La historiografía del cine tiende a ubicar las épocas de oro del cine mexicano y argentino en un arco temporal que va de mediados de los años treinta a mediados de los cincuenta. Dos décadas en las cuales las industrias fílmicas de ambos países dominaron la producción, distribución y exhibición de películas en América Latina. Las causas de este breve desplazamiento en la hegemonía de la industria cultural de EE.UU. tienen que ver con elementos culturales, políticos y económicos.
En primer lugar, la consolidación del cine sonoro a comienzos de los treinta implicó una radical ruptura con los modos de visionado por parte de los países de habla hispana.
El cine hablado hollywoodense significaba la incorporación del idioma al lenguaje cinematográfico, nuevas estructuras semánticas que terminaban reforzando unos campos culturales que las sociedades latinoamericanas no identificaban como propios. Consciente de esa transformación, Hollywood ensayó la producción de películas habladas en español (spanishtalkies) en un intento de no perder el mercado. Fue un intento fallido para contrarrestar una barrera lingüística y cultural que solamente comenzaría a ser superada con la incorporación del doblaje a mediados de los cuarenta. Durante estos años las industrias argentina y mexicana, a ritmo de tango, mambo y bolero, aprovecharon la oportunidad para proponer sus originales géneros narrativos como la comedia ranchera, el musical de rumberas, la picaresca o el melodrama con voces y rostros propios: Pedro Infante, María Félix, Jorge Negrete, Dolores del Río, Ninón Sevilla, Tin Tan, Cantinflas, Libertad Lamarque, Gardel.
En segundo lugar, la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial supusieron una reorientación de las prioridades geopolíticas y económicas de las principales potencias occidentales. Esto trajo como consecuencia un menor acceso a bienes importados por parte de los países latinoamericanos y un trastrocamiento de los flujos comerciales con los países del norte. Nuestra región se vio obligada a reorientar sus estrategias económicas hacia el desarrollo del mercado interno y a acelerar los procesos de industrialización. Con los gatos peleándose entre ellos, los ratones hacían fiesta, y esa fiesta significó para América Latina entre los años 1940-1952 un crecimiento del 111% en el PIB industrial y del 25% en el índice de nivel de vida de la población, la emergencia en los principales países de Gobiernos populares nacionalistas y el comienzo de una mirada propia e independiente sobre el desarrollo.
En tercer lugar, el apoyo estatal al desarrollo de la industria del cine por parte de los Gobiernos de Cárdenas en México y Perón en Argentina –también de Vargas en Brasil–, permitió una rápida consolidación y el crecimiento de la producción fílmica en español durante esos años, y la exportación de estas obras hacia todo el continente latinoamericano. Para ello, crearon fondos de fomento, bancos de créditos y subsidios al cine y leyes de protección de sus industrias cinematográficas.
A pesar de las particularidades de cada proceso político nacional, Venezuela no estuvo al margen de esa ola nacional popular que recorría la región. Tras la muerte de Gómez y el precario proceso modernizador de López Contreras, en 1941 asume el Gobierno el general Isaías Medina Angarita, a quien podríamos llamar, sin lugar a dudas, el primer demócrata al frente del Estado.
Medina Angarita: la siembra del petróleo que no prosperó…
El Gobierno de Medina Angarita fue un período de efervescencia política, de crecimiento económico y desarrollo social. Medina legalizó los sindicatos y los partidos políticos, respetó a rajatabla la libertad de expresión –en 1941 nace Últimas Noticias, en 1942 Miguel Otero Silva funda Aquí está y en 1943 El Nacional–; creó el Seguro Social y el Banco Obrero; dio inicio a la construcción de El Silencio y de la Universidad Central de Venezuela; ejecutó el primer plan de alfabetización de adultos (que redujo en 50% el analfabetismo); promulgó una progresiva Ley de Impuesto sobre la Renta en 1942 y la Ley de Hidrocarburos de 1943 (que permitió a la Nación recuperar gran parte de las ganancias que se llevaban las petroleras norteamericanas); también conformó la Junta de Fomento de la Producción Nacional para promover la industrialización de nuestra economía.
