El 22 de marzo de 1895 los Hermanos Lumière presentaban ante la Sociedad de Fomento para la Industria Nacional, en París, la primera película de la historia: Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon Monplaisir. Resulta emblemático que este corto de apenas cuarenta y seis segundos haya tenido como protagonistas a unas obreras saliendo de una fábrica. Se mostraba así, a través de esta singular “partida de nacimiento”, quien sería el principal destinatario de este nuevo arte: el pueblo trabajador.
Aunque los Lumière hayan visto su invento como un simple avance científico con escaso futuro comercial, lo cierto es que los trabajadores, el pueblo, las mal llamadas masas se apropiarían, rápidamente, del cine como una experiencia colectiva. Parafraseando a Monsiváis: el cine habría de convertirse en el principal lenguaje de la emergente cultura popular urbana, al conectar con el hambre del pueblo por hacerse visible socialmente. Pues al cine la gente va, por sobre todas las cosas, a verse.
Pero pongámonos en contexto, apenas 25 años atrás los trabajadores y las trabajadoras alumbraban la primera experiencia de gobierno del socialismo, la Comuna de París. Sólo veinte habían pasado desde la patente telefónica de Graham Bell, quince desde la primera bombilla eléctrica de Edison. No había automóviles ni aviones, no había radio ni televisión. Las rebeladas masas proletarias sólo conocían el lenguaje de la huelga y el folleto. Luchaban por emerger de las sombras humosas que la segunda revolución industrial iba dejando. “Entonces vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar ese mundo carcelario.” (Benjamin W., 1989, p. 15)
Tras los primeros balbuceos del lenguaje, pronto vendrían los Mèlies, los Porter, las Guy a inventar nuevas palabras: planos, secuencias, elipsis, picados y contrapicados, paneos, travellings, tilts, fundidos, barridos, disolvencias. Vendrían los Kuleshov, los Eisenstein, los Vertov a crear universos únicos a partir de tiempos, lugares y miradas diferentes. Y así, armados con el poder de imaginar, en su doble acepción de representar y visualizar, fueron construyendo la más poderosa máquina de sueños.
Pero al mismo tiempo que lo artístico se desarrollaba, lo hacía también su carácter mercantil. El paso de la filmación de las primeras “vistas”, ingenuos fragmentos de la cotidianidad, a la argumentación narrativa, implicaba una participación cada vez más numerosa de técnicos, decoradores, guionistas, actrices, actores, montajistas, iluminadores, músicos. Implicaba escenografías más complejas, mejores cámaras, salas de proyección más grandes y cómodas. Y aquí también vendrían los Griffith, los Goldwyn, los Pathé, los Gaumont a construir los modelos de producción y distribución de las obras cinematográficas. En estos albores, muchos de ellos, y que mejor ejemplo que Chaplin, eran a la vez empresarios y realizadores. Aunque progresivamente la consolidación de Hollywood y su star system acabaría convirtiendo esta mezcla en algo más bien inusual. Desde entonces, el cine mantendrá siempre esa irresuelta tensión entre el arte y la industria, entre la innovación y el estereotipo, entre la creación y el satisfactorio sonido de la “caja registradora”.
Cine e identidad nacional
Mientras en Europa, Estados Unidos y la Unión Soviética se consolidan los procesos de producción y comienzan a desarrollarse géneros como la ciencia ficción, el terror o las películas épicas, en este lado del charco se crea el melodrama, un género que conjuga la impotencia social con las aspiraciones heroicas. Y en los años treinta, quién más sino el cine mexicano, surgido al calor de la revolución, encarnaría las ansías de los pobres por su redención. Sus estrellas: María Félix, Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Jorge Negrete. Sus argumentos: el bandolero generoso, la muerte heroica del rebelde, el asalto a la hacienda del patrón, los desfiles de la soldadesca. También hizo su aporte el cine argentino, con su retórica del desamor transmitida con acento de lunfardo, tango y arrabal. Con su Carlos Gardel y su Libertad Lamarque.
