esa secuencia, dos cachetadas y un empujón, lo fui llevando hasta la esquina. Cuando estábamos llegando a la plaza habíamos recorrido de esta guisa unos veinte metros y supongo que Tris, que esa noche se encargaba de la puerta de la discoteca, se preguntó hasta dónde pretendía llegar, o pensó que en algún momento el cubano iba a reaccionar y me iba a noquear, porque pasó detrás de mí como una flecha, se echó sobre el cubano, lo tiró al piso y lo inmovilizó. Momento que yo aproveché de manera artera y con mucha mala leche para propinarle una patada en toda la jeta al cubano de los cojones este y dejar, al menos por mi parte, el asunto zanjado.
El fresquito que me produjo el desahogo de la patada duró poco. Lo primero que me echó a perder la deliciosa sensación de bienestar que me embargaba fue el remordimiento de conciencia, que debe ser un invento burgués impulsado por lo que Bukowski llamó “dos mil metros de corcho cristiano metido por el culo”. Lo segundo que me jodió el momento fue que el cubano no se iba. Durante las siguientes dos horas nos dio la lata con amenazas e insultos, promesas de descuartizamientos y descripciones de torturas espeluznantes. Eso sí, todo gritado desde una prudente y protectora distancia.
El cubano desapareció un par de semanas. Luego volvió. Tomó la costumbre de pasar de largo frente a la puerta de la discoteca sin saludar y con cara de culo. Para mí reservaba una mirada asesina, supongo yo que recordando la noche en que jugué al fútbol con su cabeza.
Cansado ya de tanta pasadera, tanto silencio y tanta mala cara, una noche le corté el paso dispuesto a zanjar el asunto de una buena vez invitándole un chupito de lo que quisiera. Sergei puso mala cara cuando me planté en la puerta con el cubano. Entramos y salimos, le dije. En la barra le pedí a Lore dos chupitos de Etiqueta y le ofrecí uno al cubano. ¿Cómo te llamas?, dije. Cirilo, pero todos me llaman Lezamita, dijo con un vozarrón aguardentoso que se elevaba con facilidad sobre la música que retumbaba en la discoteca.
Resultó que el tipo era ahijado de Lezama Lima y que en su juventud se había atrevido con unos poemitas escritos con muy poco talento y mucho menos empeño, según me dijo. No pareció influir en él de ninguna manera que de niño se moviera de la mano de su padre, periodista cultural, en ese ambiente cargado de poesía y de poetas sublimes como Lezama Lima o Virgilio Piñera. Incluso conoció a Reinaldo Arenas, con quien más tarde, en 1980, huyó de Cuba a bordo de un barquito, llamado Candy Girl, durante el famoso éxodo del Mariel. ¡Qué vaina tan buena ese viaje! Un día de estos te lo cuento. Reinaldo era una loca desatada y mentirosa. Antes de que anochezca es una metida de guayaba así de grande. Separa los brazos hasta quedar crucificado. De creerle, todos en cuba somos maricones. ¿Y tú…?, digo. ¿Qué pasa, asere? Nada, nada. Olvídalo. ¿Pero todo eso de Fidel y la revolución sí es verdad? Mirá, Reinaldito era un escritor de otro mundo. Todos esos escritores del famoso Boom eran niños de pecho comparados con él. ¿García Marquez? Un pobre güevón, García Márquez escribía para niños. ¿Sabes tú cuál debería ser la gran novela del Boom?, El mundo alucinante. El asalto, coño, El asalto le pega tres patadas a El túnel de Sábato. Pero tenía un problema. Estaba fundío, dijo señalándose la sien con el dedo índice. Si algo le iba mal, le parecía que era tres veces peor. Tenía manía persecutoria. Todo el mundo lo odiaba. Todo el mundo conspiraba contra él. Todo el mundo quería matarlo. Según él, Fidel solo vivía para destruirlo. Aparte de eso tenía razón. La revolución cubana es una mierda.
Sellamos la paz con otro chupito de Etiqueta y un apretón de manos. Oye, asere, ya que estamos aquí…, dijo. Ni de vaina. Sergei me mata si te dejo adentro, dije empujándolo hacia la puerta.
Así que Lezamita me había salido medio poeta y medio crítico literario. Un tipo con sensibilidad, pues. ¿Quién iba a decirlo? Y pensar que pude haberle partido la cara de una patada. Yo nunca le había pegado a un poeta. Ya tenía algo en común con Vargas Llosa. Podía llamarlo colega sin ruborizarme.
