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El talento, por muy desbordante que sea, no sirve de nada sin estructura, método y disciplina. Eso debió de pensar Irving Thalberg, el todopoderoso ejecutivo de la Metro Goldwyn Mayer, cuando le “robó” los Hermanos Marx a la Paramount. La delirante familia venía de reventar la taquilla con The Cocoanuts, Animal Crackers y Horse Feathers. Pero más que de películas se trataba de una acumulación de gags –eso sí, brillantísimos– sobre un argumento apenas hilvanado. Duck Soup, su última entrega para la Paramount, ya flaqueó en la recaudación. Es cierto que el tiempo la ha resituado como uno de los mejores esfuerzos de los Marx, pero en su estreno certificó que la fórmula se estaba agotando.
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Thalberg, que se involucraba hasta el tuétano en los proyectos, recondujo la situación. El humor descacharrante de los hermanos debía estar al servicio de la historia y no a la inversa. También embridó las andanadas vitriólicas que en los anteriores filmes estaban dirigidas a cualquiera que pasara por allí. Las hirientes puyas de los Marx se reservarían para los personajes negativos. Con el resto, empatía. En especial con la pareja de enamorados en apuros a quienes debían ayudar. Domesticaron sus personajes. Se limó el surrealismo agresivo de Groucho. Chicco fue un poco más inteligente y un poco menos estafador. Y Harpo dejó de ser un demonio de Tasmania desbocado para convertirse en un niño grande: revoltoso, pero sin malicia. Las películas se salpicaron con números musicales, no necesariamente cómicos, que conducían a uno de esos finales apoteósicos en los que la Metro era especialista. A la productora del león le gustaba exhibir su poderío en decorados, vestuario y atrezo.
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Thalberg manejaba la hipótesis de “mitad de carcajadas, doble de recaudación”. La dosificación de los sketches fue clave. Pocos, pero de calidad contrastada. Contrastada en el sentido más literal del término: fueron interpretados primero en los espectáculos de vodevil que los Hermanos Marx simultaneaban con el cine para ver la reacción del público: Irving Thalberg no dejaba nada al azar. Para la galería del cinéfilo quedan escenas memorables que son parte de la iconografía del celuloide: el atestado camarote, ya para siempre el camarote de los Hermanos Marx; la firma del contrato y su “primera parte de la parte contratante”; la comanda y “dos huevos duros más”; el apoteósico desenlace, con Harpo volando entre bambalinas…
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Lo que se escapó a cualquier cálculo, demostrando que el arte es completamente inasible, fue la insobornable autonomía de los Marx. A pesar de los esfuerzos por contenerlos, su espíritu ácrata prevalece. Había una pulsión irrefrenable en la troupe de rebelarse contra cualquier tipo de autoridad: políticos, policías, banqueros, millonarios… El entonces peligrosísimo East Side neoyorquino, en el que se criaron estos hijos de inmigrantes judíos centroeuropeos, les marcó a fuego una identidad de clase que siempre terminaba por aflorar.
La hipótesis de Thalberg se demostró acertada. Una noche en la ópera fue el mayor éxito de los Hermanos Marx hasta la fecha. La receta fue aplicada en el siguiente capítulo para la Metro, Un día en las carreras, con mejores resultados aún.
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Ningún pionero del humor cinematográfico ha sido tan influyente como los Hermanos Marx, al menos en la órbita anglosajona. La divertidísima ternura sentimental de Chaplin empezó y terminó con él mismo: imposible de imitar. El slapstick desatado de Harold Lloyd o de Buster Keaton se agotó con la llegada del sonoro. La fraternidad marxiana supo combinar la irreverencia que demandaban los nuevos tiempos con una visión absurda de la vida, sin renunciar al mejor humor físico de la época silente en el personaje de Harpo –de ahí que lo caracterizaran como mudo–. Sin los Marx no habrían existido los genios de la verbalidad que llegaron después, como Bob Hope, Milton Berle o Woody Allen, las delirantes producciones de los Zucker-Abrahams (¡Aterriza como puedas!, ¿Y dónde está el piloto?, Top Secret!) o el roaster más crudo de Ricky Gervais, Seth MacFarlane o Chris Rock.
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