Hay algo en el ensayo que me permite avanzar y me convence de que siempre tengo algo qué decir. A lo mejor no es una certeza, pero si se trata de avanzar, ¿importa realmente?, ¿importará siempre? Es muy pronto para tantas preguntas (¿o no?). Cuando se trata de otros géneros todo es cuestión de tiempo, es un poco cuesta arriba. Con la escritura todo es cuesta arriba en tanto sensación pero la verdad es que siempre estamos en caída libre. Siempre estamos cayendo en la escritura. Para escribir ciertas cosas, requiero cierto plan, ciertas lecturas. Con el ensayo pasan otras cosas, se convierte en el sustituto del interlocutor cuando ya nadie quiere hablar conmigo o cuando yo mismo estoy cansado de hablar con los demás. Es el ensayo un monólogo pero eso no quiere decir que sea una conversación conmigo mismo o frente a un público. Es el diálogo con ese otro yo, el vulgar, el de la erudición callejera y de la cultura escrita, pero también con los otros yo contrapuestos. No es la multitud que habita al poeta sino otra cosa. Es la multitud cuestionadora y llena de incertidumbre. No hay revelaciones en el ensayo sino otra cosa y es lo que nos pone en movimiento. El inicio de una deriva. Es el ensayo la madre, el padre de toda falta de certeza. Tener qué decir no está relacionado de ningún modo con saber qué decir. Se suele conseguir lo que se necesita en el ejercicio oral, como la eureka que se tiene al visitar al psicoanalista.
Hablar de la deriva es un lugar común pero al mismo tiempo es la razón de ser de cierta escritura ensayística, sobre todo aquella despojada de los ripios académicos. La deriva como el azar no deja de ser una matemática desconocida, un modo de obrar que tiene su estructura en aquellas ideas y reflexiones que se van armando solas en la cabeza, en la obsesión y desde luego en el inconsciente. Hay Otro nuestro que no deja de trabajar y acumular y desde luego tiene mejor memoria que nosotros. Se deja ver en el ensayo y deriva es su nombre. Por eso es que la escritora, el escritor que se precie, ensaya cuando camina, cuando atraviesa el mundo y el mundo le atraviesa. Qué hablo cuando hablo de correr, Murakami dixit, él dice que narra, prepara sus borradores, yo creo que más bien ensaya primero sobre lo que pretende narrar. Se cuenta a sí mismo en la ensoñación. Se anotan poéticas al vuelo, pero el resto del tiempo es la reflexión, el por qué, el resto del tiempo se ensaya. Cuando se especula y se siente el por qué de todos los días. Homus exagium la condición humana, que no es sino por el actor de pensar y tejer, relacionar, darle sentido a las imágenes, esa cascada en permanente caída dentro de la nuez de hueso y carne.
Otro que relaciona el acto de narrar con el ensayo es Vila-Matas, nos dice: “escribo ficción desde un espacio que suelen ocupar los ensayistas: un yo literario visible. De hecho, lo que se escenifica en cualquiera de mis libros no es exactamente una trama, o una serie de ideas, sino a mí mismo tramando, pensando o escribiendo bajo el avatar de un narrador. Aunque, eso sí, el avatar, la personalidad de cada uno de mis narradores, es distinta en cada novela y posiblemente lo único que las una a todas sea la voz o ese «yo literario visible» que reaparece en cada nuevo libro y da continuidad a la obra…”
La escritura en prosa tiene sus adeptos y sus cruces, ¿hasta qué punto se ensaya y narra y viceversa? (¿hasta qué punto cabe etiquetar la prosa?). “¡Por vida de Dios! ¡Más de cuarenta años que hablo en prosa sin saberlo!…” se lee en El burgués gentilhombre de Molière. ¿Cuántos años tenemos hablando en forma de ensayo sin saberlo? Pero esa misma forma nos juega en contra y dice que primero vino uno y después lo otro. Hemos llamado ensayo a la forma en que pensamos llevada al molde, a la letra impresa y grabada. Y en este punto de la historia es un detalle curioso darse cuenta. El ensayo como forma o más bien el ensayo como una forma que ya tenía todo para ser y terminó siendo porque se le endosó un nombre, una descripción, se catalogó para formar parte de la familia literaria, una de la que el ensayo mismo se niega a participar por completo, al menos no en los ámbitos del formol y los alfileres del entomólogo. El ensayo se niega a convertir en informe, en monografía, en tesis, en paper. Por eso a los estudiantes les cuesta hacer ensayos, no los entienden. Porque se les ha enseñado mal a ensayar. Primero hay que hacerles conscientes que ya ensayan. Que es la forma en que su mente se comporta. Solo hay que ordenarlo o desordenarlo de alguna determinada forma en el lenguaje escrito.