Las causas que llevaron a la alianza entre Rómulo Betancourt y Marcos Pérez Jiménez para consumar el golpe de Estado de 1945 son aun hoy objeto de controversias entre los historiadores, lo que sí es cierto es que con el derrocamiento de Medina se truncó, durante todo el siglo XX, la posibilidad de utilizar la riqueza petrolera como palanca para impulsar un modelo de desarrollo industrial nacional autónomo.
Pero incluso antes del golpe, los intentos de industrialización de esos años también alcanzaron al cine. Los años cuarenta estarán marcados por las películas producidas por Bolívar Films y su modelo de imitación de las industrias argentina y mexicana. Antes de esta casa productora surgió la que podríamos llamar la primera experiencia industrial privada del cine nacional: los Estudios Ávila, fundada por Rómulo Gallegos y que contaba con el mismísimo Medina Angarita entre sus accionistas.
Estudios Ávila: cine con pedigrí
Tras dimitir como ministro de Instrucción Pública y ser electo diputado al Congreso Nacional, en 1938, Rómulo Gallegos crea la compañía cinematográfica Estudios Ávila, al parecer con la intención de llevar a la gran pantalla algunas de sus principales novelas. La productora cuenta con los equipos del recién disuelto Servicio Cinematográfico Nacional del Ministerio de Obras Públicas y con un crédito del Banco Industrial de Venezuela, que les permite construir sus estudios y laboratorios en la Av. Roosevelt de Caracas. El contrato con el Estado implicaba la obligatoriedad de las instituciones públicas de contratar con Estudios Ávila sus producciones audiovisuales. Así, los estudios comienzan su andadura con la certeza de sostenibilidad económica, a merced de los requerimientos gubernamentales.
Pero no solo equipos y contratos heredarían los Estudios Ávila de los laboratorios de cine públicos. Gran parte del personal contratado por la productora eran los mismos técnicos que habían trabajado en las dependencias de los ministerios de Obras Públicas y Educación. Por eso, será normal encontrar nombres como Jacobo Capriles, Antonio Bacé, Edgar Anzola, Napoleón Ordosgoitio, Rafael Rivero, al frente de las producciones por encargo de los Estudios Ávila. Durante sus primeros dos años, los estudios realizaron más de cuarenta cortometrajes educativos, revistas, noticieros, reportajes e incluso docudramas para diversas dependencias oficiales, muchos de ellos con textos y locución de Andrés Eloy Blanco. En 1940, gran parte de los esfuerzos de la productora se orientaron a realizar castings para la filmación de las películas de Gallegos: Doña Bárbara, La Trepadora, Pobre Negro, que nunca fueron llevadas a la pantalla.
Para 1941, el continuo aplazamiento de aquellos rodajes había comprometido la viabilidad económica de la empresa. Además, la disminución de las producciones oficiales y la dedicación de Gallegos a su candidatura presidencial amenazaban su continuidad. Por ello, el proyecto de realizar una película por solicitud del Consejo Venezolano del Niño surgió como un salvavidas financiero. Juan de la Calle, dirigida por Rafael Rivero con guion de Gallegos, sería el nombre de esta película, a la postre único largometraje de ficción de los Estudios Ávila. A pesar de que la película tuvo una buena recepción por parte del público, el excesivo tiempo que duró el rodaje –catorce meses– atentó contra la vulnerabilidad financiera que arrastraba la productora. Eso, sumado a una nueva reducción de los encargos gubernamentales hacia una empresa dirigida por el principal candidato de la oposición, llevaron a la liquidación en 1942 de la primera experiencia industrial privada del cine nacional.
Los equipos arrendados fueron devueltos al Estado y las instalaciones construidas vendidas a Antonio Bacé y Armando Capriles, quienes conformarían los Estudios América. Durante esos años, surgieron también productoras de un solo film como la Compañía Luz y Sombra, que produjo Romance Aragüeño (1940) de Augusto González Vidal. Alma Americana filmaría en Nueva York la película Joropo (1939) de Héctor Cabrera Sifontes. En 1940 asistimos al nacimiento de Cóndor Films, sucesora de Venezuela Cinematográfica Morati & Cía., realizadora de dos largometrajes de escaso éxito: Noche inolvidable (1941) dirigida por René Borgia y Pobre hija mía (1942) de José Fernández. Cóndor Films desaparecerá el mismo año que Estudios Ávila y venderá sus instalaciones y equipos a la nueva destinataria de los favores gubernamentales: Bolívar Films.
