En una calurosa mañana de invierno (créanme que, al menos en esta crónica, eso es posible) en la calle Roselló, me tropecé con Enrique Vila-Matas. Literalmente. Debido al golpetazo el pobre hombre soltó las bolsas de la compra. Vi los víveres rodar y rebotar sobre las típicas cuadrículas de las aceras de Barcelona y me pregunté si sería posible analizar la literatura de un autor basándose en el tipo de mercado que hace. Debí, sin darme cuenta, manifestar este pensamiento en voz alta porque Vila-Matas soltó un bufido. Aunque no podría asegurar si el bufido se debía a mis pensamientos expresados en voz alta o al esfuerzo de agacharse para recoger los víveres de la acera y volverlos a meter en las bolsas.
En lugar de ayudar a mi héroe literario a recoger los víveres del suelo, me puse a pensar en el narrador de Kassel no invita a la lógica y sus aventuras callejeras en el centro de la vanguardia, y luego seguí pensando en lo ilógico de este encuentro con Vila-Matas y el disparate de verlo recoger del suelo manzanas, mantequilla, macarrones, brócoli, zumos, sal, quesos, aceitunas, como si estuviese eligiendo los ingredientes de su próxima novela.
En ese momento decidí no reconocerlo, hacerme el loco, tratarlo como a un desconocido y ofrecerme, en compensación por lo ocurrido, a cargar con las bolsas hasta su casa.
Para mi sorpresa y consternación, Vila-Matas aceptó. Yo, en el fondo, habría querido que se negara, se alejara malhumorado con los víveres de la compra desordenados en el interior de las bolsas y quedarme, así, exclusivamente con la anécdota de que había tropezado a mi escritor favorito en la calle Roselló de Barcelona, que el golpe le había hecho perder el equilibrio, que Vila-Matas había soltado las bolsas de la compra, que su contenido había rodado por las típicas cuadrículas de la ciudad y que cuando me había ofrecido a ayudarle se había negado y se había alejado malhumorado para no verlo nunca más.
Y ahora, allí estaba yo, caminando al lado del que, seguramente, era el mayor escritor vivo de la actualidad. Él con las manos cruzadas en la espalda y una sonrisa cuya ironía no se me escapaba, y yo cargando con las bolsas de la compra, los dedos de las manos morados y acalambrados, transpirando en una calurosa mañana de invierno y preguntándome qué tanto podía comer un autor al que siempre había considerado una mente que narra, un ser etéreo, un ente que se alimentaba de palabras.
Le parecerá curioso, pero le estaba esperando. La voz de Vila-Matas me sorprendió y fui yo, ahora, quien casi dejó caer las bolsas de la compra. Luego, por segunda vez, como si esas bolsas y su contenido prefirieran derramarse sobre las calles de Barcelona que permanecer en mis manos, cuando mi cerebro, repuesto de la sorpresa que la voz titubeante y que parecía avanzar en contravía, venir del aire y adentrarse en su boca para, desde allí, sonar con ese eco cavernoso, se percató de las extrañas palabras que había pronunciado mi admirado escritor. ¿Que me estaba esperando? ¿A mí me estaba esperando? ¿Cómo era eso posible?
Quiero mostrarle algo. La voz de Vila-Matas, escuchada por segunda vez, tuvo la virtud, en esta ocasión, de sacarme de tan profundas como inútiles cavilaciones. Descruzó las manos entrelazadas en la espalda y me señaló un viejo edificio de blancura virginal, cinco plantas, tribunas en ambas esquinas rematadas por cúpulas bulbosas revestidas de escamas de reptil de un bello color azulado, ubicado en el chaflán entre Roselló y Bailén.
Hacia allí nos dirigimos. Yo, solo por sentirme parte de una novela de Vila-Matas, imitaba su caminar circunspecto y etéreo que parecía dudar con cada paso, pero que en realidad sabía muy bien hacia dónde iba. Ahora llevaba las manos metidas en los bolsillos del gabán. Entonces, se detuvo y miró pasar a una mujer muy alta que caminaba encorvada como si se le hubiese caído algo en el suelo (tal vez los víveres de la compra). De pronto, Vila-Matas se convirtió en un tipo raro que miraba con extrema atención a la mujer desgarbada que pasaba frente a nosotros. Me pregunté qué lo había transformado tan intempestivamente en un bicho raro que miraba con fijación e intensidad extrema a una desconocida que iba de paso y que pronto desaparecería de nuestra vista. Tal vez por eso noté cierta ansiedad en su mirada. Pero al mismo tiempo percibí una frialdad profesional que me confundió. Hasta que caí en la cuenta de que estaba trabajando. En ese fugaz instante en que una desconocida pasó frente a él, Vila-Matas se había convertido en escritor que escrutaba, más bien diría yo, descifraba, con mirada potente, un personaje.