No hay ensayo ideal ni objetos fijos en su forma. Puede que a veces se fije un estilo por temporadas, por libros. El estilo es demodé. Pero puede ser una forma que adquiera el ensayo, el ensayista. Es más bien un deseo, un vuelo. Una actitud. El estilo no como una parte constitutiva de un ejercicio de escritura sino como tema y al mismo tiempo halo estructurante. Una obsesión del momento. Una lectura que nos arrebató y queremos sonar parecido. El ensayo como mímesis y ayuda al canalizar amores y desamores. El ensayista se descubre copista de sí mismo, de su memoria pero también de su propio catálogo ya escrito. El autoplagio es condición del ensayista porque repasa una y otra vez sus obsesiones. Copista porque para el que ensaya hasta su propio pensamiento le parece ajeno. Solo cuando un texto nuestro nos parece ajeno merece decirse que vale la pena, algo así dice Juan Villoro que discutió con Bolaño. Pero el ensayo no solo persigue estilar o deshacer o interpretar, la interpretación puede ser reaccionaria y asfixiante, diría Susan Sontag. El ensayo busca otro tipo de interpretación. No es el diálogo con los muertos de la exégesis sobre textos sagrados, muy husserliana, sino el diálogo existencial al decir de Pérez-Estévez. Me gusta pensar en la concepción del texto como un ente vivo. La hermenéutica más allá del texto, como muestra la publicación viral sobre el probable primer indicio de civilización: no fue una herramienta sino un hueso roto que se ha soldado gracias a los cuidados de otro. Como la lectura que encontré en Twitter hace poco sobre un mosaico desarmado, los platos rotos que durante siglos han habitado un viejo convento: no son pedazos de lozas viejas que muestran la artesanía de diferentes siglos, son evidencia del último vínculo que tuvieron estas mujeres con sus familias antes de consagrarse a los hábitos y entregar sus únicos bienes a la iglesia como dote. Insisto, me interesa el texto como una entidad con vida. El ensayista, la ensayista no cree que existan tales cosas como textos, escritura o libros objeto. Es una falacia moderna la escritura objeto. Es una joya colonial eso de texto objetual. Aquello de libro objeto no es más que cartesianismo agazapado. Los libros no se hurgan con un palito sino con las entrañas; tripa a tripa la lectura y la escritura. El texto, la escritura, el libro es sujeto, es sujeta y el ensayo sirve como instancia para acompasarse en sus respectivas dimensiones existenciales.
Parece que es muchas cosas el ensayo y en lo único en que puedo ponerme de acuerdo con el coro es en su constante hibridación, en todos aquellos argumentos que dictan su inasibilidad. Pero ojo, no se da en el ensayo como en la poesía, la cháchara sobre su imposibilidad de definirlo. El ensayo se define en la medida de su hilar y de quien lo hila. No le corresponden esos problemas sino más bien elaborar dichos problemas, ver qué podría decirse. Se parece el ensayo al acto de lavar a mano. A ver qué tanta agua necesito aquí, a ver qué tanto debo fregar por acá, ¿saldrá esa mancha con esta preparación de cloro que me enseñó la abuela de mi esposa?, pero no solo por receta sino sobre todo por su dimensión artesanal. Es difícil volver a los bloques de prosa narrativa e intervenirlos, porque es como el dibujo, le falta ser más pintura al óleo a la prosa. Es complicado volver sobre los versos y modificarlos (sí se puede volver pero a corregir y una cosa es corregir y otra modificar). El ensayo permite volver a él porque hemos cambiado y ya no somos los mismos, el volver a nosotros como interlocutores también tiene sus cambios, la deriva es otra, la musicalidad de la prosa ha cambiado, propone otra vía, otro estilo, otra voz, porque está vivo. El ensayo, ese ornitorinco, esa viñeta, ese panfleto, parece decirnos cada vez que se le convoca, en palabras de Stefania Mosca: no soy más que “…un animal de sombra, un mamífero de cueva, un cuadrúpedo lento. —Y como todos—, anhelo la luz”.