
Irlanda nos recibió con lluvia, viento y la persistente y contagiosa alegría de vivir de los irlandeses. La primera prueba de ese jodedor estilo de vida la recibimos en la fila del autobús que nos llevaría desde el aeropuerto al centro de Dublin. El revisor, un gigante de cabeza cuadrada coronada por una gorra del Leinster Rugby, no dejaba de contar chistes y anécdotas divertidísimas, a juzgar por el regocijo y las risas que producían en la cola. A pesar de no entender ni una palabra de lo que decía, el tipo resultaba tan encantador, histriónico y agradable, que yo no pude evitar sonreír y alegrarme de estar vivo. Los irlandeses me cayeron bien de inmediato. Una lástima que el objetivo de mi visita era volar por los aires el martello de Sandycove
A mi hermano Gustavo no le dije cuáles eran mis verdaderas intenciones. A él, cuando me invitó sorpresivamente a acompañarlo a Dublin en donde debía finiquitar un negocio y me preguntó si me apetecía visitar algún lugar en concreto durante el poco tiempo del que disponíamos para hacer turismo, le dije que me hacía ilusión ver la torre de Sandycove, lugar en el que iniciaba la novela emblemática del siglo XX, el Usises de James Joyce. Le dije que deseaba hacerme una foto en las escaleras por las que se asomaba el gordo Buck Mulligan mientras se afeitaba y se burlaba amistosamente de su amigo Stephen Dedalus, y luego echar una mirada al majestuoso paisaje desde la plataforma de tiro mientras el viento irlandés azotaba mi cara. Le dije, y en esto fui sincero, que el gesto era simbólico puesto que el inicio del Ulises era el texto que, de lejos, más había leído en mi vida, cada vez que, con una terquedad irracional, me embarcaba en un nuevo intento de lectura de esta monstruosa novela. Sí, monstruosa, aberrante, grotesca, inhumana, odiosa. ¡Cuánto tiempo perdido intentando adentrarme en su pedregosa prosa! Y luego, después de ser arrastrado por el alud de piedras, maltrecho, agotado y sediento, arrastrarme a mi vez fuera de ese barahúnda endiablada para lamerme las heridas. ¡Una y otra vez! Odiaba esa novela. Odiaba a su autor. Era, para seguir con las metáforas geológicas, una piedra en el camino de la literatura y de allí mi gesto, simbólico, de destruirla, haciendo estallar en mil pedazos la torre de Sandycove.
Así que allí estábamos Gustavo y yo, azotados por la lluvia y el viento dublineses, tan fríos pero, al mismo tiempo, ¿cómo decirlo?, cálidos en su abrazo fraternal, como si me estuviesen recibiendo en casa. Así me sentía yo mientras subía al autobús cuyo piso estaba forrado, vaya a saber uno por qué, con un papel que imitaba a la madera y cuyos asientos, a pesar de ser un autobús con baño, eran ridículamente pequeños e incómodos, me sentía, repito, como si Dublín me recibiera con calor de hogar. Y me dije: Sí, aquí podría vivir. Bastaría con aprender a conducir por la izquierda.
Descendimos del autobús en el barrio de Temple Bar. En su ingles chapurreado Gustavo le preguntó al conductor por el bar en el que se llevaría a cabo su reunión, el Temple Bar. El conductor le contestó en su ingles irlandés. Gustavo negó con la cabeza y volvió a preguntar. El conductor respondió de nuevo, esta vez con su mano marcaba la dirección que debíamos seguir: recto, a la izquierda, giro, a la derecha. Gustavo negó de nuevo con la cabeza. Según él, el conductor no le daba la dirección del bar si no que le explicaba que ya estábamos en Temple Bar. A mí, en cambio, me pareció que había entendido muy bien. Finalmente el conductor tiró la toalla, me miró y con esa sonrisa bonachona y un pelín irónica de los irlandeses, me dijo algo que no tuve problemas en entender y que podría traducirse como: Cuida de él. No lo dejes solo o le ocurrirá algo horroroso.

Frente a nosotros el río Liffey venía cargado, tumultuoso y vivo. Su fuerza, al menos en aquel momento, era considerable. Una fuerza, un poder, metafísico, que producía un estupor religioso. Sus aguas densas, inquietas, contenidas, arrastraban el mito de Irlanda y el de unas de las más importantes novelas del siglo XX.
Temple Bar (el barrio) está pensado para atraer turistas. Sin embargo, tiene su encanto, como todo en Dublin. Calles adoquinadas y estrechas, aceras hechas con grandes bloques de piedra, edificios cuyas fachadas de ladrillos color pastel le dan un aire rústico al lugar a pesar de que cohabitan con algunos edificios modernos. Todo ello barrido ahora por el viento y una lluvia fina que barnizaba las calles y le daba a los adoquines un brillo romántico.
El Temple Bar (el bar) tiene una fachada de madera pintada de rojo cargada de ornamentos y letreros que informan de las bondades del whiskey, de la cerveza Guinness y del tabaco. Es un punto rojo que resalta en la distancia. Un faro para bebedores y noctámbulos que funciona ininterrumpidamente desde 1846 al que entramos a las 11 de la mañana y que encontramos repleto. No cabía un alma allí. Y cada una de aquellas almas que habían llegado antes que nosotros y que ocupaban todas las mesas y los taburetes de la barra, bebían cerveza. Allí nadie cometía la osadía de comer. Era una fiesta de la cerveza. Un tributo alegre a San Patricio. Si hay una iglesia a la que tuviera que pertenecer sería esta que sustituye los rezos por jarras de cerveza, la constricción por la camaradería beoda, la otra vida por esta vida reloadedada por el alcohol.