Bolívar Films: películas venezolanas con acentos argentino y mexicano
Cuando nace Bolívar Films, las industrias cinematográficas mexicana y argentina se encontraban en el apogeo de su edad de oro. Ambas habían avanzado notablemente en la conquista de cuotas del mercado latinoamericano. Si para 1935, el cine hollywoodense significaba más del 90% de la exhibición fílmica en Venezuela, hacia finales de esa década esta participación se había reducido a un 45% ante el avance del cine latino. Tal vez por ello, Luis Guillermo Villegas Blanco, empresario teatral, haya decidido emprender la tarea de producir cine comercial mediante la emulación de las fórmulas y estrategias de aztecas y australes.
Durante sus primeros años, las producciones fílmicas de Bolívar Films no se diferencian de las realizadas por su antecesora, obras por encargo gubernamental que documentaban el acelerado proceso de modernización de un país cuya riqueza crecía a la par de la explotación del petróleo. Así, Bolívar Films terminó convirtiéndose en el cronista visual de la transformación urbana venezolana. Nuestro imaginario sobre los Gobiernos de Medina Angarita, el trienio de Betancourt y la efímera presidencia de Gallegos, no serían los mismos sin los valiosos documentos filmados por esta empresa cinematográfica. Pero esta, a diferencia de Estudios Ávila, sí logró superar la monodependencia gubernamental, con la realización de propaganda comercial para una agencia de publicidad. En 1940, Edgard J. Anzola abandona Publicidad Ars, proyecto que había fundado dos años antes junto con Carlos Eduardo Frías, quien cambiaría la denominación a ARS Publicidad, nombre que se mantiene hasta hoy. En un país en el que la empresa privada –sobre todo la dedicada a la importación de bienes– crecía a pasos agigantados sustentada por la bonanza petrolera, ARS se convirtió rápidamente en una pujante iniciativa, que contó con creativos de la talla de Alejo Carpentier, Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri. Bajo el lema “Déjenos pensar por usted”, la alianza entre ARS y Bolívar Films sumó el cine a sus ya consolidadas áreas de publicidad exterior, impresa y radiofónica.
En la segunda mitad de los años cuarenta, la fortaleza técnica y económica de Bolívar Films le permite a Villegas Blanco soñar con largometrajes de ficción. Pero en vez de acudir a la vasta y demostrada experiencia de sus propios trabajadores, decide repetir el neocolonial esquema que la parasitaria burguesía nacional ha aplicado en otras ramas económicas: importar. Villegas contrató para la producción de películas argumentales directores, fotógrafos, montadores, escenógrafos, actrices y actores argentinos y mexicanos y relegó a los técnicos venezolanos al papel de meros aprendices o acompañantes menores. Entre 1945 y 1953, Bolívar Films producirá diez películas, de las cuales solo una –la primera– fue dirigida por un venezolano, cuatro por directores argentinos, cuatro por mexicanos y una por un director italiano. Para quienes han tenido la oportunidad de verlas, no deja de ser un poco bizarro escuchar a actrices y actores intentando esconder sus acentos tras los vernáculos diálogos escritos por Aquiles Nazoa. De hecho, tal vez lo más venezolano que tengan todas ellas sean precisamente los guiones de Nazoa y la producción musical de otro grande: Eduardo Serrano.
Según algunos autores, la apuesta de Villegas Blanco por el talento importado puede haber tenido que ver con el precepto muy en boga para ese entonces que afirmaba que la rentabilidad de una película debía asegurarse mediante su distribución internacional, siempre que los gastos de producción se saldaran con la exhibición nacional. Al confiar la dirección y la protagonización a artistas de cierto renombre en las industrias argentina y mexicana, Villegas creía facilitar las posibles negociaciones para su inserción en esos mercados. Sin embargo, salvo el éxito cosechado por La balandra Isabel llegó esta tarde (1950), el resto de películas no lograron su propósito de rendir utilidades y ser distribuidas internacionalmente. De hecho, Bolívar Films acudió repetidas veces a créditos del Banco Industrial de Venezuela para acometer sus proyectos fílmicos. Una de las razones de este escaso éxito comercial tiene que ver con el oligopolio de la exhibición cinematográfica en Venezuela, asunto que trataremos más adelante.