Frente al vano en forma de arco del edificio cuya pesada puerta de madera chirriaría lúgubremente unos segundos después, cuando Vila-Matas la empujara para entrar, se giró hacia mí y con esa expresión irónica de la que he hablado antes, que no podía decirse que fuese seria, pero tampoco podría decirse que estuviera iluminada por el ramalazo de una sonrisa (aunque en ocasiones era las dos cosas a la vez), y que tal vez, precisamente por su ambigüedad tenía uno la impresión de encontrarse frente a un sabio (y tal vez así era), me dijo: Lo que voy a mostrarle no lo he mostrado yo a nadie.
Avanzábamos por un estrecho pasillo sumido en penumbras. Vila-Matas me tomó del brazo por primera vez. Un gesto que me sorprendió puesto, que no le había visto jamás tocar a alguien. Lo que, en principio, parecía corroborar mi teoría de que era un ser incorpóreo que se materializaba solo por la fuerza de su mente. Sin embargo, allí estaban esas manos que escribían, cogidas a mi brazo, echando por tierra mis elucubraciones.
Yo hacía tiempo que había dejado de sentir los dedos de las manos, como si mis brazos terminaran en dos muñones de aire. Pero muy bien que sentía el peso inconmensurable de las bolsas de la compra tirando de mis hombros y ahora el del propio Vila-Matas que se aferraba a mí como si temiera perderme. Caminábamos hacia una luz al final del pasillo, que en mi mente se había convertido en un túnel silencioso y frío.
La luz al final del túnel surgía de una puerta enrejada que daba a un patio interior. Cuando salimos el frío del invierno parecía haber vuelto o, al menos, haberse hecho presente en ese pequeño receptáculo que era, sin duda alguna, el corazón silencioso del edificio en donde ahora Vila-Matas me invitaba a mirar hacia el cielo. Y lo que vi allá arriba me produjo un enorme mareo. Fue tal el desequilibrio que estuve a punto de dejar caer por tercera vez las bolsas de la compra. Vi enormes y espigados rascacielos que lanzaban contra el cielo sus estructuras de acero y concreto. Muchas de aquellas altísimas flechas desaparecían entre las nubes. El paisaje que surgía del pequeño patio interior en el que nos encontrábamos se ampliaba hasta convertirse en una formidable ciudad vertical que colgaba del cielo. Vila-Matas se acercó y me susurró al oído: Es Nueva York. Luego se alejó caminando hacia atrás y continuó: Desde que tengo memoria, cada vez que vengo aquí y miro en dirección al cielo veo este paisaje extraño y maravilloso que yo siempre he interpretado como un llamado o un mensaje, un mensaje codificado que yo debía descifrar. Y lo descifré hace un año cuando en un viaje a Nueva York, invitado por Paul Auster a realizar unas charlas sobre la impostura en la literatura, durante los interminables y obsesivos paseos en los que me enfrascaba diariamente, como si quisiera perderme de forma definitiva en una ciudad que yo intuía infinita, me topé con un ruinoso edificio en el Bronx al que entré sin razón alguna. Allí, en ese edificio que se caía a pedazos, encontré un patio interior muy parecido a este en el que nos encontramos ahora mismo usted y yo. En aquel patio vacío de la ciudad de Nueva York escuché, sin embargo, las risas de unos niños y el bote contra el suelo de una pelota de futbol. Y cuando miré hacia el cielo, como ha mirado usted hace un momento, lo que vi me dejó sin aliento. Esa visión, aunada al sonido de niños jugando felices, produjo en mí una sensación de placidez y plenitud maravillosas. Porque lo que yo veía no era otra cosa que las sucias fachadas internas del edificio de mi infancia, este edificio, con sus tenderetes de ropa, las sinuosas tuberías de la calefacción, sus ventanas que de tan cercanas entre ellas no dejaban resquicio para la intimidad y desde las que las vecinas chismosas se contaban los últimos secretos del barrio. Entonces comprendí que esa obsesión mía por perderme en Nueva York tenía un sentido. Y es lo que pretendo hacer ahora mismo. Marcharme sin más e ir hacia la nada. Esto es lo que quería contarle.
Entonces Vila-Matas desapareció. Dejé las bolsas de la compra en el suelo y tomé dos determinaciones: no volver a mirar hacia el cielo y no dejar este patio hasta que Vila-Matas regrese.
Vila-Matas no regresará jamás.