Subo al tren.
Ya los trenes no son lo que eran. Aquellos que avivaron mi imaginación cuando era niño. Las locomotoras, el humo, el traqueteo insistente, el viento colándose por las ventanillas abiertas, la estocada de los túneles en las laderas de las montañas, los puentes sobre ríos caudalosos, los acantilados que subían penosamente, el pitido del tren, las ruedas girando sobre los raíles, disparando chispas hacia los lados, las bielas del tren girando sin parar, dibujando en el aire el signo del infinito, el tren avanzando como una flecha, girando con elegancia en cada curva, pegado a la tierra en una continua caricia, siempre avanzando, el tren a escala de mi tío en el garaje de la casa de Prados del Este, ese mundo en miniatura que prometía grandes cosas allí sobre el mesón de madera, los trenes en las películas, las películas de trenes, el tren como una película, Jim West, el Oriente Express, Runaway Train, la imaginación liberada, la única y genuina forma de viajar. Ahora los trenes son tupperwares insonorizados y climatizados. Ya no hay magia. Se han convertido en un medio de transporte como cualquier otro. Algo objetivo y práctico.
Cada noche me subo en una de esas cajas de plástico frías e impersonales para ir a mi trabajo, y cada mañana para regresar a casa. No hay nada heroico en ello. Solo es una necesidad como lo es todo hoy en día. Tampoco hay nada heroico en los pasajeros. Somos desechos. Nos engullen en un sitio y nos cagan en otro. Y vaya fauna la que chapotea a esas horas de la noche y de la mañana en el estómago de la bestia autómata. Ahora mismo me quedo mirando la pantalla de mi portátil sin saber cómo continuar. Sigo escribiendo simplemente para no perder el impulso. Eso no me impide darle un largo trago a mi cerveza (doce por dos euros con cincuenta). Es increíble, llevo casi cuatro años haciendo este trayecto, conviviendo con esta gente, con los integrantes de este circo nocturno, cada noche y cada mañana durante veinte minutos, y aún no sé cómo describirlos, cómo hablar de ellos, no sé si odiarlos, compadecerlos o amarlos. En realidad cada noche y cada mañana durante esos veinte minutos los odio, los compadezco y los amo. Es una montaña rusa emocional continua. Mi problema ahora es poner todos estos sentimientos en palabras. Pero no es sencillo porque viajar en un tren de cercanías, aún cuando solo sea por veinte minutos, no se parece a nada de lo que yo haya hecho antes.
Son las 11:30 de la noche. El andén suele estar tranquilo a esa hora. Alguna carcajada por ahí, el olor a mariguana o a hachís flotando en el aire, alguien hablando por el móvil a voz en cuello, sin ningún pudor, como si quisiese que todos nos enteremos de su miserable vida. Pero en general la gente se comporta con modestia y circunspección. La cosa empieza cuando nos metemos en los vagones brillantes y sellados. Hay como una efervescencia encerrada en esa caja de plástico, una energía que puja por manifestarse, como queriendo arrancarse una camisa de fuerza, como una vibración violenta que empuja el aire viciado del vagón, lo maltrata, lo zarandea y nos enviste, nos impregna con su furor contenido. De la rejilla del aire acondicionado caen gotas de agua cada vez que el tren acelera o frena. Se ha formado un hilillo de agua que se junta con otros que provienen de distintas bolsas de hielo que descansan sobre el suelo a los pies de chicos que van de fiesta. Los hilos de agua se van uniendo y a modo de afluentes crean un hilo de agua más ancho que como un rio caudaloso desemboca en un gran charco que se ha creado en el medio de las puertas del tren. El olor del cigarro de liar se mete por mis fosas nasales, es como un campo de bosta ardiendo debajo de tu nariz. Avanzo por el vagón a la caza de un asiento lateral alejado de la puerta y preferentemente en un lugar tranquilo. Búsqueda utópica. Y con estas dos esdrújulas juntas (¿no es un primor que esdrújula sea una palabra esdrújula?) continúo, pero no recorro mucho camino: en la mitad del pasillo tres chicas cantan una canción de Rosalía. No hay modo de pasar. Son tres chicas rotundas en su belleza y en su vulgaridad y yo me acojono de inmediato. No hay manera de que esto salga bien. Es decir, no hay manera de que salga bien parado de este encuentro. Cruzar ese corto tramo de vagón bloqueado por estas tres ninfas pintarrajeadas y gritonas es una tarea hercúlea de la que no seré capaz de salir dignamente. ¿Qué pasa cariño? ¿Quieres pasar? La voz profunda y ronca de una de las chicas me saca de mis traumáticas cavilaciones. El vaho agrio de su aliento a alcohol y cigarro se adhiere a mi cara como una ventosa para desatascar inodoros. Las chicas se ríen. Yo no digo nada. Asiento. ¿Te ha comido la lengua el ratón?, pregunta otra. Cachondeo general. Unos dominicanos sentados un poco más allá celebran con gritos y risas. No se pierden detalle. Pongo cara de bobo y ensayo mi mejor sonrisa ingenua. Un poco más allá de los dominicanos un grupo de gitanos escucha reguetón. Beben y se gritan entre ellos. Aquí todo el mundo se comunica a los gritos. El mayor no debe llegar a veinte años. Hablan como si estuvieran peleando. Viven en un estado de violencia latente que se intensifica con el alcohol y que tarde o temprano explotará contra un pobre diablo. Y como no quiero ser yo ese pobre diablo, doy media vuelta, regreso por donde he venido y me dejo caer derrotado pero intacto sobre el primer asiento libre que consigo.
