Ven y mira –Idzi i hlyadzi, en el bielorruso original- es un puñetazo al estómago. Rodada pocos años antes de la implosión de la Unión Soviética en mil pedazos, la película es un amargo descenso a los infiernos bélicos. El objetivo confeso de su director era rescatar del olvido el genocidio cometido en la Segunda Guerra Mundial por el ejército alemán en las zonas rurales de Bielorrusia, entonces todavía integrada en la federación soviética. Con su estrategia de tierra quemada, la Wehrmacht arrasó más de 600 aldeas, aniquilando a todos sus habitantes, campesinos pobres e indefensos.
A partir de esta premisa se ha definido a Ven y mira como un filme antibelicista y un alegato por la paz. Sin embargo, esa no es la sensación que queda en el público tras más de dos horas de alucinado metraje. Lo que irradia es un indisimulado deseo de venganza, un atávico instinto de responder a la muerte con más muerte, de acabar con el peligro exterminando a quien lo produce y la toma de conciencia de cuál es el lugar que corresponde cuando el huracán de la historia convoca y ya no valen las equidistancias. Ven y mira es, ante todo, un aullido de rabia.
El apocalipsis se muestra a través de los ojos de un aldeano adolescente, no particularmente listo, que se une a las milicias populares que tratan de detener la acometida nazi. Al principio vive la experiencia con el entusiasmo propio de su edad. Cuando la realidad se va imponiendo, su primera reacción es de negación. Hasta sus sentidos, abotargados por el estallido de las bombas, rechazan ver y oír lo que está ocurriendo. En este primer tramo, la película discurre por senderos oníricos, casi fellinianos, con personajes bizarros y paisajes que oscilan entre las luces imposibles del amanecer y nieblas fantasmagóricas. Una utilización delirante de la música, con las discordantes notas de Oleg Yanchenko interrumpidas abruptamente por sinfonías de Mozart, ahonda la sensación de irrealismo-surrealismo que vive el desnortado protagonista.


Cuando la niebla se despeja, aparece el horror. Es entonces cuando la mirada de Klimov se vuelve hiperrealista. Todo acontece ante el chico tal y como es y, sobre todo, tal y como debió de suceder. La mueca de incomodidad del espectador es inevitable, no tanto por la crudeza de las imágenes –hay más casquería en cualquier película promedio de los últimos veinte años– como por la comprobación de que semejantes atrocidades requieren una complicidad a ultranza entre los verdugos, espaldarazos mutuos para poder seguir adelante con su macabra tarea, la conversión de la masacre en una fiesta que dé sentido a tanta locura, el alcohol como excusa aunque no todo la compañía estuviera borracha, cuatro dogmas ideológicos que apenas se sostienen… En definitiva, las miles de justificaciones que el ser humano inventa para cometer el mal sin sentirse especialmente culpable.


Ven y mira conmina a tomar partido, aunque esto suponga ejercer una violencia igual a la que se combate. De ahí que en absoluto pueda ser catalogado como un filme pacifista. El chico ya sabe cuál es su sitio y con su desvencijado fusil –el mismo que le permitió unirse a los partisanos; era requisito indispensable poseer un arma– realiza sus únicos disparos: unos tiros cargados de simbolismo, en una imposible marcha atrás en el tiempo para constatar que si los nazis hubieran sido asesinados cuando bebés, empezando por Hitler, el mundo se habría ahorrado mucho sufrimiento. Es una hipótesis plausible pero imposible de comprobar.
El rodaje fue tan duro y tormentoso como el resultado final en la pantalla. Klimov estaba preocupado por cómo afectaría a Aleksei Kravchenko, el jovencísimo protagonista, de tan solo catorce años y sin experiencia actoral. Temía por su salud mental: en aras de la verosimilitud, la filmación arrojó momentos realmente desagradables, como disparos reales, con las balas silbando a pocos centímetros del chico. El director desestimó la insultante capacidad de supervivencia de la juventud: Kravchenko no solo pasó la prueba más o menos indemne, sino que fue contagiado por el virus de la cinefilia y se convirtió en un respetado y laureado actor. Lo cierto es que Klimov debió haberse preocupado más por él mismo. Tras la visceral aventura de Ven y mira se sintió incapacitado para seguir dirigiendo. Sentía que ya había hecho en el cine todo aquello de lo que era capaz: tenía tan solo 52 años.La película fue un gran éxito en la Unión Soviética. El público de la perestroika estaba ávido de relatos vedados hasta el momento. Su reconocimiento internacional fue más tardío. En aquellos tiempos la distribución de filmes soviéticos más allá de los países de su órbita era muy restringida. Lentamente, su prestigio fue creciendo y hoy está considerada como una de las grandes películas bélicas. Steven Spielberg la estudió a fondo para las escenas iniciales de Salvar al soldado Ryan y La lista de Schindler. Demostró ser un alumno aplicado: el arranque de ambas películas es impactante. Ya para el resto de esas dos historias, cuando tuvo que volar solo, no pudo evitar pasarse con el azúcar, como suele ser habitual en él. No se podía esperar otra cosa. Spielberg es hijo de la heroico-mitificación hollywoodiense con la que Estados Unidos abordó sus 200.000 muertos en la contienda. Los soviéticos dejaron en el barro de las estepas los cadáveres de 25 millones de los suyos. Con cifras de esta magnitud, el mejor homenaje es contar las cosas como fueron…
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