En esos primeros años (que se prolongan hasta la década del cuarenta) el público mexicano y el latinoamericano no resintieron al cine como fenómeno específico, artístico o industrial. La razón generativa del éxito fue estructural, vital; en el cine, este público vio la posibilidad de experimentar, de adoptar nuevos hábitos y de ver reiterados (y dramatizados con las voces que le gustaría tener y oír) códigos de costumbres. No se acudió al cine a soñar: se fue a aprender. A través de los estilos de los artistas o de los géneros de moda, el público se fue reconociendo y transformando, se apaciguó y se resignó y se encumbró secretamente.
(Monsiváis, C., 1976, p. 446)
El cine latinoamericano, al hacer visible al pueblo a través de la pantalla, se convierte en piedra fundamental para la configuración de la identidad nacional. Por eso no es de extrañar que las denominadas edades de oro de los cines argentino, brasileño o mexicano, únicos cines nacionales latinoamericanos que podríamos llamar realmente industria, se hayan desarrollado simultáneamente entre las décadas de los treinta y cuarenta del pasado siglo. La no tan aleatoria coincidencia de la llegada al poder político de gobiernos nacional-populares en esos países (Cárdenas en México, Perón en Argentina, Vargas en Brasil) sobre las espaldas y los votos de las grandes masas descamisadas explica que, durante esos años, sus industrias cinematográficas hayan servido como instrumento para la modelización de una incipiente sociedad de consumo y la inserción tutelada de las emergentes capas medias a la vida urbana. Por ello, quizás tuvieron también un decidido apoyo financiero estatal. Además, influyó, huelga decirlo, el hecho de que tanto norteamericanos, como europeos y soviéticos estuviesen ocupados traspasando líneas Maginot, dejando la vida bajo el cielo gris de Stalingrado o efectuando desembarcos en alguna solitaria playa normanda. Lo cierto es que, durante esas épocas doradas, los cines argentino y mexicano prácticamente monopolizaron la producción y distribución de películas en las naciones de habla hispana. Y aún más, se convirtieron en el modelo y referente a seguir para los tímidos intentos de industrialización cinematográfica en el resto de países latinoamericanos.
Venezuela: Cine mudo para un país silenciado
El 11 de julio de 1896 se efectúa la primera función de cine en Maracaibo. Las primeras películas hechas en Venezuela fueron Célebre especialista sacando muelas en el Gran Hotel Europa y Muchachos bañándose en la laguna de Maracaibo, presumiblemente realizadas por Manuel Trujillo Durán y estrenadas el 28 de enero de 1897 en el Teatro Baralt de la capital zuliana. De ambas obras sólo quedan pequeños fragmentos. No existen registros de la filmación de otras piezas durante el gobierno de Cipriano Castro. La siguiente obra fílmica de la que se tenga registro está fechada en 1909, Carnaval en Caracas de Manuel A. Delhom y Augusto González Vidal.
Los primeros años del siglo XX, son los de la exhibición itinerante por parte de agentes comerciales de las fábricas de vitascopios y cinematógrafos: Edison y Lumière. Estas exhibiciones pretendían mostrar la innovación tecnológica más que el carácter cultural de las obras. Su objetivo era, fundamentalmente, conseguir clientes para los aparatos elaborados por esas empresas. Los lugares de exhibición eran sitios alquilados a empresarios locales del teatro o las variedades. Y en la mayoría de los casos la muestra fílmica compartía sesión con sainetes o tandas circenses.
En la segunda década del siglo, la exhibición itinerante y esporádica da paso a un naciente circuito de empresas de comercialización y espacios permanentes de proyección. En Caracas, Union Graph, la Compañía Anónima Cinematográfica y de Espectáculos, Cebra Films, Ideal Cine y otras empresas proyectan películas alemanas, italianas y francesas en los teatros Municipal, Nacional, Caracas, Olimpia y Calcaño, además del Circo Metropolitano –ubicado frente a la actual Plaza Miranda- que era el espacio más alejado del Casco Histórico y por tanto el de precios más económicos. A mediados de la década, algunas de estas empresas terminan fusionándose en la Sociedad de Cines y Espectáculos. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial declina la llegada de filmes europeos y se incrementan las proyecciones de películas norteamericanas producidas en un naciente y próspero valle de California: Hollywood.
