Es primavera y yo estoy hundido en mi crisis melancólica de cada tarde. Puntual e introspectiva, se echa sobre mí como un tsunami silencioso. Me asomo a la ventana impulsado por una cada vez más insistente atracción por el vacío. También me asomo porque en ese rincón de la ventana pega por primera vez en el año el cálido sol primaveral. Me asomo, digo, y veo pasar frente al edificio, cinco pisos más abajo, a un tipo muy parecido a Rodrigo Fresán. Mi atribulada mente decide que esa aparición es un llamado de la literatura que me invita a refugiarme en su dulce regazo. Exaltado por la visión, no puedo evitar gritar: ¡Fresán! El tipo se da la vuelta, no porque sea Rodrigo Fresán, sino porque el grito lo sobresalta. Cuando se da la vuelta para ver quién es el loco, me ve a mí con medio cuerpo asomado en la ventana, con el brazo en alto a modo de saludo entusiasta y gritando: ¡Maestro! El falso Fresán tarda unos segundos antes de decidirse a esbozar un tímido saludo y mostrar una sonrisa que más parece un temblor de labios. Luego sigue su camino y desaparece tras una esquina.
Me quedo largo rato en esa posición disparatada, con medio cuerpo fuera de la ventana, mirando las baldosas cuadriculadas de la acera siete metros más abajo y pensando cómo se las arreglaría Rodrigo Fresán, el de verdad, que jamás escribiría “giró sobre sus talones”, que sus personajes se movilizan impulsados por el mecanismo etéreo de la mente, para hacerme volver al interior del apartamento, alejarme de esta pulsión enajenada pero discreta en que me sume la melancolía que me visita, perseverante, cada atardecer.
Oscilando sobre el quicio de la ventana, atraído por el abismo y al mismo tiempo pensando cómo hacer para volver al interior del apartamento porque yo, desde luego, no voy a “girar sobre mis talones”, me niego rotundamente, pienso, de pronto, que escribir es eso, oscilar al borde del abismo. Y tal vez habría que dejarse caer y, como quería Bradbury, construir tus alas mientras caes. En ese momento llega a mí la voz serenísima de mi pragmática Rosa Inés, con un recordatorio burocrático que provoca que mis pies se posen pesadamente sobre el parqué del apartamento y que mágicamente, sin “giro de talones”, me encuentre sentado frente a la laptop desenredando una intrincada madeja telemática de formularios y resoluciones.
Esta actividad no alivia un ápice mi crepuscular melancolía. Todo lo contrario, la aviva. Bulle la melancolía, se transforma en un monstruo árido, rasposo, que lija mi pecho, de modo que cuando finalizo los trámites soy una persona hundida en la desesperación, cuyo cuerpo vibra con una intensidad inusitada y se estrecha tanto que lo asfixia. En pocas palabras, tengo un ataque de ansiedad. Ataque que se ha hecho, él también, recurrente desde que he tenido que abandonar la tierra que me vio nacer, el hogar en que he vivido siempre, para, obligado por las circunstancias, instalarme en esta meseta seca y barrida por el viento que es el Vallés Occidental. Recuerda que nosotros también hemos tenido que abandonar nuestro hogar, dice mi siempre atenta Rosa Inés refiriéndose a ella y a nuestros dos pequeños hijos. Y tiene razón, pero que yo sepa ni ella ni los niños sufren estas horrorosas tormentas psicológicas que me torturan e impiden realizarme. Eso es porque eres un débil mental y sobre todo un exagerado, vuelve a inmiscuirse en este texto mi afilada y juiciosa Rosa Inés. No estoy yo para discutir. Así que me detengo a pensar en esa otra oscilación que sufro a diario, que me lleva, como hoy, del éxtasis literario al árido síndrome de la hoja en blanco y viceversa. Montaña rusa emocional de la que me sustraigo leyendo. Como ahora que me acerco al voluminoso El aliento del cielo de Carson McCullers y me sumerjo en las aguas oscuras y puras de Reflejos de un ojo dorado y de inmediato vuelvo a ser embrujado por una escritura que se mete directamente en el cerebro. Desaparezco. Mi conciencia ha sido cautivada por esa voz portentosa, eléctrica, cálida, que subvierte la realidad, la sustituye por un mundo cerrado, de intensa belleza, que se construye con horrores y maravillas. Cuando cierro el libro es ya de noche y el ataque de ansiedad se ha diluido, desaparecido en las grietas que dejan las palabras y sus connotaciones sobrenaturales.
Es hora de dormir.
…para despertar a ese otro orden que está en el sueño y nos descubre plenos de alientos que no sabíamos satisfechos: las alas construidas mientras vamos cayendo de la desesperación al olvido, al silencio.
¡Gracias Joaquín por tan buen cuento! Ayuda a crear comunidad entre quienes ya no sabemos si somos Ícaro (ahogado en el delirio del deleite) o Dédalo (consciente de su talento y atrapado en los artilugios de su ingenio)