Barlovento (1945), película musical dirigida por Fraiz Grijalba, fue el primer largometraje realizado por Bolívar Films, único de factura 100% nacional, que contó con la participación protagónica de Yolanda Leal, reina de la VII serie mundial de béisbol amateur, y todo un ícono popular conocida en ese entonces como “La reina del pueblo”, en un momento en que el país se debatía entre el nacionalismo modernizador de Medina Angarita y las promesas de voto directo y universal de Acción Democrática, partido que acabaría dándole un golpe de Estado en octubre de ese mismo año. Sin embargo, luego de esta primera experiencia, Villegas Blanco optó, como ya habíamos mencionado, por la importación de talento foráneo. El primer grupo que llegó a Venezuela fue el argentino, integrado por Carlos Hugo Christensen, director de películas cómicas y dramas eróticos, que se había separado de la productora argentina Lumiton para fundar su propia empresa. Lo acompañaban, entre otros, su esposa Susana Freyre, Olga Zubarry, Virginia Luque y Juana Sujo, actrices, Juan Carlos Thorry, actor cómico, José María Beltrán y Adam Jacko, directores de fotografía, Juan Corona, guionista, actor y director, Juana Jacko, montadora, Horacio Peterson y Ariel Severino, escenógrafos. Juana Sujo, Horacio Peterson, Juan Corona, Ariel Severino y Juana Jacko terminarían radicándose en el país y contribuyendo de manera significativa al cine, el teatro y la naciente televisión venezolana.
Con este equipo, Bolívar Films produjo El demonio es un ángel (1948), dirigida por Christensen, con Peterson como asistente, Susana Freyre, Juan Carlos Thorry, Juan Corona y Juana Sujo en los papeles principales; La balandra Isabel llegó esta tarde (1950) del mismo director, basada en el cuento homónimo de Guillermo Meneses, con Arturo de Córdova, Virginia Luque y Juana Sujo como protagonistas, además de José María Beltrán en su rol de director de fotografía, con el cual consiguió el primer premio internacional para una película venezolana en el Festival de Cannes; Yo quiero una mujer así (1950) comedia de enredos dirigida por Thorry con guión de Juan Corona y Olga Zubarry como protagonista. Completa el grupo de producciones de los argentinos Territorio Verde (1952) codirigida por Severino y Peterson.
Las formas de trabajo parecen haber sido distintas entre los mexicanos, si nos atenemos al hecho de que ninguno de ellos se quedó en el país. Sin embargo, fue también un grupo numeroso aunque con escasos técnicos. De México vinieron, además del ya mencionado Arturo de Córdova, Fernando Cortés y Víctor Urruchúa, directores, Mapy Cortés, Susana Guízar, Lilia del Valle, Carmen Montejo, actrices; Jorge Elías Moreno, actor. Con ellos se realizaron Amanecer a la vida (1950) y Venezuela también canta (1951) dirigidas por Cortés con su esposa Mapy y Susana Guízar en papeles protagónicos. Las otras dos películas de los mexicanos fueron dirigidas por Urruchúa: Seis meses de vida (1951) y Luz en el páramo (1953). Para estas últimas, Horacio Peterson, que había sido asistente de dirección en las películas anteriores, se encontraba en pleno rodaje de Territorio Verde, por lo que ese rol le fue confiado a un joven dramaturgo llamado Román Chalbaud. Por último, como caso atípico tenemos la película Noche de milagros (1953), primer largometraje del director italiano Renzo Russo, que se dedicó al género de la comedia erótica. Esta película fue protagonizada por actrices y actores venezolanos.
Tras el golpe a Rómulo Gallegos por parte de la Junta Militar conformada por Carlos Delgado Chalbaud, Marcos Pérez Jiménez y Luis Llovera Páez, Bolívar Films continuó prestando servicios al Gobierno de facto. Sin embargo, luego del magnicidio de Chalbaud y la consolidación de la dictadura perezjimenista la empresa fue paulatinamente desplazada de los favores oficiales. Pérez Jiménez estableció una política de propaganda para posicionar su Gobierno que perseguía, por sobre todas las cosas, la aquiescencia del Gobierno estadounidense. La gran mayoría de las producciones fílmicas oficiales después de 1951 fueron encargadas a una empresa norteamericana, Hamilton Wright Organization, con el fin de asegurar la distribución de la propaganda gubernamental en las altas esferas del establishment yankee.