Los años diez son, también, los de las primeras películas de ficción. Bajo la dirección, guion y producción de Enrique Zimmerman, empresario de espectáculos de Zarzuela, y Lucas Manzano, fotógrafo, se filman La Dama de la Cayenas (1913) y Don Leandro, el inefable (1915). La primera era una parodia de la novela de Dumas, La Dama de las Camelias, y contó con las actuaciones, entre otros, del mismo Manzano, Edgar Anzola, Jacobo Capriles, Leoncio Martínez, “Leo”, y Job Pim. La segunda era también una obra satírica con Rafael Guinand en el papel principal.
La participación de Leoncio Martínez, Job Pim o Guinand en estas películas, nos permite inferir que esos primeros intentos de cine argumental estuvieron imbuidos del espíritu de renovación artística y cultural que significó la creación del Círculo de Bellas Artes de Caracas. El Círculo, creado en 1912 y del que formaron parte también entre otros, Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco, José Rafael Pocaterra, Manuel Cabré, Rafael Monasterios, Santiago Key Ayala, Laureano Vallenilla Lanz, Urbaneja Achelpohl y Armando Reverón acogía, de esta manera, al cine como expresión artística de hecho y derecho. Fueron años de efervescencia política y de relativa libertad, cuando apenas comenzaba la que sería la dictadura más larga de nuestra historia, pero en esos años iniciales Gómez aún no había implementado el férreo programa de unificación militar y territorial del país, y en su gabinete se sentaban los principales líderes de los partidos liberal y nacionalista, otrora enemigos acérrimos. Este período de libertades acabaría siendo excesivamente breve. Tras la Reforma Constitucional de 1914 y purgado el gobierno de los viejos caudillos decimonónicos, la censura y la represión se hicieron norma. En 1917, es allanado el Taller del Círculo de Bellas Artes y muchos de sus integrantes conocerían después la cárcel o el exilio. Otros como Vallenilla o Zumeta, por el contrario, terminarían apoyando la dictadura desde la Academia Nacional de la Historia.
El cercenamiento de la libertad de expresión en esos años explica en gran medida la inexistencia de otras películas de ficción. El archivo fílmico nacional da cuenta de varias producciones dedicadas al registro de eventos patrios, festividades y actos gubernamentales, casi todas ellas filmadas por la dupla Zimmerman-Manzano, quienes se convertirían en los cineastas “oficiales”.
…Y llegó el rentismo
Los años veinte serían testigos del nacimiento de un nuevo país. En 1925, la explotación petrolera supera a la declinante agricultura del café y el cacao. Los ingentes ingresos fiscales del Estado permiten una lenta pero sostenida modernización del país, sobre todo en lo que se refiere a las infraestructuras. Durante estos años se construyen tan sólo en Caracas varias edificaciones culturales para el cine: el Teatro Princesa (después Cine Rialto, hoy Teatro Bolívar) abre sus puertas en 1917. Le seguirían el Capitol en 1921, Ayacucho en 1926, Bolívar, Dorado y Pimentel en 1930, Principal en 1931. En apenas una década se duplica el número de salas dedicadas a la exhibición de películas. Si tomamos en cuenta que, el aforo de cada una solía superar el millar de asientos, podemos asegurar que el cine comenzaba a ser un muy lucrativo negocio en nuestro país, aunque no necesariamente la producción cinematográfica.
Para esos años ya comenzaba a observarse una de las recurrentes modalidades de enriquecimiento de la denominada burguesía nacional, la captación de renta estatal vía importación de productos manufacturados, en detrimento de su desarrollo a partir de las propias capacidades. Dado el aumento en los ingresos y capacidad de consumo de las capas medias, a consecuencia de un mayor gasto gubernamental, a los empresarios cinematográficos les resultaba más rentable importar películas que tomarse la molestia de hacerlas aquí. Para la década de los treinta, el 96% de los filmes que se veían en las salas venezolanas provenían de los EE.UU., el restante 7% se distribuía entre películas españolas, francesas, italianas, argentinas y mexicanas.