Lezamita volvió a escribir poemas. Fue más preciso al trasmitirme la buena nueva: usó la palabra componer seguida de la palabra versos. Yo lo había inspirado, me dijo. La patada en la cara no, aclaró. Nuestra conversa, dijo. Lo peor no fue que dijera eso. Lo peor fue que me dio un fajo de papeles con sus poemas para que se los leyera. Esa noche venía con un grupo de turistas franceses. Unos niñatos a los que ya les había sacado una docena de cervezas, unos gramos de coca y cincuenta euros en efectivo. Estaba la mar de contento, más bien eufórico y cuando se alejaba con sus víctimas me dijo que ya pasaría para ver qué tal.
Este es el tipo de compromiso del que suelo huir como de la peste, pero con el que siempre termino enredándome la vida. Es una habilidad que tengo. Atraigo a los locos, a los marginados, a los desesperados. Se aferran a mí como a un salvavidas o a una boya que oscila suavemente entre las olas del mar a una distancia prudente de la costa.
Pero Lezamita no volvió. Al principio, cada noche que pasaba y Lezamita no aparecía era una batallita ganada de una guerra que sabía que iba a perder. Siempre llevaba el fajo de poemas conmigo. No los había leído y no pensaba hacerlo, pero tenía preparadas unas cuantas frases laudatorias que incluían adjetivos como insondable, portentoso, sublime, extraordinario, asombroso, magistral, insuperable, babilónico (lo que ya era pasarse un poco) y privilegiado, que usados en el orden correcto y el tono adecuado surtirían, al menos eso esperaba yo, el efecto que buscaba, es decir, inflarle el ego y sacármelo de encima.
Pero con el tiempo comencé a preocuparme. Tanto que me puse a leer los poemas de Lezamita. Eran todo lo que me temía que iban a ser. Sin embargo, vislumbré algo que no me esperaba. Enterrado allí adentro, muy adentro, entre toda esa palabrería ramplona y mal ubicada, había algo. Yo no sabía exactamente lo que era. Tal vez una emoción, un dolor, un desgarramiento, un grito. La lectura hizo que recordara, vaya a saber por qué, el vídeo aquel en el que Bukowski lloraba a moco suelto mientras leía uno de sus poemas.
Durante las siguientes noches hice discretas averiguaciones sobre el paradero de Lezamita entre la fauna nocturna que deambulaba alrededor de la discoteca. La información que recibía era confusa y contradictoria: unos decían que lo habían visto operando en las discotecas del puerto, otros decían que por el contrario no había dejado de venir cada noche y que, incluso, lo habían visto pasar frente a La Macarena. También dijeron en este orden: que había muerto, que había regresado a Cuba, que estaba de vacaciones y que estaba hospitalizado, recuperándose de unas puñaladas que le habían propinado unos menas a causa de una disputa por territorio, aunque no supieron decirme el nombre del hospital en el que convalecía. Incluso lo habían visto en Berlín.
Así, poco a poco, preguntando aquí y allá, invitando a este o a aquella a una cerveza, sonriendo a diestra y siniestra, me abrí paso en ese laberinto de noticias encontradas y obtuve una dirección en la calle de la Aurora del Raval.
Una mañana, aprovechando que la noche anterior libraba en La Macarena, decidí llegarme hasta allá sin tener demasiado claro por qué o a qué iba.
La Aurora es una calle de cien metros, estrecha y oscura que tiene la fama, junto a Santa Paciá, de ser la calle más peligrosa de Barcelona. El bloque de edificios que delimitan ambas calles es el núcleo del crimen barcelonés. Florecientes narcopisos, yonkies sableando a diestra y siniestra monedas con las que comprar droga, carteristas con manos de seda, atracadores que asaltan a machetazos y cuchilladas, y prostitutas de nueva y vieja data que hacen la calle a cualquier hora del día o de la noche, realizan sus negocios en santa paz y sin el inoportuno acoso de la policía. Así que a mí me pareció razonable que Lezamita viviera en un sitio así. Debía ser como su hábitat natural. Debía sentirse como pez en el agua. Etc, etc.