A principios de los años cincuenta, surgen también las unidades de producción de cine de las transnacionales petroleras: Unidad Fílmica Shell, Unidad Fílmica Creole o el Comité Fílmico de la Industria Petrolera de Venezuela, que encargó varios reportajes al Princeton Film Center. Tras la victoria aliada en la segunda guerra, los norteamericanos volvían por el espacio que habían descuidado durante la contienda bélica. Tal vez, la restricción de ingresos provenientes del Estado y el fracaso en la estrategia de comercialización internacional, aunados a la “política de reconquista” del cine hollywoodense en Latinoamérica, hayan hecho desistir a Villegas Blanco de la idea de seguir produciendo industrialmente cine hecho en Venezuela. Bolívar Films se dedicaría en lo sucesivo a lapublicidad para cine y televisión en alianza con ARS y Cinesa, empresa de producción y comercialización fundada en 1958 por Ernesto Oteyza.
El cine de autor asciende por una escalinata
Bolívar Films fue el intento más grande e importante de consolidar un cine comercial en el país, pero no el único. Pequeñas empresas como Producciones Libertador y Gilga llevaron a la pantalla dos comedias basadas en un célebre programa radial de Carlos Fernández: Las Aventuras de Frijolito y Robustiana (1945) y Dos sirvientes peligrosos (1948) dirigidas por José María Galofré y Juan Martínez Delgado. Producciones Miguel S. Isava realizó otra comedia con Amador Bendayán en el rol principal llamada Misión Atómica (1948). José Giaccardi dirigió el melodrama musical Flor del campo (1951) de Películas Venezolanas S.A. Pero tal vez la experiencia que más se haya acercado a los volúmenes de producción de Bolívar Films haya sido la de los Estudios América y su sucesora Civenca. Como habíamos mencionado, Estudios América nace a raíz de la compra de las instalaciones y algunos equipos de los desaparecidos Estudios Ávila. La buena relación que Antonio Bacé siempre tuvo con Rómulo Gallegos desde los días en que dirigió el gubernamental Instituto de Educación Audiovisual del Ministerio de Educación, llevaron a su empresa a ser la encargada de las tomas paisajísticas utilizadas en las películas mexicanas del novelista.
Gallegos, tras la disolución de su empresa cinematográfica, logró vender a dos productoras mexicanas el proyecto de llevar al cine algunas de sus novelas. Así, Clasa Films y Filmex produjeron Doña Bárbara (1943), con el imponente papel de María Félix como la “Cacica del Arauca”; La Trepadora (1944), Canaima (1945) con Jorge Negrete en el papel de Marcos Vargas, La señora de enfrente (1946) y Cantaclaro (1946) dirigidas por directores de renombre como Fernando de Fuentes, Juan Bustillo Oro o Gilberto Martínez Solares. Estas películas han sido catalogadas como venezolanas por haber sido rodadas en el país y basarse en argumento y guiones de Gallegos, no obstante actores y técnicos provenían todos de la industria mexicana. Como dijimos, para esta serie de producciones, gran parte de las imágenes de los llanos apureños, la selva guayanesa o el hato Cantaclaro fueron filmadas por los cineastas de Estudios América. Esta empresa realizó también películas propias en los años cuarenta: Dos hombres en la tormenta (1945) dirigida por Rafael Rivero Oramas y Sangre en la playa (1946) de Antonio Bravo.
Para finales de los cuarenta, Estudios América es ya Civenca (Cinematografistas Venezolanos C.A.). Aunque con menos recursos que Bolívar Films, por no contar con los ingresos de la producción gubernamental, Civenca realizó significativos aportes a la cinematografía nacional. En 1950 estrena La Escalinata, primera película de César Enríquez, sobre un guion de Elia Marcelli, quien fungió además como asistente de dirección. La Escalinata no solo fue un éxito de crítica, sino que inaugura el llamado cine de autor en el país y refleja la influencia del neorrealismo y las nuevas vanguardias cinematográficas europeas de la postguerra. La razón de catalogar esta película como neorrealista se constata por la visibilización de los excluidos, la denuncia del hambre y la pobreza, la iluminación natural, la filmación en exteriores y el uso de actores no profesionales, aunque la demostración más clara de esa influencia se encuentra en el hecho más simple de que el mismo Marcelli había participado, antes de su llegada a Venezuela, en algunas propuestas del cine italiano junto a directores emblemáticos como Vittorio De Sica.