No obstante, estos años no están exentos de experiencias en la producción de cine “hecho en Venezuela”. Durante el segundo lustro de los veinte surgieron algunas compañías productoras relevantes. La primera de ellas fue Triunfo Film, dirigida por Edgar J. Anzola y Jacobo Capriles, y que contó con la participación de Francisco Granados Díaz, empresario exhibidor. En 1924, esta empresa llevó a la gran pantalla La Trepadora, adaptación de la novela homónima de Rómulo Gallegos. Su relativo éxito los hizo emprender un nuevo proyecto que vio la luz del proyector en 1926, Amor, tú eres la vida. Ambas películas contaron con dirección y guion de Anzola y fotografía de Capriles. Triunfo Film realizó además varias producciones por encargo tanto para empresas privadas, como la Electricidad de Caracas con el reportaje El dique de Petaquire (1928); o el Instituto Rockefeller con Viaje a La Rubiera (1927); como para el gobierno del general Gómez con la Revista Nacional: Carnaval en Caracas y La visita del General Pershing (1925). La productora realizó también algunos cortometrajes científicos en 1924 y el primer documental sobre Armando Reverón en 1928.
En 1927, Capriles ingresa a trabajar en los recién creados Laboratorios Cinematográficos Nacionales del Ministerio de Obras Públicas y Granados Díaz se muda a Maracay, donde funda la Compañía Cinematográfica Granados Díaz & Santana, por lo que la andadura de Triunfo Film llega a su fin. Anzola fundaría luego Anzola Film y se asociaría con Rómulo Gallegos para la creación de los Estudios Ávila en 1938. Para aquellos interesados en conocer mejor la vida y legado de este pionero del cine venezolano pueden ver El misterio de los ojos escarlata, documental biográfico realizado en 1993 por uno de los directores más prolíficos del Nuevo Cine Venezolano de los 70, su hijo Alfredo Anzola.
Francisco Granados Díaz comienza a producir desde Maracay en sociedad con Roberto Santana, yerno de Juan Vicente Gómez. Casi todas sus producciones fueron encargos propagandísticos de las empresas propiedad del benemérito y de sus actos de gobierno. De su autoría son La Feria de Maracay (1926), El jardín de Aragua (1927), Central Tacarigua (1928), El Hotel Miramar, La Urbanización de La Florida, Terremoto en Cumaná y La gran parada militar del 18 de Abril en Maracay, de 1929. En 1930, los Laboratorios Cinematográficos Nacionales se mudan a Maracay, en ese entonces centro político-militar del país. Granados Díaz, vende sus equipos al Estado y abandona la producción. A partir de ese año, su nombre no volverá a aparecer en la historiografía del cine nacional.
La provincia también filma
Durante los primeros treinta años del siglo XX, la producción fílmica nacional se redujo a unas pocas películas realizadas desde los centros políticos y económicos del país: Caracas, Maracay y Maracaibo, si contamos a esta última por las dos primeras películas grabadas en Venezuela. A partir de 1928, otra ciudad entraría en los anales de nuestro cine: Barquisimeto. En ese año, Amábilis Cordero funda los Estudios Cinematográficos Lara. La historia de este pionero es una de las más interesantes. Luego de trabajar como fotógrafo y hacer un curso de cine por correspondencia, Cordero instala sus laboratorios en la carrera 19 con calle 44 de la capital larense. Desde allí realiza su primer largometraje, La cruz de un Ángel (1928). Le seguirían Los milagros de la Divina Pastora (1929), En plena juventud (1930, inconclusa) y Alma Llanera (1932). A diferencia de los cineastas del centro del país, más cercanos a las instituciones estatales, Cordero nunca recibió financiamiento ni encargos oficiales. Sostenía su producción a partir de su pequeño comercio de equipos fotográficos y de la realización de pequeñas producciones publicitarias para comerciantes de la región. Realizó asimismo varios cortometrajes de sucesos como La tragedia del piloto Landaeta (1931) y La catástrofe de la Escuela Vohnsiedler (1933), en las que hizo uso de dramatizaciones para narrar los hechos, por lo que se consideran las primeras docuficciones realizadas en suelo patrio. Siguió haciendo películas cortas durante varios años hasta que la vejez y la pérdida de la visión lo alejaron de los rodajes. Fundó entonces una Escuela de Cine en el año 1951, para socializar el conocimiento de la realización cinematográfica.