Llegué a media mañana. Salvo un par de prostitutas que bostezaban de aburrimiento, la calle estaba desierta. Me detuve unos segundos frente al portal del piso en donde vivía Lezamita. Luego seguí de largo y me detuve a unos veinte metros. No sé por qué lo hice, pero mi intuición fue correcta. Justo en ese momento se abrió la puerta del portal y salió Lezamita con una niña de unos ocho años que llevaba en la espalda una mochila rosa de Hello Kitty. Lezamita tomó de la mano a la niña y ambos caminaron hacia La Rambla. Los seguí a prudente distancia. Cruzaron a la derecha en la calle de la Rietera y entraron en un café. A través del ventanal del local pude ver que Lezamita compraba un cruasán y un jugo y los metía en la mochila de la niña. Luego salieron y se dirigieron hacia la Escola Cintra en la esquina de la Rietera. En la puerta Lezamita se arrodilló frente a la niña, le acomodó la mochila que estaba ladeada, le dio un beso en la frente y luego otro en el dorso de la mano como un caballero que besa a su damisela. El gesto me desconcertó y me emocionó. También me sentí un poco como un ladrón y quise irme, dejar de husmear en una vida a la que no había sido invitado a entrar. Pero me quedé.
La niña sonrió, abrazó a Lezamita por la cintura y corrió hacia el interior de la escuela. A medio camino se detuvo, se dio la vuelta y saludó con la mano. Le brillaban los ojos y no había dejado de sonreír. Lezamita le devolvió el saludo. Su mirada siguió amarrada a la niña hasta que desapareció en el interior de la escuela. En esa mirada noté un rescoldo de tristeza y tal vez un velo de nostalgia.
Se metió las manos en los bolsillos y se dispuso a caminar de vuelta a su casa. Entonces nuestras miradas se encontraron. Era tarde para correr. A Lezamita se le coaguló en la cara un rictus de horror. Como única alternativa para desenmarañar esa situación bochornosa di unos pasos hacia adelante, saqué el fajo de poemas y extendiéndolos hacia él le dije: Te traía tus poemas. Los miró y pareció olfatearlos. Luego me miró. Su cara se abrió y de ella afloró una sonrisa. Era la primera vez que lo veía sonreír. Aquella sonrisa me permitió verlo desde un ángulo en el que, de pronto, todas las piezas que bailaban desorbitadas y damnificadas esa mañana frente a mí, consiguieron su lugar en el rompecabezas, y me dieron una nueva imagen de Lezamita, una que no conocía y que era diametralmente opuesta al Lezamita de la noche.
Es mi hija, dijo. Su voz se había suavizado y había perdido el rugido ronco y socarrón que le imprimía en la noche.
Sin proponerlo caminamos hacia la rambla del Raval y nos sentamos en una terraza frente al gato de Botero. Lezamita pidió dos cervezas.
Pagas tú, asere. Yo estoy un poco corto últimamente, dijo y por un segundo fue el mismo embaucador encantador que conocía.
Le pregunté por la niña y de inmediato me arrepentí: a Lezamita se le iluminó la cara. ¿Qué coño hacía yo metiéndome en esos vericuetos sentimentales? Dijo que era su hija. Tenía siete años y se llamaba Ofelia. Lindo nombre, dije por decir algo, porque no quería arrastrarme por ese camino, porque de pronto me sentí hastiado por todo y porque en ese preciso instante la vida me pareció un chiste malo, una vaina sin pies ni cabeza que nos arrastraba a coñazos hacia donde no queríamos ir.
Su mamá se la quiere llevar a Cuba. Dice que su hija no puede seguir viviendo en este estercolero. Lezamita se encogió de hombros. Como si en Cuba fuese mejor.
Guardamos silencio. Lo sostuvimos entre nosotros como una mampara. Lo dejamos allí un buen rato mientras cada uno se hundía en su propio marasmo y nos bebíamos nuestras cervezas. Me di cuenta de que a Lezamita le temblaban las manos. Dejó caer el vaso sobre la mesa y me miró. Yo a Cuba no regreso ni muerto, dijo como si respondiera a una pregunta de la que llevaba toda su vida huyendo.
Se puso de pie y justo antes de irse sacó el fajo de poemas y los dejó sobre la mesa.
Quédatelos, dijo y se alejó.
Oye. Aún no me has contado tu viaje con Reinaldo Arenas a bordo del Candy Girl, dije.
Lezamita se detuvo y se giró de medio lado. Así de perfil, viendo hacia el suelo, con los ojos apretados como dos tajos en la cara que parecían arrojarse sobre un pasado luminoso y desalmado, volví a ver esa sonrisa seductora que era capaz de embaucar al más despierto. Meneó la cabeza y dijo:
¡Qué vaina tan buena ese viaje!
¡Que vaina tan buena ese cuento! y lo mejor del caso es que seguro que es una vivencia de esas que al pesarlas en la balanza de Anubis te muestran que el corazón es más ligero que la pluma