La Escalinata no fue bien recibida por la Junta Militar. Mostrar la realidad de la marginación social contrastaba fuertemente con la visión de modernización y crecimiento económico de la propaganda oficial. Y eso pese a que la película no deja de ser una crítica paternalista e ingenua en la que la escalinata separa al barrio –que se encuentra en el fondo de una quebrada– de la ciudad. El barrio abajo, caótico y precario, la ciudad arriba, con su modernidad y su orden, y la escalinata como frontera y metáfora del ascenso social entendido como ascenso moral.
César Enríquez volvió a dirigir dos películas más antes de terminar alternando la dirección de melodramas en la naciente industria televisiva con su vocación primaria: la pintura. De hecho, Enríquez llegó a formar parte del grupo Los disidentes, junto a Mateo Manaure, Pascual Navarro, Aimée Battistini, Alejandro Otero, Jesús Soto, entre otros, con quienes entabló relación cuando estudiaba en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos de París a fines de los cuarenta. Por su parte, Elia Marcelli se dedicó durante los años cincuenta y sesenta a la realización de documentales etnográficos desde su rol de director artístico de la Unidad Fílmica Shell.
En 1950, Civenca produjo dos largometrajes más, Detrás de la noche y Un sueño…nada más, dirigidos por Juan Corona, quien se había separado de Bolívar Films por desavenencias sobre los derechos de la película Yo quiero una mujer así.
Años cincuenta: Nuevo ideal nacional y American way of life
Los cincuenta son años de ruptura y reconfiguración de los imaginarios culturales. Si en la década de los veinte el Cesarismo Democrático de Vallenilla Lanz buscaba justificar el poder autocrático de Gómez y afianzar la divisa positivista liberal de orden y progreso, en los cincuenta será su hijo, también llamado Laureano, el encargado de delinear la doctrina ideológica del perezjimenismo. El Nuevo Ideal Nacional fue más allá de una estrategia propagandística del régimen para convertirse en un conjunto sistemático de políticas encaminadas a transformar la representación de la nacionalidad e identidad de los venezolanos. A través de la “transformación del medio físico y el mejoramiento de las condiciones morales, intelectuales y materiales de los venezolanos” (Pérez Jiménez dixit), se buscaba insertar a Venezuela en la modernidad capitalista mundial. El mejoramiento moral de la población se basaba en una revisión de los hitos fundantes de la nacionalidad, una estandarización de la cultura popular entendida como folklore y una política de blanqueamiento étnico mediante una estrategia de promoción de la inmigración europea. Así, el Nuevo Ideal Nacional hace su propia interpretación de la independencia y la gesta bolivariana basando el origen de nuestra nacionalidad en los denominados próceres, al tiempo que recupera el régimen colonial equiparando a caciques indígenas y conquistadores españoles en la figura de los precursores. La folklorización de la cultura es el resultado de la transformación del patrón de hegemonía y el imaginario sobre qué es lo popular: el ascenso de las masas urbanas obliga a las clases dominantes a desplazar la ya arcaica dicotomía entre civilización y barbarie y en su lugar instaurar la dupla moderno-atrasado. Para asegurar el mantenimiento de su hegemonía, lo popular debe despojarse de toda posibilidad de agencia cultural y ser petrificado, encapsulado tras los no tan imaginarios barrotes del atavismo y la tradición. Por último, la inmigración selectiva europea perseguía la implantación de una mezcla racial y cultural que superase nuestro estructural “atraso” civilizatorio. Para Pérez Jiménez y las clases dirigentes del país, la modernidad y el progreso eran blancos.
Por otra parte, la transformación progresiva del medio físico implicaba la implementación de un ambicioso Programa de Obras Públicas. Si Maracay fue para Gómez la vitrina de su gestión modernizadora, Caracas lo sería para Pérez Jiménez al convertirse en destinataria de más del 50% de las inversiones gubernamentales en infraestructuras. Grandes obras monumentales, hoteles faraónicos como el Humboldt, autopistas, centros comerciales, parques, teatros y cines transformaron para siempre el entorno urbano de una ciudad que se pretendía cosmopolita y que asumía como referente el american way of life. Las clases medias y altas, sustentadas por una política económica que asfixiaba la producción nacional y favorecía la importación de bienes norteamericanos, hacían sus compras en Sears, manejaban sus Cadillacs, equipaban sus hogares con “cocinas y neveras americanas” General Electric, radios RCA, ventiladores Westinghouse, tocadiscos Philco. Toda una burbuja aspiracional plena de nuevorriquismo y moralina que asumía la cultura popular como una rémora que debía ser superada mediante el consumo de la vida moderna occidental y de sus aparatos. La subjetividad sifrina que aun hoy encontramos en todos los estes del este de nuestras urbes tiene en gran parte de su origen en la política ideológica, moral y cultural blanca, cristiana y pitiyanqui del perezjimenismo.
