Mientras tanto pienso a menudo
que mejor es dormir, que estar así sin compañeros,
que aguantar así, y qué hacer entre tanto y qué decir,
no lo sé, ¿y para qué poetas en tiempos de penuria?
Hölderlin
Si la producción tecnificada y anónima de la muerte fue una de las indudables marcas del siglo XX, la pregunta por la forma como el crimen masivo puede ser recordado, o tan solo imaginado, pensado, más allá de las letanías necesarias pero insuficientes de la denuncia y de los abstractos horrores de la estadística, también lo ha sido.
En sintonía con las poéticas de otras artistas latinoamericanas agujereadas por la dimensión irrepresentable del genocidio, como la mexicana Teresa Margolles o el chileno Alfredo Jarr, el gesto de Regina José Galindo (Guatemala, 1974, de formación secretaria, luego poeta, desde hace veinte años performancer), parece poseído por un prolífico y acertado impulso ritualizador, construyendo una especie de vívida sepultura sobre las muertes y los sufrimientos inimaginables, demasiado numerosos, demasiado brutales, de la guerra civil de su propio país (1960-1996), pero también de los múltiples escenarios en los que la necropolítica ha desplegado y sigue desplegando sus sentencias.
La peculiar reescritura de Regina José Galindo es, así, en casi todas las ocasiones, la encarnación y mostración, en la más pura tradición de la performance setentosa, de las marcas de la barbarie. En ese sentido, su poética presentifica y quizás espectaculariza el sufrimiento: copiado, calcado, escrito sobre un cuerpo, la temeraria carnalidad de Galindo es el objeto sobre el cual el documento del horror se reproduce, en tanto metáfora del crimen para cuya infamia no hay palabras que basten, y, en la radical singularidad de su corporalidad física puesta en escena (femenina, ladina), como metonimia de su inconmensurabilidad.
Así, en Perra (2005), donde tasajea la carne de sus propios muslos para tallar en ellos el significante que da título a la obra, y que alude, a la manera de una cita siniestra, a las inscripciones encontradas en los cadáveres de mujeres previamente torturadas en su natal Guatemala. O en Confesión (2009), donde el Water boarding ejecutado por un musculoso con apariencia de veterano, contratado por Galindo apenas antes de que esta técnica fuera excluida del repertorio de tortura reconocida por el Gobierno estadounidense, resalta hiperbólicamente la menudez de esta mujer ostensiblemente centroamericana a punto de ahogarse. O en el aún más poético, pero igualmente despiadado La verdad (2013), donde Galindo lee frente a un auditorio los testimonios de sobrevivientes del genocidio maya, mientras se somete a periódicas inyecciones de anestesia mandibular que irán opacando la inteligibilidad de sus palabras, de las cuales proviene la frase que encabeza este texto.
Zozobra aquí la atormentada pregunta por la legitimidad del “mirar el dolor de los demás”, no solo en virtud de esa materialidad que se pone a sí misma en riesgo, una y otra vez, padeciendo un subrogado del crimen en ocasiones casi idéntico a él (American Family Prison, 2008), sino en las implicaciones que tiene una posición de autor de este tipo. Tal como es explicado por la propia artista, la construcción de un lugar en el que víctima y victimaria se superponen, es decir, Galindo misma planificando y ejecutando la exhibición de sus martirios que citan otros martirios, habilita poderes de agencia inéditos, extraños, y que establecerán una distancia ambigua, aún en el dolor emanado de su rememoración, con los “documentos originales” recreados: los submarinos “realmente” realizados, las verdaderas muertes, los cadáveres genuinos y los encierros verídicos. Deliberada victimaria de sí durante buena parte de su trayectoria, pues esta gramática no abraza la totalidad de su producción, en todo caso la autoría de estos trabajos más propiamente crueles evoca así algo de la centralidad del suplicio, tan llamativa, en aquella performance fundacional de décadas pretéritas (Gina Pane, Günter Brus, Chris Burden, etc.).
Sin embargo, la monumentalidad de la violencia, física, por supuesto, pero también alusiva y simbólica, que puede llegar a ejercer Galindo sobre su propio ser (Mientras, ellos siguen libres, 2007), le hacen necesario esclarecer en una entrevista que “no es masoquista”. La aclaratoria es relevante: la mímesis de la violencia del afuera, es decir, la incorporación de estos referentes, durísimos, de los que Galindo se hace cargo, casi siempre de una inhumanidad obscena, abyectísima, empalma no solo presencias muy desafiantes del arte político latinoamericano (Aníbal López, por ejemplo), sino también con aquella tradición que adjudica a las prácticas estéticas el poder de expiación de los pecados de la tribu, y tal vez logra así esquivar las sirenas de la melancolización que sí sedujeron a varios de sus precursores y colegas.
Así, el miedo, el horror, y tal vez sobre todo el asco que Galindo genera con reiterada eficacia, funcionan como inventivas y nada evidentes reintegraciones morales, y, en ese sentido, constituyen una contestación a la dificultad para amansar, en un gesto humano, lo vivido, especialmente cuando esto vivido es lo contrario de la experiencia, su negación, su aniquilamiento radical.
Por otra parte, dada la apelación a la visceralidad de los espectadores en algunos de sus performances (el uso del olor, por ejemplo, que ocurre en Necromonas, o de la humillación física en Piedra), no sería arriesgado decir que hay en Galindo un insistir solo en apariencia contrario al movimiento anteriormente expuesto, un insistir que iría en la dirección de señalar cierto límite del arte. Este umbral del propio marco de acción será bordeado (violentado, más bien) a través de una suerte de deslibidinización de una mirada, mirada cuya erotización, precisamente, será la que dé consistenciaal dispositivo “cuadro”, y de la cual se desprenden no pocas consecuencias (museísticas e institucionales, evidentemente, pero también comerciales, financieras). Límite de lo inmercantilizable que aún podría tener existencia dentro del campo, o límite de lo insublimable: límite de lo que permanece, pese a todo, indestructible, y del cual la persistencia de un cuerpo continuamente fragilizado y renacido sería su garantía y también su modelo.
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Imágenes y descripciones detalladas del extenso trabajo de Regina José Galindo se pueden encontrar en su página web, reginajosegalindo.com.