Laboratorios Cinematográficos Nacionales: el cine como propaganda
Simultáneamente al avance del lenguaje cinematográfico por los derroteros de la narración ficcionada, comenzó de desarrollarse el uso del cine como difusor de noticias, eventos y actualidades. La innovación comercial que introdujo Charles Pathé, que consistía en alquilar las películas a los exhibidores en vez de vendérselas, aceleró la transformación de la incipiente industria y permitió el paso del cine itinerante al de salas de proyección fijas. Este pequeño cambio permitió una reducción de los costos de exhibición y un aumento sustancial del volumen de películas producidas. La consolidación de la exhibición en locales permanentes permitió también su utilización como medios de información de masas. En 1909 se crea el Pathé Journal, una producción semanal de aproximadamente diez minutos con noticias filmadas en varias partes del mundo. Le seguirían posteriormente otras empresas como Gaumont, Hearst, Fox, Universal, Paramount, cada una con su propio noticiario cinematográfico. La prensa fílmica jugó un papel relevante a partir de los años 30 y sobre todo durante los distintos conflictos bélicos de la primera mitad del siglo pasado.
La capacidad de llegar a un numeroso público analfabeta, hizo que el cine se convirtiera en un medio de propaganda aún más poderoso que la prensa escrita. Eso es algo que aprendieron rápidamente empresarios y Estados. Para la década de los veinte casi todos los gobiernos contaban con unidades de propaganda fílmica. Y Gómez no iba a quedarse atrás.
El aumento de los recursos del Estado, producto de la explotación petrolera, implicó un mayor gasto gubernamental y con ello el aumento de la propaganda de gestión de un gobierno que se acercaba ya a los veinte años. Un gobierno que, a pesar de mantener un férreo control de la participación política, adolecía de graves problemas de legitimidad en las emergentes capas medias e intelectuales. Sobre esta necesidad, se crean en 1927 los Laboratorios Nacionales Cinematográficos, adscritos al Ministerio de Obras Públicas (MOP), primera instalación cinematográfica en el país con capacidad industrial. Para su organización, se contrata al fotógrafo francés Leon Ardouin, realizador de documentales que había trabajado en la Societé Pathé Frères. Ardouin forma un equipo con varios cineastas venezolanos que ya venían produciendo a destajo filmaciones propagandísticas para el gobierno. Entre ellos, Jacobo Capriles, Juanito Martínez Pozueta, los hermanos Aníbal y Rafael Rivero Oramas, Antonio Bacé, Juan Avilán y Ana María Sánchez. A partir de aquí, y hasta la muerte del general Gómez, Ardouin y su equipo producirán numerosas revistas de actualidades o revistas nacionales, de exhibición mensual, dedicadas fundamentalmente al registro de actos gubernamentales, actividades sociales, inauguración de obras, paisajes naturales, efemérides patrióticas y avances en el desarrollo de industrias propiedad de Gómez y sus amigos. Estas revistas nacionales, compartirán pantalla con producciones similares como la revista Paramount o la revista Pathé, que mostraban imágenes de otras partes del mundo.