El cine venezolano de los cincuenta fue hecho a la medida para moldear esa subjetividad de las clases emergentes. Salvo las excepciones ya mencionadas de La balandra Isabel y La Escalinata, la mayoría de las películas de entonces no van más allá de la comedia ramplona, las largas secuencias de vistas de la ciudad más monumental y las urbanizaciones de clase media de estilo norteamericano, los hoteles y centros comerciales como símbolo del progreso y la exaltación ingenua del folklore musical. Esta es, tal vez, una de las razones por las que no lograron el esperado éxito de taquilla. La otra, más estructural, se encuentra en la particular composición oligopólica del sector distribuidor y exhibidor del cine en nuestro país.
Exhibición cinematográfica: una mesa de tres patas
Desde que el petróleo superó a la agricultura como principal rubro de nuestra economía, la pugna por acceder a la renta administrada por el Estado ha sido una de las características fundamentales de nuestra burguesía nacional. Desplazados los sectores económicos e industriales más nacionalistas y derrotada la tesis de “sembrar el petróleo” con el golpe a Medina Angarita, el sector comercial importador terminó de afianzar su hegemonía sobre la economía y sobre el Estado y logró estructurar la compleja madeja de prácticas y dispositivos estructurales que permitirían el continuo traspaso de la riqueza nacional a manos privadas, dando forma al denominado rentismo petrolero.
Los apellidos que han poblado el sector importador desde finales del siglo XIX no nos son desconocidos: Boulton, Vollmer, Phelps, Zingg, Velutini, Zuloaga, Blohm. A partir de los años veinte, las alianzas entre este sector con los capitales norteamericanos se volverían cada vez más estrechas, al fungir como representantes locales de firmas como Ford, General Motors, RCA Victor, RKO y General Electric, entre otras.
La conformación del sector de la distribución y exhibición cinematográficas no difiere mucho de lo sucedido en tantas otras ramas de nuestra economía: alianzas con empresas norteamericanas y un intrincado sistema de relaciones familiares e inversiones cruzadas que llevarían a una progresiva cartelización del área.
Para los años treinta, ocho empresas dominaban lo que conocemos como Hollywood: Paramount, MGM, Columbia, Universal, Warner Brothers, RKO, 20th Century Fox y United Artists. Estas majors dominaban el mercado estadounidense y mundial, mediante la estrategia Paramount, basada en tres premisas: la segmentación de productos mediante la creación de géneros narrativos; el control de la distribución nacional e internacional; y el dominio de la exhibición mediante la propiedad directa de salas de estreno o alianzas con exhibidores locales en cada país. Por ello, a partir de 1931 comienzan a instalarse en Venezuela representantes de esas compañías: Metro Goldwyn Mayer en 1931, Fox en 1934, RKO en 1941, Columbia en 1942, Paramount en 1944. En un principio, algunas de ellas arrendaron cines y teatros antes de establecer las necesarias asociaciones con los exhibidores locales.
En 1940, Salvador Cárcel y Luis H. Muro, actuando como representantes de Paramount, RKO, United Artists y las productoras mexicanas, exhiben en sus salas el 60% de las películas llegadas a Venezuela. En 1941, Gustavo Zingg, Francisco Raffalli e Ilio Ulivi fundan la C.A. Cines Unidos, que posteriormente se asociaría con Cárcel y Muro en 1940 para constituir la C.A. Teatros Asociados. En 1943 se crea Vicente Blanco & Cia., que distribuye las películas argentinas. En 1945, esta última empresa se expande y constituye el Circuito Venezolano de Cines. En 1945, Ignacio Salvatierra y Carlos Plaza Izquierdo constituyen Tropical Films, asociándose posteriormente con la familia Radonski para crear el Consorcio Venezolano Cinematográfico. Para finales de los cuarenta, el negocio de la distribución y exhibición de cine estaba controlado por tres grandes grupos, cuyos accionistas eran un reducido grupo de empresarios: Cines Unidos, Circuito Venezolano de Cines y el Consorcio Venezolano Cinematográfico. Las quince salas existentes en Caracas para 1935 se multiplican hasta 79 en 1956. Más del 80% pertenecía a alguno de los tres circuitos mencionados.