A pesar de no aparecer en el Ulises y de no ser un pub frecuentado por el escritor en el Temple Bar no podían faltar las referencias a James Joyce. Allí está su estatua de tamaño natural parado ante una mesa redonda, la barbilla un poco levantada y los ojos, ocultos tras unas gafas redondas, puestos en el futuro. Una pequeña perilla cuelga de su labio inferior. En la mano izquierda sostiene una copa, del brazo le cuelga el rústico bastón con el que siempre se le veía. El dorso de la mano derecha se apoya sobre la mesa, en la palma, abierta por la mitad, reposa su novela Dubliners sostenida por unos dedos largos y delicados.
Conseguimos sitio en una esquina de la barra. Nos sentamos y pedimos dos cervezas. Y luego dos más. A la tercera ronda Gustavo trató infructuosamente contactar con el socio al que tenía que entregarle unos papeles y que aún no había hecho acto de presencia. Con la cuarta cerveza nos olvidamos de los negocios y del mundo fuera de las paredes de esta cálida capilla de bebedores. Con la quinta cerveza, por una de esas cosas de la lucidez del borracho, nos dimos cuenta que teníamos el tiempo justo para ir a Sandycove y regresar al aeropuerto para tomar nuestro vuelo de regreso a Barcelona. Aún así, y esto también es un reflejo de la lucidez del borracho, pedimos la sexta ronda de cervezas.
Cuando al fin salimos del Temple Bar, ya no llovía. El cielo azul Springfield se dejaba ver surcado por raudas nubes blancas. El viento y el frio mantenían su tozuda presencia y yo pasé sin transición, tal vez por el cansancio del viaje, de una feliz y encantadora pea a un muy pueril, desanimante y soñoliento ratón. Para colmo me empezaron a dar ganas de mear.

Corrimos hasta la estación de Tara Street. En el andén pasaron primero dos trenes cuyas locomotoras sonaban a segunda revolución industrial antes de que llegara nuestro humilde tren de cercanías, llamados Dart. Hicimos el trayecto en silencio. Mi desánimo y mi enajenación de la realidad iba en aumento. Al igual que las ganas de mear. Yo lo que deseaba era esta en mi casa, en mi cama, previo paso por un baño. No fui capaz de disfrutar de la bucólica belleza del Grand Canal Dock, ni el largo trayecto a orillas de la Bahía de Dublín que con la marea baja dejaba ver grandes extensiones de arena húmeda de colores ocre y, cómo no, verde irlandés. Sin embargo, yo había venido a cumplir con una tarea de carácter sagrado y ni la resaca, ni mi vejiga repleta, iban a impedir que la llevara a cabo.
Cuando descendimos en la estación de Sandycove & Glasthule yo ya tenía serias dificultades para caminar. Y aún nos faltaba un buen trecho hasta Forty Foot. Solo pensaba en mear, en descargar ese fuego que ardía en mi bajo vientre mientras avanzábamos por Marine Parade y observaba el intrincado roquerío cubierto de algas que dejaba ver la marea baja y odiaba a los muchos ancianos que sacaban sus perros a pasear y hacían vida apacible en esa bella costa a nueve grados y con un viento endemoniado que se clavaba en los huesos. Pero allí estaba. Ya podía verse el Martello circular y rechoncho que se elevaba sobre una colina frente al mar y en el que había comenzado todo, la gran aventura intelectual del siglo XX, aquella intrincada estructura en la que el lenguaje se expandió montaraz y rebelde. La visión me dio ánimos para recorrer los últimos metros, ascender a buen paso la empinada calle que llevaba hasta la torre y plantarme frente a su puerta… que estaba cerrada.
Debo confesar que a estas alturas volar por los aires la torre del Ulises había pasado a segundo plano. Mi único interés, en lo único que podía pensar, era en mear. Y mi esperanza era que en el museo que funciona en la torre hubiera un baño. También, a estas alturas del relato, se habrán percatado de que es imposible que yo llevara encima los explosivos necesarios para volar la torre. Que ni los adquirí en Irlanda ¿dónde?, ni habría podido pasarlos por los aeropuertos de Barcelona y Dublín.
Llegados a este punto debo decir, también, que mi venganza contra Joyce y su libraco se consumó con una larga, purificante y voluptuosa meada contra las viejas piedras de la mítica torre de Sandycove.

Unos minutos más tarde, sentado sobre unas rocas junto a Gustavo, miraba el mar de Irlanda y pensaba en lo sencillo que era ser feliz. Bastaba una buena meada, una esplendida vista y un señor con un gorro de San Nicolás sobre la cabeza flotando plácidamente en las aguas heladas de Forty Foot.
El Ulises podía esperar.
Aplaudo esa meada. Desde mis tiempos de estudiante de Letras de la UCV, me ha sucedido lo mismo con el Ulises de Joice. No sé cuantos intentos hice, hasta que en una de tantas mudanzas, el Ulises no llegó a su destino. Y no lo eche de menos. Todavía me propongo intentar al menos una vez más, tratar de leerlo. Quizás deje esa tarea para cuando esté jubilado y crea que tengo suficiente tiempo para hacerlo.
Maravilloso relato, calurosas felicitaciones. Los aficionados a la alta literatura, por más ganas de mear que tengamos, no podemos sustraernos a la posibilidad de visitar los escenarios de las grandes novelas, sea un castillo, un callejón, el delta de un río o una monástica habitación. Un abrazo.