El general Gómez tenía ya varios años gobernando desde Maracay, que a la sazón contaba con la mayor inversión pública (para 1930, la capital de Aragua triplicaba a Caracas en gasto de infraestructuras) y donde el benemérito había asentado la mayoría de sus emprendimientos industriales. Así que resulta lógico que los Laboratorios Nacionales Cinematográficos terminaran por mudarse a esa ciudad. Allí, los laboratorios del MOP funcionaban a través de Maracay Films, empresa de Efraín Gómez, sobrino del dictador. Aunque lo más correcto sería decir que los Gómez continuaban con su práctica de utilizar los bienes públicos para sus actividades privadas. Así, Maracay Films era contratada por el Estado y utilizaba las instalaciones y los materiales de una institución pública para cumplir el encargo. No es que nos asombre, prácticas como éstas han sido comunes a todos los gobiernos nacionales durante los últimos cien años. Es el rentismo, amigo.
Sin embargo, el hecho de que los Laboratorios contaran con los más modernos equipos para la época, contribuiría notablemente al avance tecnológico de nuestra cinematografía. Allí se hicieron los primeros ensayos de cine sonoro, con el propio Efraín Gómez como director y Ardouin como fotógrafo. Ambos comparten créditos en la primera película musicalizada con sonido sincrónico realizada en Venezuela: La Venus de Nácar (1932).
La última Revista Nacional producida por Maracay Films desde los Laboratorios es la muerte del dictador en 1935. Con la llegada de López Contreras a la presidencia, los laboratorios cambian de nombre, de equipo y de ciudad. Vuelven a Caracas y pasan a denominarse Servicio Cinematográfico Nacional. Entre 1936 y 1938, año de su disolución, dirigirán esta institución oficial Luis Piérola, Henner Truchsess y Nerio Valarino. Saldrán de nómina algunos de los antiguos trabajadores de los Laboratorios Nacionales Cinematográficos como Jacobo Capriles, Ana María Sánchez y los hermanos Rivero, y entrarán a trabajar nuevos técnicos como Rodolfo Loero Arismendi, Felipe “Finy” Veracoechea, o Napoleón René Borgia, los dos últimos, con experiencia en producciones hispano parlantes de Hollywood.
En esta segunda etapa de las instalaciones cinematográficas oficiales se ensaya una particular división del trabajo. Por un lado, habrá un equipo fijo para las producciones oficiales, y por el otro, un equipo B que podrá contratar trabajos con empresas privadas y que firmará sus producciones con el nombre Cinematográfica Venezuela, sin dejar de utilizar los equipos de los laboratorios, pero aportando ellos los insumos necesarios de cinta y revelado. Se dividen también técnicamente las producciones: las películas en 35mm se realizarán en el Servicio Cinematográfico, mientras que las rodadas en 16mm estarán a cargo del nuevo Instituto de Educación Visual del Ministerio de Educación, a cargo de Antonio Bacé.
En julio de 1938, dos semanas antes de ser sustituido en el cargo, el Ministro de Obras Públicas, Tomás Pacanins envía un memorándum al director del Servicio Cinematográfico, Nerio Valarino, indicándole que es un objetivo fundamental de la institución fomentar la industria cinematográfica privada y expone los criterios y modalidades para hacer efectivo dicho apoyo. Los últimos meses antes de su definitiva disolución, los Laboratorios Nacionales de Cine prestarán apoyo para la realización de varias películas producidas por una empresa de reciente creación: Venezuela Cinematográfica Morati & Cia. Esta productora realizó el primer videoclip venezolano, Taboga (1938), dirigido por Rafael Rivero Oramas, y El Rompimiento (1939), primera película hablada del país, dirigida por Antonio Delgado Gómez.
Entre los dueños de la Empresa Venezuela Cinematográfica estaba, ¡oh, sorpresa!, el exministro Tomás Pacanins. La compañía se formó a partir de un crédito del Banco Industrial de Venezuela. Sin embargo, un año después de su creación se declara insolvente y traspasa sus activos a otra compañía: Estudios Ávila, fundada por Rómulo Gallegos y que contaba entre sus accionistas principales con Tomas Pananins, Eleazar López Contreras, entonces presidente de la Nación, Isaías Medina Angarita, Ministro de Guerra y Marina, y Germán Suárez Flamerich, presidente del Concejo Municipal de Caracas. Entre los otros accionistas minoritarios estaban Edgar J. Anzola, Juan Martínez Pozueta, Luis Piérola, Eduardo Tamayo y Salvador Cárcel.