Una anécdota para que se diviertan a mi costa. Es domingo. Son las siete de la mañana. Regreso a casa en el tren. Estoy borracho y con sueño. Tengo dos días libres por delante. Me acomodo en un asiento lateral al lado de la puerta, algo que no haría en circunstancias normales. Después de cuatro años usando el tren de cercanías me resulta difícil definir eso de “circunstancias normales”. Ni siquiera puedo asegurar que exista algo parecido a unas “circunstancias normales” El caso es que elijo el lugar equivocado para viajar. En uno de los dos asientos que hay del otro lado de la puerta se sienta un chico. No lo he visto bien, apenas de reojo, pero sin duda es marroquí. No le presto demasiada atención. Otro error pero ya he dicho que estoy cansado y borracho. El tercer error es que llevo el móvil en las manos y estoy concentrado leyendo un cuento de Hebe Uhart. El tren se detiene en la estación de Montcada y Reixac Manresa. Las puertas del vagón se abren. El marroquí se baja. Y justo antes de que se vuelvan a cerrar el marroquí regresa y se asoma en el vagón como si se hubiese olvidado de algo, se para a mi lado como para saludarme, toma mi móvil con una mano y con suavidad lo arranca de las mías como si fuese su móvil y lo estuviera recuperando. Y yo extiendo las manos hacia él como si lo ayudase a recuperarlo. Entonces el marroquí desaparece y yo reacciono y cometo el cuarto error, esto es, saltar al andén como si pesara setenta kilos y no los ciento diez que peso en realidad. El resultado es que me destrozo la rodilla izquierda que ya estaba bastante maltrecha la pobre. Sin embargo corro detrás del marroquí que me lleva unos veinte metros de ventaja. A lo largo del andén, distribuidas primorosamente en una línea continua, línea que el marroquí de mierda con mi móvil en una mano, recorre a toda velocidad, unas setenta personas, la mayoría hombres hechos y derechos, estáticos y silenciosos, observan serenamente esta extraña carrera mañanera. Yo más que correr voy rebotando detrás del moro que va aumentando la distancia que lo separa de mi. Cada paso que doy es un martillazo que recorre todo mi cuerpo desde la planta del pie y que termina explotando en el centro del cerebro. Temo que en cualquier momento mis dientes se partan y empiecen a regar el suelo del andén. El desenlace de esta carrera dispareja es previsible. Así que agarro aire, el poco que me queda, y comienzo a gritar: ¡Ladrón, al ladrón, agarren al ladrón! Nada. Es como si no escucharan. Yo me quedo sin oxígeno de inmediato. El moro llega al final del tren, salta a las vías y las cruza. Para cuando llego ya ha saltado el muro y ha salido de la estación. El tren parte. Doy media vuelta. Frente a mi tengo la misma línea de rostros impasibles. Cada uno de esos rostros con su par de ojos puestos en mi. Me pregunto qué coño creerán que ha pasado aquí. Me pregunto muchas cosas. Me pregunto, por ejemplo, que hago tan lejos de casa, por qué no adelgazo de una puta vez, qué voy a hacer con mi vida hasta la ocho de la mañana que es la hora en que pasará el próximo tren en dirección a mi pueblo. Si al menos pasara otro tren.
Camino de vuelta de la manera más digna que puedo.
La cojera no ayuda.