El carácter oligopólico del sector, sumado a la inexistencia de una legislación de fomento a la producción nacional, favorecía el abuso en los esquemas de repartición de beneficios de la cadena de valor del negocio cinematográfico. En países como Francia el 31% de la taquilla iba a engrosar las arcas públicas mediante una tributación progresiva, mientras que en Venezuela el porcentaje impositivo no alcanzaba el 10% de la recaudación: un 70% se lo quedaba el sector verticalmente integrado de la distribución-exhibición, un 10% se iba en pago de impuestos, y apenas un 20% retornaba a quienes habían escrito y realizado la película. Con estas leoninas condiciones es fácil entender por qué la producción cinematográfica en Venezuela ha sido siempre una apuesta económicamente riesgosa.
Dado que los costos de producción de Hollywood eran ostensiblemente más económicos que los nuestros y significaban un mayor porcentaje de retorno a los distribuidores, se entiende también que la exhibición de cine norteamericano fuese aún más lucrativa que la puesta en pantalla del cine nacional. Esta brecha se profundizó aún más después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el arribo de la televisión condujo a una profunda reorganización de los procesos industriales del cine hollywoodense y a la introducción de innovaciones técnicas que redujeron los costos todavía más.
Sin embargo, y tal vez por ello, la renovación del lenguaje cinematográfico llevado a cabo por los movimientos de vanguardia de los años cincuenta no haya tenido lugar en la industria fílmica norteamericana, sino en aquellos países con industrias ruinosas, altos índices de pobreza y escasez como consecuencia de la guerra. Con recursos limitados, los cineastas italianos, franceses o japoneses exprimirán las posibilidades expresivas de la imagen en movimiento y darán un vuelco a la historia del cine mundial.
Postguerra y vanguardias cinematográficas
Entre los cuarenta y los cincuenta los costos de rodar una película superaban las decenas de miles de dólares entre cámaras, luces, película virgen, emulsión fotosensible, laboratorio y honorarios técnicos. El neorrealismo italiano fue el primer gran movimiento en proponer la eliminación de gastos excesivos en actores, decorados, iluminación y sonido. Con cámaras más portátiles, Rossellini, De Sica, Visconti se lanzaron a desdramatizar el cine y a registrar la cotidiana realidad de los barrios obreros, insuflando a sus películas un decidido compromiso social. En esos mismos años, Jean Rouch, Godard o Agnès Varda enarbolaban en Francia el estandarte del cinema vérit; Ingmar Berman irrumpía con su simbolismo psicológico; Kurosawa aportaba al mundo su Efecto Rashomon; pese a la represión franquista, se abrían paso las tres Bes del cine español (Bardem, Berlanga, Buñuel); y en EE.UU. la experimentación de Orson Welles con la profundidad de campo en Ciudadano Kane abría las puertas al cine negro y el suspense de Huston, Wilder y Hitchkock.
Las innovaciones en el lenguaje y los estilos narrativos del cine de los años cuarenta y cincuenta ejercieron una notable influencia en la cinematografía latinoamericana y por supuesto, en la nuestra. Sin embargo, la férrea represión del perezjimenismo hizo que tuviésemos que esperar a su caída para poder ver en las pantallas una propuesta estética y artística que tuviera al pueblo llano, a los excluidos como protagonistas. Con Caín Adolescente, primera obra cinematográfica de Román Chalbaud y Araya, de Margot Benacerraf, ambas de 1959, el cine nacional comenzaba a dejar atrás la galleguiana lucha entre civilización y barbarie, la burbuja del nuevorriquismo, el aspiracionismo del American way of life y la “ingenuidad” moralista de las comedias familiares para prefigurar un sujeto y unas temáticas más cercanas a nuestra real composición histórica y social.
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Venezuela en décimas de segundos (I)
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