Siguiendo las directrices de Pacanins, el nuevo Ministro de Obras Públicas, Enrique Aguerrevere, termina clausurando el Servicio Cinematográfico del MOP y el Instituto de Educación Visual del Ministerio de Educación, arrendando sus equipos e instalaciones a Estudios Ávila y obligando por decreto a las instituciones públicas a contratar con esa empresa todas las producciones fílmicas oficiales.
Así, el empresariado nacional daba sus primeros pasos en el cine industrial sin arriesgar y esperaba simplemente que el Estado allanase el camino para luego traspasarle sus activos. Cualquier parecido con lo sucedido a lo largo de nuestra historia en otros sectores económicos no es pura coincidencia.
A pesar de su rentista desaparición, los Laboratorios Cinematográficos Nacionales contribuyeron de forma notable al desarrollo de las capacidades del cine nacional. Una breve mirada a los largometrajes realizados durante esos años nos muestra que varios fueron dirigidos y producidos por aquellos que formaron parte de esta primera experiencia industrial estatal. Entre ellos, y sólo por nombrar los más relevantes, tenemos: Un galán como loco (1928), dirigida por Aníbal y Rafael Rivero; Forasteros en Caracas (1929), de Max Serrano, con fotografía de los Rivero; Ayarí o el veneno del indio (1931), de Finy Veracoechea; Corazón de Mujer (1932), de José Fernández, con guion de Edgar Anzola y fotografía de Juanito Martínez Pozueta; El relicario de la abuelita (1933), de Augusto González Vidal, fotografía de Juan Avilán; Calumnia (1933), de Antonio Delgado Gómez, fotografía de Antonio Bacé; Comenzó una mañana (1937), guion, dirección y fotografía de Antonio Bacé; Carambola (1939), de Finy Veracoechea con fotografía de Martínez Pozueta.
Aunque Estudios Ávila tuvo una breve existencia (fue disuelta en 1942), significó el primer intento real desde el sector privado por industrializar la producción cinematográfica nacional. En ese empeño la sustituirá Bolívar Films, empresa que heredará los equipos y activos de la compañía de Rómulo Gallegos y, por ende, los archivos fílmicos de los Laboratorios Nacionales. Entre los años cuarenta y cincuenta, Bolívar Films intentará con mediano éxito replicar los modelos de la industria del cine argentino y mexicano en nuestro país. Pero esa es una historia que abordaremos en una próxima entrega.
Venezuela en décimas de segundos (II)
Fuentes consultadas
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Benjamin, W. (1989): La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica. En Discursos Interrumpidos I. Buenos Aires. Editorial Taurus.
Filmografía del cine venezolano. En http://www.visor.com.ve
Fundación Cinemateca Nacional (2014): Filmografía venezolana 1939-1953. Caracas.
Káiser, P. (2011): Historia del cine venezolano. Publicado en Diccionario del Cine Iberoamericano. España, Portugal y América; SGAE, 2011; Tomo 8, pags. 631-641. En http://ibermediadigital.com/ibermedia-television/contexto-historico/historia-del-cine-venezolano/
Martín-Barbero, J. (2010): De los medios a las mediaciones: Comunicación, cultura y hegemonía. México. Anthropos Editorial/Universidad Autónoma Metropolitana.
Monsiváis, C. (1976): Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX. En Historia General de México, vol. 4, pp. 303-476, El Colegio de México, México, 1976.
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Sueiro, Y. (2007): Inicios de la exhibición cinematográfica en Caracas (1896-1905). Caracas. Fondo Editorial Humanidades y Educación. UCV.
Sueiro, Y. (2014): Unión Graph: Perseverancia Conservadora. Inicios del Comercio del Cine en Caracas. Tribuna del investigador, Vol. 15, Nº 1. Año 2014. En https://www.tribunadelinvestigador.com/ediciones/2014/1-2/art-11/
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